»Nuestro Maxim hace de todo: es un topo dentro de una madriguera de topos, trabaja con la HVA que, a su vez, tiene que colaborar con el KGB y hace, de paso, algún que otro trabajito por su cuenta, porque, en realidad, es un miembro de GRU.
—Te conoces a este hombre al dedillo —dijo Murray muy sonriente—. ¿Sabes lo que dicen del GRU? Dicen que cuesta un rublo entrar y dos salir. Parece casi un dicho irlandés. Es muy difícil llegar a convertirse en oficial del GRU, y más difícil todavía saltar la tapia una vez dentro, porque, de hecho, sólo hay una forma de salir de allí… Con los pies por delante. Les encanta adiestrar a los extranjeros, y no olvidemos que Smolin es ruso sólo a medias. Me dicen que ostenta un gran poder en la Alemania del Este. Hasta los hombres del KGB le tienen respeto.
—¿Y bien, Norman? ¿Tienes algo más que decirnos sobre él? —preguntó Bond.
—Mira, Jacko, todo el mundo cree que en esta isla dividida sólo tenemos un problema, el norte y el sur. Pero se equivocan de medio a medio y estoy seguro de que tú lo sabes. El llamado Basilisco llegó a la República de Irlanda hace dos días. Cuando me enteré de eso tan horrible que ocurrió en el castillo de Ashford, Jacko, recordé que había habido dos asesinatos parecidos al otro lado del estrecho y me vino a la mente una cita.
—¿Ah, sí?
—Se ha escrito algo que viene que ni pintado a propósito de la Dirección General de Inteligencia Soviética, es decir, el GRU. El tipo era un desertor del GRU, apellidado Suverov. Y escribía acerca de la gente que no sabe estarse quieta y revela secretos. «
¡El GRU sabe cómo arrancar estas lenguas!
», escribió. Es curioso, ¿verdad, Jacko?
Bond asintió con aire solemne. Los historiadores de los Servicios Secretos tendían a restar importancia al GRU, el espionaje militar soviético, considerando que había sido engullido por el KGB.
—Según un autor, el GRU está completamente dominado por el KGB. Otro señalaba que el hecho de considerar al GRU como un organismo aparte era un puro ejercicio académico. Ambos conceptos eran erróneos. El GRU trata por todos los medios de conservar su propia identidad.
—¿En qué piensas, Jacko? —preguntó Murray, Poniéndose más cómodo en la cama.
—Estaba pensando, sencillamente, que los integrantes de la flor y nata del GRU son más mortíferos que los miembros correspondientes del KGB. Hombres como Smolin están mejor adiestrados y carecen del menor escrúpulo.
—Smolin está aquí, Jacko y… —Murray hizo una pausa y su sonrisa se transformó en una mueca—. Y hemos perdido la pista de éste hijo de puta. Discúlpeme estas palabras, miss Dare.
—Arlington —musitó Heather sin convicción.
Bond la vio nerviosa y un poco triste.
—Dare, Wagen, Sharke, ¿qué más da? —dijo Norman Murray, levantando una mano. Después bostezó y se desperezó—. Ha sido una noche muy larga. Tengo que irme a dormir.
—¿Qué le habéis perdido la pista? —preguntó Bond, mirándole con dureza.
—Ha desaparecido, Jacko. Porque eso a Smolin siempre se le ha dado muy bien… Es un verdadero Houdini. Hablando de Houdini, Smolin no debe de ser el único que anda suelto por ahí.
—¿No me digas que también has perdido la pista del Presidente del Comité Central?
—No es momento para bromas, Jacko. Nos han facilitado una pequeña información. No es gran cosa, pero menos da una piedra.
—¿Podríamos agarrarnos a ella?
—Yo que tú, si fuera verdad, preferiría no hacerlo, Jacko B.
—¿Y bien?
—Dicen que alguien situado mucho más arriba que Smolin se encuentra en Irlanda. No es seguro, pero corren insistentes rumores. Aquí hay un pez de los más gordos. Es lo único que puedo decirte. Y ahora, buenas noches a los dos. Que soñéis con los angelitos.
Murray se levantó y, dirigiéndose a un rincón, recogió su Walther.
—Gracias, Norman. Mil gracias por todo —Bond le acompañó a la puerta—. ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Habla por esta boca. Las respuestas son gratis.
—Le has perdido la pista al camarada Smolin…
—Sí. Y ni siquiera hemos tratado de olfatear la presencia del otro, si es que efectivamente está aquí.
—¿Le seguís buscando?
—Hasta cierto punto, sí. La mano de obra es problema tuyo, Jacko B.
—¿Qué haríais si acorralarais a uno de ellos?
—Meterle en un avión y enviarle a Berlín. Pero los tipos se quejarían y tratarían de ocultarse en aquel pozo de iniquidad de Orwell Road, ya sabes, el que tiene algo así como seiscientas antenas y placas electrónicas en el tejado. Qué ironía, ¿verdad?, que los soviéticos tengan su embajada en Orwell Road
[12]
y hayan construido un bosque de quincallería electrónica en el tejado. Allí se ocultaría tu hombre.
—¿Y no está allí en éste momento?
—¿Y yo qué sé? ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?
Salieron a la extensión de césped del Green de St. Stephen, subiendo por Grafton Street. Heather llevaba unas abultadas bolsas de los establecimientos Switzers y Brown Thomas. Bond la seguía a dos pasos con un paquetito en una mano y la otra delante de la chaqueta desabrochada, lista para sacar la pistola. Desde que Norman Murray abandonara el hotel, cada vez le gustaba menos el cariz que iban tomando los acontecimientos. Heather se puso furiosa al enterarse de que Ebbie estaba viva y de que él no se lo había dicho.
—Pero, ¿por qué no me lo dijiste? Con el disgusto que me llevé. Sabías que estaba viva…
—Sabía que probablemente estaba viva.
—¿Y por qué no tuviste la honradez de decírmelo?
—Porque no estaba seguro de ello y porque tu precioso
Pastel de Crema
se me antojó una operación improvisada desde un principio. Y me lo sigue pareciendo.
Bond se abstuvo de añadir otras cosas, porque su sentido del humor estaba un poco maltrecho. En teoría,
Pastel de Crema
era una buena operación, pero, en caso de que Heather fuera una típica muestra de los cinco jóvenes elegidos para llevarla a cabo, los planificadores de la misión habían cometido un fallo garrafal. No tuvieron tiempo de adiestrarles debidamente y consideraron suficiente que sus progenitores hubieran colaborado con ellos algunas veces.
Los nombres resonaban sin cesar en su mente como un disco rayado: Franzi Trauben y Elli Zuckermann, ambas muertas, con las cabezas machacadas y las lenguas hábilmente extirpadas; Franz Belzinger, que gustaba de llamarse Wald; la propia Irma Wagen y Emilie Nikolas, que debía estar en Rosslare.
Se preguntó por qué razón a Franz le gustaba llamarse Wald. Pero no, se dijo, tenía que empezar a llamarles por sus nombres ingleses, aunque de bien poco les hubieran servido. Tenía que pensar en las difuntas Bridget y Millicent, en Heather y Ebbie que aún estaban vivas; y en Jungla Baisley, que problablemente no había muerto.
Sin olvidar a esos cinco personajes, Bond recordó a otras figuras siniestras, especialmente a Maxim Smolin, a quien tantas veces había visto en borrosas fotografías de vigilancia y filmaciones llenas de sacudidas, deformadas a través de las lentes de fibra óptica, e incluso —sólo una vez— en carne y hueso, cuando salía del restaurante Fouquet, de los Campos Elíseos de París. Bond se hallaba sentado en la terraza de un café justo en la acera de enfrente en compañía de otro agente y, a pesar de la anchura de la calle y el intenso tráfico que circulaba por ella, la ruda apariencia militar de Smolin ejerció en él un profundo impacto. Tal vez porque caminaba exagerando el porte de un soldado profesional o por sus ojos en constante movimiento o sus manos, una apretada en puño y la otra extendida como si estuviera a punto de utilizar su canto a modo de afilado cuchillo. Smolin parecía irradiar energía y maléfico poder.
El séptimo protagonista, el «alguien situado mucho más arriba que Smolin», cuyo nombre Norman Murray no le había revelado, arrojaba una sombra más funesta sobre todo el asunto.
Volviendo al presente, Bond observó que había cesado de llover, aunque el aire era muy frío y unas negras nubes se perseguían unas a otras por encima de los tejados de los edificios. Cuando se detuvieron junto al semáforo en rojo, Bond distinguió a Big Mick.
Shean, con su negra barba y su alborotado cabello, al volante de un Volvo de color granate. El irlandés no dio la menor muestra de reconocimiento, pero Bond estaba seguro de que ya habría identificado el vehículo aparcado y le habría visto por el rabillo del ojo en la otra acera y en compañía de Heather. Cruzaron la calle cuando el semáforo se puso verde, caminando despacio. Bond le había dicho a Heather que no corriera.
—Es más o menos lo que se hace cuando se enciende la mecha de un artefacto explosivo. Te alejas despacio y nunca corres, aunque tropieces.
Heather asintió. Estaba claro que tenía cierta idea sobre explosivos, lo cual significaba que había sido convenientemente adiestrada. En el transcurso del viaje a Rosslare, tendría ocasión de repasar sus conocimientos punto por punto.
No atravesaron el césped central de la plaza, sino que lo rodearon por el lado norte, dirigiéndose hacia el lado este donde tenían aparcado el automóvil. Al llegar a la altura del Hotel Shelbourne, Bond se detuvo casi en seco. Mirando hacia el famoso hotel, vio por segunda vez en carne y hueso la compacta y pulcra figura del coronel Maxim Smolin acompañado de dos corpulentos individuos de baja estatura. Los tres empezaron a descender por los peldaños, mirando a derecha e izquierda como si esperaran algún medio de transporte.
—No mires hacia el Hotel Shelbourne —musitó Bond por lo bajo—. No, Heather, no mires —repitió, apurando el paso mientras ella reaccionaba—. Sigue andando como si tal cosa. Tu ex amante acaba de salir de su escondrijo.
Hubiera sido absurdo echar a correr. Smolin conocía a Heather vestida y desnuda, y Bond suponía que a él también le debía conocer de vista. Al fin y al cabo, su fotografía probablemente figuraba en los archivos de todas las agencias de espionaje del mundo. Sólo podía abrigar la esperanza de que, en medio del intenso tráfico, y preocupado por la tardanza de su vehículo, Smolin no hubiera reparado en ellos. Pero sabía que las posibilidades eran muy escasas. Smolin estaba acostumbrado a distinguir los rostros más improbables entre una multitud de miles de personas.
Tomando suavemente a Heather del brazo, Bond dobló con ella la esquina y aceleró imperceptiblemente el paso mientras ambos se dirigían al automóvil.
Sintió un desagradable cosquilleo en la nuca, como si una docena de minúsculas arañas mortales le estuvieran recorriendo la piel. No era un símil muy afortunado, pero Bond era lo bastante realista como para saber que había muchas probabilidades de que los ojos del coronel Maxim Smolin estuvieran clavados en sus espaldas. Seguramente estaría sonriendo ante la coincidencia de ver a su antigua amante en Dublín. Pero, ¿sería una simple coincidencia?, se preguntó Bond. En aquel trabajo, la coincidencia era por regla general una palabrota. M solía decir que semejante cosa no era posible, del mismo modo que Freud dijo una vez que, en condiciones de estrés y confusión, no se podían dar los accidentes. Sentado en el interior del vehículo, Bond miró a través del espejo retrovisor mientras giraba la llave de encendido y se ajustaba el cinturón de seguridad. El tráfico era muy denso, pero, aun así, pudo distinguir un Cortina de color beige a su espalda, seguido de cerca por un Audi azul oscuro. Ya había visto a Big Mick al volante del Volvo granate; por consiguiente, todos los vehículos rodeaban el Green. Lo difícil sería salir con éxito, llegar a las afueras de Dun Laoghaire y bordear posteriormente la costa. La carretera atravesaría Bray y Arklow, Gorey y Wexford, y bajaría después a Rosslare. Difícil sí sería, porque, a lo mejor, tendrían que rodear el Green más de una vez para colocarse en posición, lo cual les obligaría a pasar de nuevo por delante del Shelbourne.
Bond empezó a salir de su zona de estacionamiento, impacientándose un poco al ver que no se producía ningún hueco en el tráfico. En cuanto vio la oportunidad, fue marcha atrás, puso primera y se adentró en la circulación. Segundos más tarde, ya había conseguido situarse detrás del Audi.
Rodearon una vez más el Green sin ver el menor rastro de Smolin y sus dos fornidos acompañantes a la entrada del Shelbourne. El Cortina se alejó al llegar al cruce y se fue directamente hacia Merrion Row y Baggot Street. Cuando llegaron por segunda vez al mismo punto, Big Mick se situó a su espalda, protegiéndole por detrás mientras el Cortina se adelantaba para efectuar un reconocimiento previo. A través del espejo retrovisor, Bond vio en el curtido rostro de Big Mick una sonrisa de satisfacción. En el asiento de atrás del automóvil, las bolsas de Heather resbalaron y es deslizaron de uno a otro lado mientras Bond cambiaba de carril. Quería abandonar Dublín a la mayor rapidez posible.
—¿Por qué quería que le llamaran Wald? —preguntó súbitamente Bond.
Ya habían recorrido un buen trecho a pesar de la densidad del tráfico, y podían ver la majestuosa iglesia de estilo casi francés, que dominaba la pequeña localidad de Bray.
Heather llevaba un buen rato en silencio para que Bond pudiera concentrarse mientras circulaban por las simpáticas pero populosas calles que conducían a la salida de la ciudad, pasando por delante del Hotel Jury's y de la anacrónica Royal Dublin Society de Ballsbridge. Al oír la pregunta, la mujer experimentó un sobresalto.
—¿Wald? ¿Te refieres a Franz? ¿A Jungla?
—No estoy hablando de la Selva Negra, encanto.
Los ojos de Bond estaban fijos en la carretera, los espejos y los instrumentos, en los que efectuaba comprobaciones cada treinta segundos. Pero la atención de su mente estaba repartida entre la conducción del vehículo y el interrogatorio que deseaba llevar a cabo. Heather tardó un poco en contestar, como si estuviera preparando la respuesta.
—Era curioso. ¿Has visto su fotografía? Bueno, pues, era tan guapo, con su cabello rubio y su tez clara, y se le veía tan sano y tan fuerte, que parecía una de aquellas fotografías que se ven a veces del ideal germánico de Hitler, del ario puro.
—Pero, ¿por qué se empeñaba en que le llamaran Wald? —repitió Bond con una punta de impaciencia.
—Era presumido.
—¿Y eso qué tiene que ver?
Se detuvieron al llegar a un semáforo en rojo. El automóvil de Bond se hallaba pegado al Audi que circulaba a su espalda, mientras que el Volvo de Big Mick estaba separado de ellos por dos camiones.