Muerte de tinta (8 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Muerte de tinta
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Fenoglio bajó trastabillando la escalera del patio, casi a la misma velocidad que el día en que Basta le hizo una visita. ¡Seguro que Mortimer le aguardaba ya ante la puerta del castillo! ¿Qué pasaría si Orfeo lo descubría allí cuando fuera al castillo para contar a Pardillo lo que había oído?

El chico lo alcanzó en la mitad de la escalera. Farid, sí, así se llamaba. Claro, la vejez.

—¿Es cierto que va a venir Lengua de Brujo? —le susurró sin aliento—. No hay por qué preocuparse, Orfeo no lo delatará. ¡Por ahora! ¡Pero Umbra es demasiado peligrosa para él! ¿Trae consigo a Meggie?

—¡Farid! —Orfeo los miraba desde lo alto de la escalera como si fuera el rey de ese mundo—. Si ese viejo idiota no comunica a Mortimer que deseo hablar con él, se lo dirás tú, ¿entendido?

«Viejo idiota», pensó Fenoglio. «¡Oh, dioses de las palabras, devolvédmelas de una vez, para que pueda erradicar de mi historia a ese maldito cretino!»

Quiso dar a Orfeo la respuesta adecuada, pero su lengua ya no hallaba las palabras pertinentes, y el chico, impaciente, se lo llevó con él.

TRISTE UMBRA

Los cortesanos me llamaban el príncipe feliz, y de hecho fui feliz, si la diversión significa felicidad. Así viví y morí. Y ahora que estoy muerto, me han colocado tan alto que puedo contemplar toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad. Y aunque mi corazón es como plomo, sólo puedo llorar.

Oscar Wilde
,
El príncipe feliz

Farid había hablado a Meggie de las dificultades que entrañaba entrar en Umbra, y ella había repetido a Mo cada una de sus palabras:

—Los centinelas ya no son los bobos inofensivos de antes. Cuando te pregunten a qué vienes a Umbra, medita bien tu respuesta. Te pidan lo que te pidan, muéstrate siempre humilde y respetuoso. Son pocos los que registran. A veces, con un poco de suerte, se limitan a dejarte pasar con un gesto.

Ellos no tuvieron suerte. Los centinelas los obligaron a detenerse, y a Meggie le habría gustado sujetar a su padre cuando uno de los soldados lo obligó con un gesto a desmontar, exigiendo con rudeza una prueba de su arte. Mientras el centinela examinaba el libro que Mo había encuadernado con los dibujos de su madre, Meggie, aterrorizada, se preguntaba si había visto antes esa cara debajo del yelmo oxidado en el Castillo de la Noche y si encontraría el cuchillo que su padre ocultaba en el cinturón. Podían matarlo por el mero hecho de portar un cuchillo. Nadie en Umbra, excepto las tropas de ocupación, podía llevar armas, pero Baptista había cosido el cinturón con tanta habilidad que ni siquiera las manos desconfiadas del guardián de la puerta hallaron nada sospechoso.

Meggie se alegró de que Mo llevase consigo el cuchillo cuando atravesaron a caballo la puerta con herrajes de hierro, pasando junto a las lanzas de los centinelas, y se adentraron en la ciudad que ahora pertenecía a Cabeza de Víbora.

Desde que partiera con Dedo Polvoriento al campamento secreto de los titiriteros, Meggie no había regresado a Umbra. Parecía haber transcurrido una eternidad desde que había recorrido sus callejuelas con la carta de Resa en la mano en la que decía que Mortola había disparado contra su padre. Por un momento apretó el rostro contra la espalda de Mo, feliz de que él estuviera a su lado, vivo e indemne, y de que ella pudiera enseñarle al fin aquello de lo que tanto le había hablado: el taller de Balbulus y los libros del Príncipe Mantecoso. Durante un momento sublime, Meggie olvidó el miedo y pareció como si el Mundo de Tinta sólo les perteneciera a ambos.

A Mo le gustaba Umbra. Meggie lo notó en su cara, en cómo acechaba a su alrededor, refrenando una y otra vez al caballo, recorriendo con la vista una calle tras otra. Aun cuando era imposible pasar por alto las huellas de los ocupantes, lo que los canteros habían esculpido en puertas, columnas y arcos seguía siendo Umbra. No habían podido llevarse su arte, y destruirlo ya no tenía más valor que las piedras de las calles. Así pues, las flores de piedra seguían floreciendo bajo las ventanas y balcones de Umbra, los pámpanos trepaban por columnas y cornisas, y desde los muros de color arena bocas grotescamente deformadas sacaban la lengua y los rostros lloraban lágrimas de piedra.

Sólo el escudo del Príncipe Mantecoso había sido roto a golpes por todas partes y el león que lo adornaba ya sólo era reconocible gracias a los restos de su melena.

—Esa calle de la derecha conduce a la plaza del mercado —susurró Meggie a Mo, y éste asintió como un sonámbulo.

Seguramente, mientras continuaba a caballo, escuchaba las palabras que le habían descrito un día lo que le rodeaba ahora. Meggie sólo conocía el Mundo de Tinta por su madre, pero Mo había leído el libro de Fenoglio incontables veces, intentando encontrar a Resa entre las palabras.

—¿Es tal como te lo habías imaginado? —le preguntó su hija en voz baja.

—Sí —contestó el padre también en susurros—. Sí… y no.

En la plaza del mercado se apiñaban las gentes como si todavía reinase sobre Umbra el pacífico Príncipe Mantecoso, sólo que ahora apenas figuraban hombres entre ellas y volvía a haber titiriteros que admirar. Sí, el cuñado de Cabeza de Víbora permitía juglares en la ciudad. Aunque la gente murmuraba que sólo podían actuar los que estuvieran dispuestos a espiar para Pardillo.

Mo condujo el caballo ante un grupo de niños. Había muchos niños en Umbra, aunque sus padres estuvieran muertos.

Meggie captó una antorcha remolineante por encima de las pequeñas cabezas, dos, tres, cuatro antorchas y chispas que se extinguían en el aire frío. «¿Farid?», se preguntó, aunque sabía que no actuaba desde la muerte de Dedo Polvoriento. Pero Mo se cubrió deprisa la cabeza con la capucha, y entonces ella vio también la cara untada de aceite con la eterna sonrisa.

Pájaro Tiznado.

Meggie clavó los dedos en la capa de Mo, pero su padre siguió cabalgando como si allí no estuviera el hombre que ya le había traicionado una vez. A más de una docena de titiriteros había costado la vida que Pájaro Tiznado conociera su Campamento Secreto, y Mo estuvo a punto de contarse entre los muertos. Todo el mundo en Umbra sabía que Pájaro Tiznado entraba y salía del Castillo de la Noche como Pedro por su casa, que había hecho que Pífano en persona convirtiera en dinero su traición y que para entonces también se llevaba de maravilla con Pardillo… y a pesar de todo, ahí estaba, sonriente, en la plaza del mercado de Umbra, de nuevo sin rival desde que Dedo Polvoriento había muerto y Farid había perdido el gusto por escupir fuego. Sí, Umbra tenía ciertamente nuevos señores. Nada habría podido indicárselo a Meggie con mayor claridad que la cara sonriente como una máscara de Pájaro Tiznado. Se decía que los alquimistas de Cabeza de Víbora le habían enseñado algunas cosas sobre el fuego, que el fuego con el que jugaba era un fuego oscuro, traicionero y mortífero como los polvos con los que lo domesticaba, puesto que de lo contrario no le obedecía. Recio le había contado a Meggie que el humo ofuscaba los sentidos y de este modo Pájaro Tiznado hacía creer a sus espectadores que estaban contemplando al más grande de los tragafuegos.

Hubiese lo que hubiese de cierto en tales habladurías, los niños de Umbra aplaudían, a pesar de que las antorchas no subían ni la mitad de alto que con Dedo Polvoriento o Farid, porque les hacían olvidar durante un rato la tristeza de sus madres y el trabajo que les aguardaba en casa.

—¡Por favor, Mo! —Meggie apartó a toda prisa la cara cuando Pájaro Tiznado miró hacia ellos—. ¡Demos media vuelta! ¿Qué ocurrirá si te reconoce?

Cerrarían la puerta. Los cazarían por las callejuelas como a ratones en una ratonera.

Pero Mo se limitó a sacudir casi imperceptiblemente la cabeza mientras sujetaba a su caballo detrás de uno de los puestos del mercado.

—No te preocupes. Pájaro Tiznado está demasiado ocupado en mantener alejado el fuego de su bonita cara —le dijo a Meggie en susurros—. Pero desmontemos. A pie llamaremos menos la atención.

El caballo se asustó cuando Mo lo condujo entre el gentío, pero él lo tranquilizó en voz baja. Meggie descubrió entre los puestos a un malabarista que antes había seguido al Príncipe Negro. Muchos titiriteros habían cambiado de señor desde que Pardillo llenaba sus bolsillos. No corrían malos tiempos para ellos, y también los vendedores del mercado hacían buenos negocios. Las mujeres de Umbra no podían permitirse nada de lo que ofrecían en los puestos, pero Pardillo y sus amigos compraban telas valiosas con lo que habían robado a las gentes de Umbra: joyas, armas y preciosidades cuyos nombres seguramente desconocía hasta el mismo Fenoglio. Se podían comprar incluso caballos… Y Mo contemplaba esa animación como si Pájaro Tiznado no existiera.

Parecía no querer perderse ningún rostro, ninguna mercancía expuesta a la venta, pero finalmente su mirada quedó prendida de los altos torreones que descollaban por encima de los tejados, y el corazón de Meggie se encogió. Su padre seguía decidido a ir al castillo, y ella renegaba de sí misma por haberle hablado de Balbulus y su arte.

Casi se le cortó la respiración cuando pasaron junto a un cartel ofreciendo una recompensa por Arrendajo, pero Mo lanzó una mirada divertida a la imagen que aparecía en él y se pasó la mano por el cabello oscuro que ahora llevaba corto como el de un campesino. A lo mejor creía que esa despreocupación tranquilizaba a su hija, pero no era así. La asustaba. Cuando él se comportaba así era Arrendajo, un extraño con las facciones de su padre.

¿Qué pasaría si estuviera allí uno de los soldados que lo habían vigilado en el Castillo de la Noche? ¿No los miraba aquél de hito en hito? Y la juglaresa de allá… ¿no parecía una de las mujeres que habían salido con ellos por la puerta del Castillo de la Noche? «¡Sigue andando, Mo!», se dijo, y quiso arrastrarle con ella bajo uno de los arcos hacia cualquier calle, lejos de todas las miradas. Dos niños la agarraron de la falda y alargaron hacia ella sus sucias manos mendigando. Meggie les sonrió, desvalida. No tenía dinero, ni una mísera moneda. Qué hambrientos parecían. Un soldado se abría paso a través del gentío. De un rudo empujón apartó a un lado a los niños. «Ojalá estuviéramos con Balbulus», pensó Meggie… y tropezó con Mo cuando éste se detuvo de improviso.

Al lado del puesto de un curandero que a voz en grito y con la ayuda de dos juglares pregonaba su medicina milagrosa, unos chicos rodeaban un cepo. Dentro había una mujer, la cabeza y las manos sujetas en la madera, desvalida como una muñeca. En la cara y en las manos llevaba adherida verdura podrida, estiércol fresco, todo lo que los niños habían encontrado entre los puestos. Meggie ya había visto algo parecido, con Fenoglio, pero Mo parecía haber olvidado a qué había ido a Umbra. Palideció casi tanto como la mujer, en cuyo rostro se mezclaban la mugre y las lágrimas, y por un instante Meggie temió que su padre echara mano del cuchillo que ocultaba en el cinto.

—Mo —ella le agarró del brazo y se lo llevó presurosa hacia la calle que subía en dirección al castillo, lejos de los niños boquiabiertos que ya se giraban hacia él.

—¿Es que has presenciado ya algo así? —cómo la miraba su padre. Como si no pudiera creer que ella hubiera podido contenerse al contemplarlo.

Su mirada avergonzó a Meggie.

—Sí —contestó su hija con timidez—. Un par de veces. Con el Príncipe Mantecoso también había cepo.

Mo seguía mirándola.

—No me digas que uno se acostumbra a ese espectáculo.

Meggie agachó la cabeza. Sí. Sí, se acostumbraba.

Mo inspiró profundamente como si se hubiera olvidado de respirar al ver a la mujer llorosa. Después continuó su camino en silencio. No pronunció ni una sola palabra hasta que llegaron a la plaza situada delante del castillo.

Justo al lado de la puerta del castillo había otro cepo. El chico sujeto en él tenía elfos de fuego sentados sobre la piel desnuda. Mo entregó a su hija las riendas y antes de que Meggie pudiera detenerle se encaminó hacia el muchacho. Sin prestar atención a los centinelas que lo observaban desde la puerta, o a las mujeres que, al pasar a su lado, giraban la cabeza asustadas, espantó a los elfos de fuego de los brazos escuálidos. El chico se limitó a mirarle, incrédulo. Su rostro traslucía miedo, miedo y vergüenza. Meggie recordó entonces una historia que le había contado Farid: que Dedo Polvoriento y el Príncipe Negro habían estado antaño metidos en un cepo igual, codo con codo, cuando apenas eran mayores que el chico que miraba tan asustado a su protector.

—Mortimer.

Hasta la segunda ojeada Meggie no reconoció al anciano que tiró de Mo alejándolo del cepo. El pelo gris de Fenoglio le llegaba casi hasta los hombros, sus ojos estaban inyectados en sangre, el rostro sin afeitar. Parecía avejentado; Meggie nunca había pensado eso de Fenoglio, pero ahora era lo único que se le ocurría.

—¿Es que te has vuelto loco? —increpó a su padre en voz baja—. ¡Hola, Meggie! —añadió distraído, y la niña notó cómo la sangre se le subía a la cara cuando Farid apareció a sus espaldas.

Farid.

«Muéstrate muy fría», se dijo, pero ya se había asomado a sus labios una sonrisa furtiva. ¡Fuera de ahí! Pero ¿cómo, cuando hacía tanto bien ver su rostro? Furtivo se sentaba en su hombro. Al verla, contrajo somnoliento el rabo.

—Hola, Meggie, ¿qué tal estás? —Farid acarició el espeso pelaje de la marta.

Doce días. Doce días sin que él hubiera dado señales de vida. ¿No se había propuesto firmemente no decir ni una palabra cuando volviera a verlo? Pero, sencillamente, no era capaz de enfadarse con él. Seguía aparentando tristeza. Ni rastro de la risa que antes formaba parte de su cara igual que los ojos negros. La sonrisa que le regaló era apenas una triste sombra de aquélla.

—Cuántas veces he deseado visitarte, pero Orfeo no me permitió irme.

El joven apenas oía lo que decía. Sólo tenía ojos para su padre. Arrendajo.

Fenoglio se había llevado a Mo lejos del cepo, lejos de los soldados. Meggie los siguió. El caballo estaba inquieto, pero Farid lo tranquilizó. Dedo Polvoriento le había enseñado a hablar con los animales. El joven caminaba pegadito a ella, tan cerca y sin embargo tan lejos.

—¿A qué ha venido eso? —Fenoglio seguía sujetando a Mo como si le preocupara que se acercara de nuevo al cepo—. ¿Quieres que los guardias también metan tu cabeza en ese chisme? Pero ¡qué digo! Seguramente la ensartarían enseguida en una lanza.

—Son elfos de fuego, Fenoglio. ¡Le queman la piel! —la voz de Mo sonaba ronca de ira.

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