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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (3 page)

BOOK: Muerte de tinta
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—Al fin y al cabo, no deben perder del todo la risa —aducía cuando Birlabolsas se burlaba de él por eso. Le gustaba ocultar su rostro picado de viruelas tras unas máscaras cosidas por él mismo, risueñas o llorosas, dependiendo de su estado de ánimo. Pero cuando se reunió con Mo junto al pozo, no le entregó ninguna máscara sino un fajo de ropas negras.

—Te saludo, Arrendajo —dijo con la misma reverencia profunda con la que saludaba a su público—. Perdona que tu encargo haya tardado algo más. Se me había terminado el hilo. Es una mercancía escasa en Umbra, como todo lo demás, pero por fortuna Ardacho —hizo una inclinación en dirección a éste— envió a una de sus emplumadas amigas para que robase unos carretes a uno de los comerciantes que todavía son ricos gracias a nuestro nuevo gobernador.

—¿Ropas negras? —el Príncipe lanzó una mirada inquisitiva a Mo—. ¿Para qué?

—Son ropas de encuadernador. Ese es todavía mi oficio, ¿acaso lo has olvidado? Además, de noche el negro es un buen camuflaje. Esto —Mo se quitó la camisa manchada de sangre—, también será mejor que lo tiña de negro. De lo contrario apenas podré usarlo.

El Príncipe lo miró, meditabundo.

—Lo repito, aunque no quieras escucharlo. Quédate aquí unos días. Olvida el mundo de ahí fuera igual que éste ha olvidado esta granja.

La preocupación que reflejaba su rostro sombrío conmovió a Mo, y por un momento estuvo tentado de devolver el hatillo de ropa a Baptista. Pero no lo hizo.

Cuando el Príncipe se hubo marchado, Mo ocultó la camisa y los pantalones manchados de sangre en la antigua hornera, que él había transformado en su taller, y se puso por encima las ropas negras. Le sentaban de maravilla y las llevaba puestas cuando entró de nuevo en la casa, junto con la mañana que penetraba por las ventanas carentes de cristales.

Meggie y Resa aún dormían. Un hada había entrado por equivocación en el cuarto de Meggie. Con unas palabras en voz baja, Mo la atrajo hasta su mano.

—Fijaos en eso —solía decir Birlabolsas—. Hasta las malditas hadas aman su voz. Yo debo de ser el único al que no embruja.

Mo condujo al hada hasta la ventana y la hizo aletear hacia fuera. Arropó los hombros de Meggie con la manta, como todas las noches en las que sólo existían ella y él, y contempló su rostro. Cuando dormía, seguía pareciendo muy joven. Despierta daba la impresión de ser mucho más adulta. Ella susurró un nombre en sueños. Farid. ¿Era uno adulto cuando se enamoraba por primera vez?

—¿Dónde has estado?

Mo se volvió sobresaltado. Resa, en el umbral de la puerta, se frotaba los ojos para despabilarse.

—Contemplando la danza matinal de las hadas. Las noches son cada vez más frías. Pronto dejarán de abandonar sus nidos.

Y no mentía. Las mangas de la bata negra eran lo bastante largas como para ocultar el corte de su brazo.

—Ven conmigo o despertaremos a nuestra hija mayor.

Él la condujo hasta la estancia donde dormían.

—¿Qué ropas son ésas?

—Ropas de encuadernador. Me las ha hecho Baptista. Negras como la tinta. Apropiadas, ¿no? También le he pedido que os haga algo a Meggie y a ti. Pronto necesitarás un vestido nuevo.

Le colocó la mano sobre el vientre. Aún no se notaba. Un nuevo hijo, traído desde el viejo mundo, pero no descubierto hasta éste. Apenas había transcurrido una semana desde que Resa se lo había contado.

—¿Qué te apetecería, una hija o un hijo?

—¿Puedo pedirlo? —había preguntado él a su vez, intentando imaginar cómo sería sostener de nuevo unos dedos diminutos en la mano, tan diminutos que apenas rodearían su pulgar. Justo en el momento adecuado… antes de que Meggie fuera tan mayor que ya no podría llamarla niña.

—Las náuseas aumentan. Mañana iré a caballo a casa de Roxana. Seguro que ella conoce algún remedio.

—Seguro que sí —Mo la estrechó entre sus brazos.

Días apacibles. Noches cruentas.

PLATA ESCRITA

Y al gozar, ante todo, con las cosas umbrías, cuando en la habitación, con la persiana echada, alta, azul, aunque llena de ásperas humedades, leía su novela mil veces meditada, cargada de ocres cielos y bosques sumergidos, y de flores de carne que hacia el cielo se abrían, ¡vértigos y derrubios, fracaso y compasión!

Arthur Rimbaud
,
Los poetas de siete años

Como es natural, Orfeo no cavaba en persona, sino que, vestido con elegante atuendo, observaba cómo sudaba Farid. Ya le había mandado cavar en dos sitios, y el agujero en el que Farid se afanaba con la pala era tan hondo que le llegaba al pecho. La tierra estaba húmeda y pesada. Durante los últimos días había llovido en abundancia, y la laya que había conseguido Montaña de Carne no servía para nada. Además, por encima de Farid colgaba el ahorcado. El viento frío lo mecía de acá para allá en su soga podrida. ¿Qué pasaría si se caía y lo enterraba bajo sus huesos hediondos?

En la horca de la derecha se balanceaban otras tres tristes figuras. Al nuevo gobernador le gustaban los ahorcamientos. Decían que Pardillo se hacía confeccionar pelucas con el pelo de los ajusticiados… y las viudas en Umbra susurraban que por ese motivo también había tenido que colgar a alguna que otra mujer…

—¿Pero cuánto tiempo vas a necesitar todavía? ¡Que ya clarea! ¡Vamos, cava más deprisa! —rugió Orfeo enfurecido, chutando hacia la fosa uno de los un cráneos que yacían como frutas horripilantes debajo de la horca.

En efecto, alboreaba. Maldito Cabeza de Queso. ¡Le había obligado a cavar casi toda la noche! Ay, ojalá pudiera retorcerle el pescuezo.

—¿Más deprisa? ¡Entonces, para variar, haz que maneje la pala tu refinado guardián! —le gritó Farid—. De ese modo sus músculos al menos valdrían para algo.

Montaña de Carne cruzó sus musculosos brazos y dirigió una sonrisa despectiva hacia abajo. Orfeo había encontrado al gigante en el mercado. Se dedicaba a sujetar a los clientes de un barbero mientras éste sacaba muelas inflamadas.

—¡Qué cosas dices! —se había limitado a contestar Orfeo, altanero, cuando Farid le había preguntado para qué necesitaba
otro
criado más—. Hasta los traperos de Umbra tienen un guardaespaldas debido a la chusma que ronda por las calles. ¡Y yo soy bastante más rico que ellos!

En eso seguramente tenía razón… y como Orfeo pagaba mejor que el barbero y a Montaña de Carne le dolían los oídos de los alaridos de los atormentados, se marchó con él sin decir palabra. Se llamaba Oss, un nombre muy corto para un tipo tan grande, pero adecuado para alguien que hablaba tan raramente que al principio Farid habría jurado que esa fea boca carecía de lengua. En cambio, esa boca comía en abundancia, y cada vez con más frecuencia Montaña de Carne se zampaba sin la menor dilación lo que las criadas de Orfeo servían a Farid. Al principio éste se quejó, pero después de que Oss le hubiera acechado en la escalera del sótano, prefería acostarse con el estómago gruñendo o robar algo en el mercado. Sí, Montaña de Carne sólo había hecho más desconsoladora la vida al servicio de Orfeo. Un puñado de vidrios rotos metidos en el jergón de paja de Farid, una zancadilla al final de una escalera, un repentino y fuerte tirón de pelo… Con Oss siempre había que estar en guardia. Con él sólo estabas tranquilo por la noche, cuando dormía, sumiso como un perro, delante de la alcoba de Orfeo.

—Los guardaespaldas no cavan —explicó Orfeo con voz aburrida mientras caminaba impaciente entre los agujeros abiertos—. Y si continúas remoloneando así, necesitaremos urgentemente un guardaespaldas. Dos cazadores furtivos serán conducidos hasta aquí antes de mediodía para ser ahorcados.

—¿Lo ves? Si es lo que siempre te digo: ¡encontremos los tesoros simplemente detrás de tu casa! —el Monte de los Ahorcados, cementerios, granjas quemadas… a Orfeo le gustaban los lugares que estremecían a Farid. No, a Cabeza de Queso ciertamente no le asustaban los fantasmas, justo es reconocerlo. Farid se limpió el sudor de los ojos—. Al menos podrías describir con más exactitud bajo qué maldita horca está el tesoro. ¿Por qué demonios tiene que estar enterrado tan hondo?

—¡No tan hondo! ¡Detrás de mi casa! —Orfeo frunció los labios, blandos como los de una joven, con gesto desdeñoso—. ¡Qué original! ¿Es que eso suena como si pegara con esta historia? Ni siquiera Fenoglio incurriría en semejante disparate. Mas ¿para qué te lo explicaré una vez y otra? De todos modos no lo entiendes.

—Conque no, ¿eh? —Farid hundió la pala tan hondo en la tierra húmeda que se quedó encajada—. Una cosa comprendo y muy bien: que tú te traes con la escritura un tesoro tras otro, dándotelas de acaudalado comerciante y rondas a todas las criadas de Umbra, mientras Dedo Polvoriento sigue yaciendo entre los muertos.

Farid notó como se le saltaban las lágrimas. El dolor seguía tan reciente como la noche en la que Dedo Polvoriento murió por él. ¡Ojalá hubiera podido olvidar su rostro rígido! Si pudiera recordarle como había sido en vida, pero siempre lo veía yaciendo en la mina en ruinas, tan frío, tan yerto, el corazón helado.

—¡Ya estoy harto de desempeñar el papel de criado! —vociferó en dirección a Orfeo. En su furia hasta se olvidó de los ahorcados, a los que seguramente no les complacía que gritasen en el lugar de su muerte—. Además, tampoco has cumplido tu parte del trato. Te has instalado en este mundo como un gusano en el tocino, en lugar de traerlo de vuelta de una vez. ¡Lo has enterrado igual que a todos los demás! Fenoglio tiene razón: eres tan útil como una vejiga de cerdo perfumada. Pienso decirle a Meggie que te envíe de regreso. ¡Y lo hará, ya lo verás!

Oss miró interrogante a Orfeo. Sus ojos suplicaban permiso para agarrar a Farid y molerlo a golpes, pero Orfeo no le prestaba atención.

—¡Ah, ya estamos otra vez con esa cantinela! —se limitó a decir con voz contenida—. La increíble, la insuperable Meggie, hija de un padre no menos fabuloso que ahora atiende por el nombre de un pájaro y se oculta en el bosque con una banda de ladrones piojosos, mientras juglares harapientos componen una canción tras otra sobre él.

Orfeo se enderezó las gafas y alzó la vista al cielo, como si pretendiera quejarse de tantos honores inmerecidos. Le gustaba el apodo que le habían aportado las gafas: Cuatrojos. En Umbra lo susurraban con aversión y miedo, pero eso le gustaba aún más a Orfeo. Además, las gafas eran la prueba de que todas las mentiras que contaba sobre sus propios orígenes eran la pura verdad: que venía del otro lado del mar, de un país lejano cuyos monarcas tenían todos ojos dobles, lo que los capacitaba para leer los pensamientos de sus súbditos; que era el hijo bastardo del rey de allí y se había visto obligado a huir de su propio hermano después de que la esposa de éste se hubiera inflamado en amor imperecedero por él.

—¡Por el dios de los libros! ¡Qué historia tan paupérrima! —había exclamado Fenoglio cuando Farid se la refirió a los hijos de Minerva—. Menudo cursi y untuoso está hecho ese tipo. No alberga ni una idea original en su sesera pegajosa. Sólo sabe hacer chapuzas con las ocurrencias ajenas.

Pero Fenoglio pasaba los días y las noches compadeciéndose a sí mismo, mientras Orfeo trabajaba con absoluta tranquilidad en imprimir carácter a esta historia, una historia que parecía conocer mejor que su propio creador.

—¿Sabes lo que uno desea cuando le gusta tanto un libro que lo lee una y otra vez? —le había preguntado a Farid la primera vez que se encontraron ante la puerta de la ciudad de Umbra—. No, claro que no. ¿Cómo ibas a saberlo? Seguro que un libro sólo te recuerda que en las noches frías arde bien. A pesar de todo te revelaré la respuesta. Uno quiere tomar parte en el juego, ¿qué si no? Aunque sin duda no como el pobre poeta de corte. Ese papel se lo cedo de buen grado a Fenoglio… ¡aunque él mismo desempeña un personaje lamentable!

A la tercera noche, Orfeo se puso a trabajar en una posada mugrienta próxima a la muralla de la ciudad. Había ordenado a Farid que robase para él vino y una vela, había sacado de debajo de la capa un sucio trozo de papel y un buril… y el libro, el libro tres veces maldito. Sus dedos recorrieron las páginas cual urracas en busca de objetos brillantes, espigando palabras. Y Farid había sido tan tonto como para creer que las palabras con las que Orfeo llenaba tan afanosamente la hoja de papel sanarían el dolor de su corazón y traerían de regreso a Dedo Polvoriento.

Orfeo, empero, tenía en mente algo muy distinto. Había mandado marcharse a Farid antes de leer en voz alta lo que había escrito, y antes de las primeras luces del alba obligó a Farid a excavar la tierra de Umbra y sacar el primer tesoro, en el cementerio, justo detrás del hospital de incurables. Orfeo se alegró como un niño al ver las monedas. Farid, sin embargo, clavaba la vista en las tumbas mientras saboreaba sus propias lágrimas.

Con la plata Orfeo adquirió ropas nuevas, contrató a dos sirvientas y una cocinera y compró la espléndida casa de un comerciante en sedas. El anterior propietario se había marchado a buscar a sus hijos, que se habían ido con Cósimo al Bosque Interminable y no habían regresado jamás.

Orfeo también se hacía pasar por comerciante, un comerciante de deseos raros, y muy pronto llegó a oídos de Pardillo que el extranjero de fino pelo rubio y piel pálida como la de los príncipes era capaz de conseguir cosas insólitas: duendes moteados, hadas de colores como las mariposas, joyas hechas con alas de elfos de fuego, cinturones guarnecidos con escamas de ondinas, caballos píos dorados para carrozas principescas y otras criaturas que hasta entonces en Umbra sólo se conocían por los cuentos. El libro de Fenoglio encerraba las palabras correctas para muchas cosas. Orfeo sólo tenía que someterlas a distintas combinaciones. De vez en cuando lo que él creaba, moría, o se revelaba demasiado mordedor (Montaña de Carne solía llevar las manos vendadas), pero eso a Orfeo le traía sin cuidado. ¿Qué le importaba a él que en el bosque murieran de hambre unas docenas de elfos de fuego porque de repente les faltasen las alas, o que una mañana flotasen muertas en el río un puñado de ondinas sin escamas? El extraía los hilos del delicado entramado que había hilado el anciano para tejer sus propios dibujos, los colocaba cual remiendos de colores en el gran tapiz de Fenoglio y se enriquecía con lo que su voz hacía surgir de las letras de otro.

Maldito sea. Mil veces maldito. Ya era suficiente.

—¡No haré nada más para ti! ¡Nada en absoluto! —Farid se limpió de las manos la tierra mojada por la lluvia e intentó salir del agujero, pero, a una señal de Orfeo, Oss lo hizo retroceder de un empujón.

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