En su primer acto oficial mandó colgar al lado de la puerta del castillo la lista de castigos que en el futuro se impondrían en Umbra por diversos delitos… con imágenes, para que los que no sabían leer también entendieran lo que les amenazaba. Un ojo por esto, una mano por aquello, azotes y cepo, marcas con hierros candentes, quemar los ojos… Fenoglio giraba la cabeza cada vez que pasaba junto al cartel, y cuando tenía que cruzar con los hijos de Minerva la plaza del mercado, donde se ejecutaban la mayoría de los castigos, les tapaba los ojos (a pesar de las continuas protestas de Ivo). No obstante, escuchaban los alaridos. Por fortuna no había muchos a los que aún se pudiera castigar en esa ciudad sin hombres. Numerosas mujeres habían huido con sus hijos, muy lejos del Bosque Interminable que ya no protegía a Umbra del príncipe del otro lado, el inmortal Cabeza de Víbora.
Sí, Fenoglio, eso era sin duda idea tuya. Pero los rumores de que al Príncipe de la Plata le alegraba poco su inmortalidad crecían.
Llamaron a la puerta. ¿Quién sería? Demonios, ¿es que para entonces ya comenzaba a olvidarse de todo? ¡Pues claro! ¿Dónde estaba la maldita nota que había traído esa corneja anoche? Cuarzo Rosa se llevó un susto de muerte al verla de repente posada en la claraboya. ¡Mortimer se proponía venir a Umbra! ¡Ese día! ¿No había querido encontrarse con él delante de la puerta del castillo? Esa visita era una condenada imprudencia. En cada esquina colgaba un cartel de Arrendajo. Por suerte la imagen que aparecía no guardaba el menor parecido con Mortimer, pero ¡aún así!
Llamaron de nuevo a la puerta.
Cuarzo Rosa dejó el dedo dentro del vaso de vino. ¡Ni siquiera para abrir la puerta valía un hombre de cristal! Seguro que Orfeo no tenía que abrir en persona la suya. Al parecer, su nuevo guardián era tan grande que apenas pasaba por la puerta de la ciudad. ¡Guardián! «Si vuelvo a escribir algún día», pensó Fenoglio, «haré que Meggie me traiga un gigante con la lectura, ya veremos lo que dice a eso el mentecato».
Las llamadas se tornaron muy impacientes.
—¡Ya voy, ya voy! —Fenoglio tropezó con un jarro de vino vacío cuando buscaba sus pantalones. Se los puso con esfuerzo. ¡Cómo le dolían los huesos! Maldita vejez. ¿Por qué no había escrito una historia en la que las personas fueran eternamente jóvenes? «Porque sería aburrida», pensó mientras se acercaba saltando a la puerta, una pierna metida en los pantalones rasposos. «Mortalmente aburrida.»
—¡Lo siento, Mortimer! —exclamó—. El hombre de cristal no me ha despertado a tiempo.
Cuarzo Rosa comenzó a despotricar detrás de él, pero la voz que contestó desde fuera no era la de Mortimer… aunque era casi igual de bella. Orfeo. ¡Hablando del rey de Roma…! ¿Qué buscaría allí? ¿Quejarse de que Cuarzo Rosa había estado espiando en su casa? «Si alguien tiene motivos para quejarse, soy yo», pensó Fenoglio. «Al fin y al cabo es mi historia la que él saquea y retuerce.» ¡Miserable mentecato, Cara de Leche, rana toro, nene…! A Fenoglio se le ocurrían muchos nombres para Orfeo, pero ni uno solo halagador.
¿No le bastaba con echarle al cuello continuamente al chico? ¿Es que además tenía que venir en persona? Seguro que pretendía plantear mil preguntas absurdas. ¡Culpa tuya, Fenoglio! Cuántas veces había maldecido para entonces las palabras que escribió en la mina a instancias de Meggie:
Así que llamó a otra persona más joven que él, de nombre Orfeo, hábil con las letras, aunque no supiera todavía colocarlas de una manera tan tan magistral como el propio Fenoglio, y decidió instruirlo en su arte, como cualquier maestro hace en cierto momento. Durante una temporada Orfeo debía jugar con las palabras en lugar de él, seducir y mentir con ellas, crear y destruir, expulsar y traer de vuelta, mientras Fenoglio esperaba a recobrarse del cansancio, a que despertara de nuevo en él el placer por las letras y enviara a Orfeo de vuelta al mundo del que lo había llamado para mantener con vida su historia por medio de palabras frescas, jamás utilizadas.
—¡Ahora mismo tendría que escribir para mandarlo de regreso! —gruñó mientras apartaba la jarra de vino vacía de una patada—. ¡En el acto!
—¿Escribir? ¿Estoy oyendo algo de escribir? —se burló Cuarzo Rosa a su espalda.
Éste había vuelto a recuperar su color habitual. Fenoglio le tiró un trozo de pan seco, pero erró más de un palmo la cabeza de color rosa pálido, y el hombre de cristal soltó un suspiro compasivo.
—¿Fenoglio? ¡Fenoglio, sé que estás ahí! Abre de una vez.
Dios, cómo odiaba esa voz, que sembraba en su historia palabras como si fuesen mala hierba. ¡Sus propias palabras!
—¡No, no estoy! —gruñó Fenoglio—. No para ti, cretino.
Fenoglio, ¿la muerte es un hombre o una mujer? ¿Fueron alguna vez humanas las Mujeres Blancas? Fenoglio, cómo voy a traer de vuelta a Dedo Polvoriento, si ni siquiera puedes contarme las reglas más sencillas de este mundo?
Demonios, ¿quién le había pedido que trajera de regreso a Dedo Polvoriento? Al fin y al cabo, habría tenido que estar muerto desde hacía mucho tiempo si todo hubiera sucedido como él, Fenoglio, había escrito originalmente. Y en lo concerniente a las «reglas más sencillas», por favor, ¿es que la vida y la muerte eran una cosa sencilla? ¿Cómo, por los verdugos (que con el paso del tiempo abundaban en Umbra), iba a saber él lo que funcionaba en este mundo o en cualquier otro? Él jamás se había preocupado por la muerte o por lo que vendría después. ¿Para qué? Mientras uno vivía, ¿qué podía interesarle de eso? Y cuando uno moría… bueno, entonces posiblemente no le interesara nada más.
—¡Claro que está en casa! ¿Fenoglio? —era la voz de Minerva.
Maldita sea, ese mentecato la había traído en su ayuda. No era tonto. Oh, no, Dios sabe que Orfeo no era tonto.
Fenoglio ocultó debajo de la cama los jarros de vino vacíos, introdujo la otra pierna en los pantalones y descorrió el cerrojo de la puerta.
—¡Ya decía yo! —Minerva lo examinó con desaprobación desde la cabeza despeinada hasta los pies descalzos—. Le he dicho a tu visitante que estabas aquí.
Qué aspecto tan triste tenía. Y qué agotada. Ella trabajaba ahora en la cocina del castillo. Fenoglio había rogado a Violante que la colocase allí. Pero como Pardillo tenía afición a las francachelas nocturnas, Minerva no solía regresar a casa hasta primeras horas de la mañana. Seguramente tarde o temprano caería muerta de extenuación, dejando huérfanos a sus pobres hijos. ¡Ay, qué calamidad! ¡En qué había devenido su maravillosa Umbra!
—¡Fenoglio! —Orfeo se deslizó junto a Minerva, con esa horrorosa sonrisa inocente en los labios que solía exhibir a modo de camuflaje.
Como es natural, traía notas, notas repletas de preguntas. ¿Y cómo pagaba el atuendo que lucía? Fenoglio nunca había vestido ropas semejantes ni en sus mejores tiempos de poeta de la corte. ¿Has olvidado los tesoros que se traen escribiendo, Fenoglio?
Minerva volvió a descender las empinadas escaleras sin pronunciar palabra, y detrás de Orfeo un hombre se comprimió al entrar por la puerta de Fenoglio, e incluso agachando la cabeza tuvo que esforzarse para no quedar atascado. Ajajá, su fabuloso guardián. La modesta estancia de Fenoglio se volvió todavía más estrecha cuando ese pedazo de carne irrumpió en ella. Farid, por el contrario, seguía sin ocupar demasiado espacio, a pesar de que en esa historia había desempeñado hasta entonces un papel relevante. Farid, el ángel de la muerte… Siguió a su señor con vacilación a través de la puerta, como si se avergonzase de su compañía.
—Bueno, Fenoglio, lo siento mucho —la sonrisa de suficiencia de Orfeo contradecía sus palabras—, pero me temo que he descubierto algunas incongruencias más.
¡Incongruencias!
—Te envié a Farid con las preguntas correspondientes, pero le diste unas respuestas muy raras.
Se enderezó las gafas haciéndose el importante y sacó el libro de debajo de la pesada capa de terciopelo. Sí, ese mentecato había traído consigo el libro de Fenoglio al mundo del que trataba:
Corazón de Tinta,
el último ejemplar. Pero ¿se lo había devuelto a él, al autor? Oh, no.
«Lo lamento de veras, Fenoglio
—se había limitado a decir con esa expresión altanera que dominaba de forma tan magistral (Orfeo se había quitado enseguida la máscara del discípulo solícito)—,
pero este libro me pertenece. ¿O pretendes afirmar con total seriedad que el autor es el propietario natural de cada uno de los ejemplares de los libros escritos por él?»
¡Tarugo fatuo de cara de leche! ¡Cómo osaba dirigirse así a él, el creador de todo lo que le rodeaba, incluso del aire que respiraba!
—¿Quieres que vuelva a contarte algo sobre la muerte? —Fenoglio introdujo con esfuerzo los pies en sus botas gastadas—. ¿Por qué? ¿Para seguir engañando al pobre chico, diciendo que vas a traer a Dedo Polvoriento de entre las Mujeres Blancas, sólo para que continúe sirviéndote?
Farid apretó los labios. La marta de Dedo Polvoriento parpadeaba somnolienta desde su hombro… ¿o era otra?
—¿Qué nuevos disparates estás diciendo? —la voz de Orfeo denotaba irritación (era tan fácil ofenderlo)—. ¿Tengo pinta de esforzarme para encontrar criados? Tengo seis criadas, un guardaespaldas, una cocinera y al chico. Y si los necesitara, podría disponer de más criados. Sabes de sobra que no quiero traer de vuelta para el muchacho a Dedo Polvoriento. Pertenece a esta historia, que no tiene ni la mitad de valor sin él, una planta sin flores, un cielo sin estrellas…
—…¿un bosque sin árboles?
Orfeo se puso colorado como una amapola. Ah, qué divertido era burlarse de él, una de las pocas alegrías que le habían quedado a Fenoglio.
—¡Estás borracho, anciano! —rugió Orfeo. Su voz podía resultar muy desagradable.
—Borracho o no, de palabras entiendo cien veces más que tú. Te limitas a manejar lo usado. Deshaces lo que encuentras y vuelves a tejerlo de nuevo, como si una historia fuera un par de calcetines viejos. Así que no me digas cuál debería ser el papel de Dedo Polvoriento en esta historia. A lo mejor recuerdas que yo ya le había hecho morir, antes de que él mismo optara por irse con las Mujeres Blancas. ¿Quién te has creído que eres para venir aquí a instruirme sobre mi historia? ¡Sería preferible que mirases eso! —con ademán iracundo señaló el nido de hadas irisado emplazado encima de su cama—. ¡Hadas multicolores! Desde que han construido su horrendo nido encima de mi cama por la noche me asaltan las más espantosas pesadillas. Y además roban sus provisiones invernales a las azules.
—¿Y qué? —Orfeo encogió sus pesados hombros—. A pesar de todo son bonitas, ¿no? Simplemente me pareció aburrido que todas fuesen azules.
—¿Te pareció? —Fenoglio alzó tanto la voz que una de las hadas de colores interrumpió su eterno parloteo y se asomó por su nido carente de gusto—. Entonces escríbete tu propio mundo. Este de aquí es mío, ¿entendido? ¡Mío! Y estoy harto de que te entrometas en él. Reconozco que he cometido algunos errores en mi vida, pero el peor ha sido, con diferencia, haberte traído aquí con mi escritura.
Orfeo se miraba las uñas con cara de tedio. Estaban comidas hasta la raíz.
—La verdad es que no puedo escucharlo más tiempo —dijo con voz amenazadoramente baja—, esa farfolla de «tú me has traído escribiendo, ella me ha traído leyendo». El único que actualmente lee y escribe soy yo. A ti hace ya mucho tiempo que no te obedecen las palabras, anciano, y lo sabes.
—Siempre me obedecerán. Y lo primero que pienso escribir es el billete de regreso para ti.
—¿Ah, sí? ¿Y quién leerá esas palabras fabulosas? Por lo que sé, tú, al contrario que yo, necesitas un lector.
—¿Y qué? —Fenoglio se acercó tanto a Orfeo, que éste lo miró irritado, entornando sus ojos hipermétropes—. Preguntaré a Mortimer. No en vano le llaman Lengua de Brujo, aunque actualmente ostente otro nombre. ¡Pregunta al chico! Sin Mortimer todavía estaría en el desierto, recogiendo estiércol de camello con la pala.
—¡Mortimer! —aunque con esfuerzo, Orfeo logró esbozar una sonrisa despectiva—. ¿Tienes la cabeza tan metida en la jarra de vino que ya no sabes lo que sucede en tu mundo? El ya no lee. El encuadernador prefiere interpretar ahora el papel de bandido, el papel que tú le fabricaste a su medida.
El guardaespaldas soltó un gruñido, que seguramente pretendía ser una suerte de risa. Qué tipo más desagradable, ¿lo habría traído Orfeo escribiendo o él? Fenoglio, tras observar, irritado, unos instantes a aquel fanfarrón musculoso, volvió a dirigirse a Orfeo.
—¡No se lo hice a la medida! —replicó—. Es justo al revés: utilicé a Mortimer como modelo para el papel… Y por lo que oigo, lo interpreta a las mil maravillas. Pero eso no significa en modo alguno que Arrendajo no siga teniendo una lengua de brujo. Y su talentosa hija no digamos.
Orfeo volvió a clavar la vista en sus uñas, mientras su guardaespaldas se abalanzaba sobre los restos del desayuno de Fenoglio.
—¿Ah, sí? ¿Y sabes dónde está? —preguntó como de pasada.
—Por supuesto. Vendrá… —Fenoglio enmudeció de repente cuando el muchacho, plantándose ante él, le tapó la boca con la mano. ¿Por qué olvidaba siempre su nombre? Por culpa de la arterioesclerosis, Fenoglio…
—¡Nadie sabe dónde está Arrendajo! —qué reproche destilaban sus ojos negros—. ¡Nadie!
Naturalmente. ¡Majadero borrachín, tres veces maldito! ¿Cómo había podido olvidar que Orfeo se ponía verde de envidia en cuanto oía el nombre de Mortimer y que frecuentaba la casa de Pardillo? A Fenoglio le habría gustado arrancarse la lengua de un mordisco.
Sin embargo, Orfeo sonreía.
—¡No pongas esa cara de susto, anciano! Así que el encuadernador se acerca. Es muy audaz. ¿Quiere hacer realidad las canciones que celebran su temeridad antes de que lo ahorquen? Porque así es como acabará. Como todos los héroes. Nosotros dos lo sabemos, ¿verdad? No te preocupes: no tengo intención de entregarlo al patíbulo. De eso se encargarán otros. No, sólo quiero charlar con él sobre las Mujeres Blancas. No hay muchos que hayan sobrevivido a un encuentro con ellas, por eso verdaderamente me encantaría hablar con él. Corren rumores muy interesantes sobre esos supervivientes.
—Se lo haré saber, si lo veo —respondió, arisco, Fenoglio—. Pero no me lo imagino entrevistándose contigo. Al fin y al cabo, nunca habría conocido a las Mujeres Blancas si tú se lo hubieras traído leyendo tan complaciente a Mortola. ¡Cuarzo Rosa! —caminó hacia la puerta lo más dignamente que le fue posible con sus botas desgastadas—. He de hacer unos recados. Despide a nuestros invitados, pero mantente alejado de la marta.