Muerte de tinta (57 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Muerte de tinta
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—Vosotros, a recoger hojas —les ordenaron—, y musgo y plumas de pájaro… todo lo que sirva de colchón.

El sol ya estaba bajo cuando los bandidos comenzaron a tensar cuerdas, a tejer redes y a construir plataformas de madera que se pudieran izar por el alto tronco.

Baptista retrocedió con unos hombres para borrar sus huellas, y Meggie observó cómo el Príncipe Negro miraba, indeciso, a su oso. ¿Cómo subirlo al árbol? ¿Y qué pasaría con los caballos de carga? Demasiadas preguntas, y ni siquiera era seguro todavía que con su rápida partida hubieran logrado quitarse de encima a Pardillo.

—Meggie —estaba ayudando a Minerva a anudar una red de lianas para las provisiones cuando Fenoglio la arrastró con aire de conspirador—. ¡No lo vas a creer! —le dijo en voz baja cuando se detuvieron entre las enormes raíces del árbol—. Pero, no se te ocurra comentárselo a Loredan. ¡Volvería a tacharme en el acto de megalómano!

—¿Qué es lo que no debo comentar? —Meggie lo miró sin entender.

—Bueno, ese chico, ya sabes, el que te mira y te trae flores y pone a Farid negro de celos. Doria…

Encima de ellos la copa del árbol se teñía de rojo a la luz del sol poniente y los nidos colgaban entre las ramas como frutas negras.

Meggie apartó la cara, confundida.

—¿Qué pasa con él?

Fenoglio miró a su alrededor, temiendo tal vez que Elinor apareciese en cualquier momento a su espalda.

—Meggie, creo —dijo bajando la voz—, creo que lo he inventado, igual que a Dedo Polvoriento y al Príncipe Negro.

—Qué disparate. Pero ¿qué cosas dices? —contestó Meggie también en susurros—. Seguramente Doria ni siquiera había nacido cuando tú escribiste el libro.

—Sí, sí, lo sé. Eso es precisamente lo desconcertante. Todos estos niños —Fenoglio, con un gesto ampuloso, señaló a los niños que buscaban, afanosos, musgo y plumas bajo los árboles—, mi historia los pone como si fueran huevos, sin mi ayuda. Es fértil. Pero ese chico —Fenoglio bajó la voz como si Doria pudiera escucharle, a pesar de que se encontraba muy lejos, arrodillado en el suelo del bosque con Baptista, convirtiendo cuchillos en machetes y sierras—, Meggie, ahora viene lo más enloquecedor: he escrito una historia sobre él, pero el personaje así llamado era adulto. Y lo que es aún más raro: ¡esa historia jamás fue impresa! Seguramente continúa en algún cajón de mi viejo escritorio, o mis nietos la habrán convertido en pelotillas de papel para bombardear a los gatos.

—Eso es imposible. Entonces no puede ser el mismo —repuso Meggie mirando a Doria con disimulo. Le gustaba mucho mirarle, muchísimo—. ¿De qué trata esa historia? —preguntó—. ¿A qué se dedica ese Doria adulto?

—Construye castillos y murallas de ciudades. Incluso inventa un aparato volador, un reloj que mide el tiempo y —miró a Meggie— una máquina de imprimir para un famoso encuadernador.

—¿De veras? —Meggie se volvió cálida de repente, como antes, cuando Mo le había contado una historia especialmente bonita. Para un famoso encuadernador. Por un momento había olvidado a Doria y sólo pensaba en su padre. A lo mejor Fenoglio había escrito hacía mucho tiempo las palabras que mantendrían con vida a Mo. Oh, por favor, imploró a la historia de Fenoglio, deja que el encuadernador de libros sea Mo.

—Yo lo llamé Doria el mago —musitó Fenoglio—. Pero hace magia con las manos, igual que tu padre. Y ahora, presta atención, porque viene lo mejor. El tal Doria tiene una mujer de la que se dice que procede de un país lejano y que muchas veces le sugirió las ideas. ¿No es extraño?

—¿Qué hay de extraño en ello? —Meggie notó que se ruborizaba. Y en ese preciso momento la miró Farid—. ¿Le diste un nombre a ella? —preguntó.

—Bueno, ya sabes que a veces soy un poco negligente con mis personajes femeninos —Fenoglio carraspeó, turbado—, y es que simplemente no encontraba el nombre adecuado para ella. Así que la llamé su mujer, sin más.

Meggie no pudo evitar la risa. Sí, eso le pegaba mucho a Fenoglio.

—Doria tiene dos dedos de la mano izquierda paralizados. ¿Cómo podrá hacer lo que dices?

—¡Pero los dedos rígidos se los prescribí yo! —exclamó Fenoglio, olvidando toda cautela. Doria alzó la cabeza y los miró, mas por fortuna en ese momento se acercó a él el Príncipe Negro.

—Se los rompió su padre —prosiguió Fenoglio en voz baja—, estando borracho. Quiso pegar a la hermana de Doria, y éste intentó protegerla.

Meggie apoyó la espalda contra el tronco del árbol. Le parecía oír latir detrás de ella el corazón del árbol, un gigantesco corazón de madera. Todo era un sueño, sólo un sueño.

—¿Cómo se llamaba esa hermana? —preguntó—. ¿Susa?

—¡Qué sé yo! —contestó Fenoglio—. No puedo acordarme de todo, a lo mejor ella tampoco tenía nombre, igual que la mujer. A pesar de todo, más tarde su fama se verá acrecentada por el hecho de construir tales maravillas a pesar de sus dedos rígidos.

—Ya entiendo —murmuró Meggie, y se sorprendió intentando imaginarse qué aspecto tendría Doria de adulto—. Es una historia preciosa —añadió.

—Lo sé —dijo Fenoglio, apoyándose con un suspiro de auto-satisfacción en el tronco del árbol que había descrito tantos años antes en un libro—. Pero, como es lógico, no debes contar al muchacho ni una palabra de todo esto.

—Claro que no. ¿Tienes más historias de ésas en tus cajones? ¿Sabes también qué será de los hijos de Minerva o de Beppo y la Elfa de Fuego?

Fenoglio no tuvo tiempo de responder.

—¡Vaya, magnífico! —Elinor apareció ante ellos, los brazos llenos de musgo—. Dilo tú misma, Meggie. ¿No es ese hombre que está a tu lado el más vago de este mundo y de cualquier otro? Todo el mundo trabajando, y él aquí, pensando en las musarañas.

—¿Ah, sí? Y Meggie, ¿qué? —replicó furioso Fenoglio—. Aparte de que ninguno de vosotros tendría nada que hacer si el más vago de todos los hombres no hubiera inventado este árbol y los nidos de su copa.

A Elinor no le impresionó lo más mínimo este argumento.

—En esos malditos nidos seguramente nos romperemos todos la crisma —se limitó a decir—. Y no estoy convencida de que sea mucho mejor que las minas.

—Vamos, cálmate, Loredan. De todos modos Pífano jamás te llevaría a las minas —contestó Fenoglio—. ¡Porque te quedarías atascada en el primer túnel!

Meggie dejó a ambos discutiendo. Unas luces comenzaban a bailar entre los árboles. Al principio las tomó por luciérnagas, pero cuando algunas se posaron en su manga, vio que eran diminutas mariposas que brillaban como si la luz de la luna se hubiera adherido a ellas.

«Un nuevo capítulo», pensó alzando los ojos hacia los nidos. «Un nuevo lugar. Y Fenoglio puede contarme algo sobre el futuro de Doria, pero no sabe lo que su historia está relatando ahora mismo sobre mi padre.» ¿Por qué demonios no se la había llevado consigo Resa?

«Porque tu madre es inteligente», le había respondido Fenoglio. «¿Quién aparte de ti leería entonces mis palabras, suponiendo que encuentre las correctas? ¿Darius? No, Meggie, tú eres la narradora de esta historia. Si de verdad quieres ayudar a tu padre, aquí, a mi lado, estás en el sitio correcto. ¡Y sin duda Mortimer sería de la misma opinión!»

Sí, seguramente sí.

Una de las polillas se posó en su mano, brillante como un anillo en su dedo.
El tal Doria tiene una mujer de la que se dice que procede de un país lejano y que muchas veces le sugirió las ideas.
Sí. Era raro, muy raro.

EL SUSURRO BLANCO

Si tuviera las ropas bordadas del cielo,

Entretejidas de luz dorada y plateada,

Los vestidos azules, opacos y oscuros

De la noche, del día y de media luz,

Los extendería a tus pies:

Pero soy pobre, sólo poseo mis sueños,

Que desplegué a tus pies,

Pisa con suavidad, porque pisas mis sueños.

William Butler Yeats
,
Él desea las ropas del cielo

Dedo Polvoriento contempló desde lo alto de las almenas de la torre el negro lago nocturno, donde flotaba el reflejo del castillo entre las estrellas. Debido a las montañas circundantes, soplaba un viento frío que acariciaba su rostro sin cicatrices, y Dedo Polvoriento saboreó la vida como si la probase por primera vez. La nostalgia que entrañaba, y el placer. Lo amargo, lo dulce, todo, aunque sólo fuera durante un tiempo limitado, siempre sólo durante un tiempo limitado, ganado y perdido, perdido y hallado.

Incluso la negrura de los árboles lo embriagaba de felicidad. La noche los teñía de negro como si quisiera demostrar de una vez por todas que ese mundo se componía exclusivamente de tinta. ¿No parecía papel la nieve sobre las cimas de las montañas?

Qué importaba…

Encima de él la luna quemaba en la noche un agujero de plata y las estrellas lo rodeaban como elfos de fuego. Dedo Polvoriento intentó recordar si también había visto la luna en el reino de los muertos. Quizá. ¿Por qué gracias a la muerte sabía más dulce la vida? ¿Por qué el corazón sólo podía amar lo que perdía? ¿Por qué? ¿Por qué…?

Las Mujeres Blancas conocían algunas respuestas, pero no se las habían revelado todas. «Más tarde», susurraron cuando lo dejaron marchar. «En otro momento. Tú volverás con frecuencia. Y te irás con frecuencia.»

Gwin, sentada en las almenas a su lado, escuchaba intranquilo los lametones y chupadas del agua. A la marta no le gustaba el castillo. Detrás de ellos, Lengua de Brujo se agitó en sueños. Los dos habían decidido dormir allí arriba entre las almenas de la torre, aunque hiciera frío. A Dedo Polvoriento no le gustaba dormir en habitaciones cerradas, y a Lengua de Brujo parecía sucederle lo mismo. Pero a lo mejor dormía allí arriba porque Violante recorría día y noche las estancias pintadas… con afán incansable, como si buscase a su madre muerta o acelerase así la llegada de su padre. ¿Había esperado nunca una hija con tanta impaciencia matar a su padre?

Violante no era la única incapaz de conciliar el sueño. El iluminador de libros estaba en la cámara de los libros muertos e intentaba enseñar a su mano izquierda lo que su diestra había dominado con tanta maestría. Se pasaba las horas allí, sentado a un pupitre que Brianna había limpiado de polvo, obligando a los dedos inexpertos a dibujar hojas y pámpanos, pájaros y caras diminutas, mientras el muñón inútil del otro brazo sujetaba el pergamino que había llevado consigo por precaución.

—¿Quieres que te busque en el bosque un hombre de cristal? —le había preguntado Dedo Polvoriento, pero Balbulus se había limitado a negar con un movimiento de cabeza.

—Yo no trabajo con hombres de cristal —replicó, irritado—. Les gusta demasiado dejar las huellas de sus pies en mis dibujos.

Lengua de Brujo tenía un sueño inquieto. El sueño no le traía ninguna paz, y esa noche parecía peor que las precedentes. Seguramente volvían a estar con él. Cuando las Mujeres Blancas se deslizaban dentro de los sueños, no se las veía. Acudían con más frecuencia junto a Lengua de Brujo que con él, como si quisieran asegurarse de que Arrendajo no las olvidaba, ni a ellas ni el trato que había cerrado con su señora, la Gran Transformadora, que hacía marchitar y florecer, desarrollarse y perecer.

* * *

Oh, sí, ellas lo acosaban, acariciaban su corazón con sus dedos gélidos. Dedo Polvoriento lo percibía como si fuera el suyo propio. ¡Arrendajo!, creía oírlas susurrar, y sentía al mismo tiempo temblor y añoranza. «Dejadlo dormir», se dijo. «Dejadlo descansar del miedo que provoca el día. El miedo de sí mismo, el miedo por su hija, el miedo a no haber hecho lo correcto… Dejadlo.»

Se acercó a Lengua de Brujo y le colocó la mano sobre el corazón. Con el semblante pálido, se despertó, sobresaltado, del sueño. Sí, habían estado con él.

Dedo Polvoriento hizo bailar el fuego sobre sus dedos. Conocía el frío que dejaban esas visitantes. Era fresco y claro, puro como la nieve, pero el corazón se helaba. Y ardía a la vez.

—¿Qué han susurrado en esta ocasión? Arrendajo, ¿la inmortalidad está muy cerca?

Lengua de Brujo apartó la piel bajo la que dormía. Sus manos temblaban, como si las hubiera sumergido mucho rato en agua helada.

Dedo Polvoriento hizo crecer el fuego y volvió a presionar suavemente encima del corazón.

—¿Mejor?

Lengua de Brujo asintió. No apartó su mano de un empujón, a pesar de que estaba más caliente que la piel humana.

—¿Te vertieron fuego en las venas para devolverte a la vida? —había preguntado Farid a Dedo Polvoriento.

—Quizá —había contestado éste. El pensamiento le complacía.

—Cielos, deben quererte de veras —dijo cuando Lengua de Brujo se puso de pie, borracho de sueño—. Por desgracia olvidan a veces que su amor conduce inevitablemente a la muerte.

—Oh, sí. Lo olvidan. Gracias por despertarme —Lengua de Brujo se acercó a las almenas y contempló la noche—. «Él se acerca, Arrendajo.» Eso es lo que han susurrado esta vez. «Él se acerca.» Pero —se giró y miró a Dedo Polvoriento— Pífano le allana el camino. ¿Qué habrán querido decir con eso?

—Bueno, lo mismo da —Dedo Polvoriento apagó el fuego y se aproximó más—, Pífano tiene que cruzar el puente igual que su señor, así que los veremos llegar a tiempo —a Dedo Polvoriento todavía le extrañaba su capacidad de pronunciar el nombre de Pífano sin sentir temor. Pero, en efecto, debía de haberlo dejado para siempre con los muertos.

El viento rizó el agua del lago. Los soldados de Violante recorrían el puente de acá para allá, y Dedo Polvoriento creía oír los pasos incansables de su señora hasta las almenas. Los pasos de Violante… y el rasguño de la pluma de Balbulus.

Lengua de Brujo lo miró.

—Muéstrame a Resa. Igual que has hecho salir del fuego a la madre de Violante y a sus hermanas.

Dedo Polvoriento vaciló.

—Vamos —insistió Lengua de Brujo—. Ya sé que su rostro es casi tan familiar para ti como para mí.

Se lo he contado todo a Mo,
le había susurrado Resa en las mazmorras del Castillo de la Noche. Al parecer no había mentido. Claro que no, Dedo Polvoriento. Ella entiende de mentiras tan poco como el hombre que ama.

Dibujó una figura en la noche y dejó que las llamas acabasen de perfilarla.

Dedo Polvoriento alargó la mano sin darse cuenta, pero sus dedos retrocedieron de golpe cuando el fuego los mordió.

—¿Y qué hay de Meggie? —con qué claridad se dibujaba el amor en su rostro. No, por mucho que insistieran los demás, él no había cambiado. Era como un libro abierto, con un corazón apasionado y capaz de traer lo que quisiera con su voz… igual que hacía Dedo Polvoriento con el fuego.

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