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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (54 page)

BOOK: Muerte de tinta
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El libro, claro. Resa lo había dejado allí para él. ¿Y qué? ¿De qué le servía? Sólo le recordaba lo fácil que le había resultado narrar antes de trasladar cada palabra al papel con la certeza de que podía convertirse en realidad.

—No puede ser tan difícil. Mortimer ya te ha hecho casi todo el trabajo. Él hará creer a Cabeza de Víbora que puede curar el libro, Violante distraerá a su padre y Mortimer escribirá dentro las tres palabras. A lo mejor podrías incluir un duelo con Pífano —esos pasajes son siempre amenos de leer—, y también el Bailarín del Fuego debería salir a escena (a pesar de que sigue sin caerme bien) y, ¡sí!, podrías asimismo hacer que Resa desempeñara un papel. Podría detener a ese abominable Birlabolsas, no sé cómo, pero algo se te ocurrirá, vamos digo yo…

—¡Silencio! —tronó Fenoglio, tan fuerte que Cuarzo Rosa se acurrucó asustadísimo detrás del tintero—. ¿Qué barbaridades son ésas? Es lo típico, claro. ¡Los lectores y sus ideas! Oh, sí, el plan de Mortimer suena realmente bien, es escueto y fácil, y bueno. Engaña a Cabeza de Víbora con la ayuda de Violante, escribe las tres palabras, Cabeza de Víbora muere, Arrendajo se salva, Violante, dueña y señora de Umbra… maravilloso. Ayer por la noche intenté escribirlo. ¡No funciona! ¡Palabras muertas! A esta historia no le gustan los caminos trillados y se propone algo diferente, lo intuyo. Pero ¿qué? He incorporado a Pífano, he procurado que Dedo Polvoriento no se quede corto, pero después… ¡falta algo! ¡Falta alguien! Alguien que se infiltrará con malas intenciones en el bonito plan de Mortimer. ¿Birlabolsas? No, es demasiado estúpido. Pero entonces, ¿quién? ¿Pájaro Tiznado?

Qué asustada lo miraba ella. Menos mal. Al fin comprendía. Pero un instante después había vuelto la obstinación. Era un milagro que no diera patadas con el pie igual que un niño pequeño. Ella era una niña disfrazada de mujer de mediana edad un poco gorda.

—Todo eso son bobadas. Tú eres el escritor. ¡Nadie más!

—¿Ah, sí? ¿Y entonces por qué murió Cósimo? ¿Escribí yo que Mortimer encuadernase el libro para que hiciera pudrirse en vida a Cabeza de Víbora? No. ¿Fue idea mía que Birlabolsas sienta celos de él y que la Fea desee de pronto matar a su padre? En modo alguno. Yo sólo planté esta historia, pero ella crece a su antojo, y todos exigen que yo prevea qué flores echará.

Dios. Qué mirada más incrédula. Como si le hubiera hablado de Papá Noel. Finalmente ella adelantó el mentón (bastante notable, todo hay que decirlo), y eso no significaba nada bueno.

—¡Excusas y nada más que excusas! A ti no se te ocurre nada, y Resa va camino de ese castillo. ¿Qué ocurrirá si Cabeza de Víbora llega mucho antes que ella? ¿Si no confía en su hija y Mortimer muere antes de que…?

—¿Y qué sucederá si ha vuelto Mortola, según afirma Resa? —la interrumpió con aspereza Fenoglio—. ¿Y si Birlabolsas mata a Mortimer porque tiene celos de Arrendajo? ¿Y si Violante termina entregando a Mortimer a su padre porque no soporta otro rechazo de un hombre? ¿Y qué pasará con Pífano, y con el hijo malcriado de Violante, qué, qué, qué…? —su voz subió tanto de tono que Cuarzo Rosa se escondió debajo de su manta.

—Bueno, hombre, deja de gritar —la señora Loredan sonó de pronto inusualmente apocada—. Que al pobre Cuarzo Rosa acabará explotándole la cabeza.

—No, imposible, porque la tiene tan vacía como la concha de un caracol. La mía, por el contrario, debe ocuparse de cuestiones complejas, de cuestiones de las que dependen la vida y la muerte, pero mi hombre de cristal despierta compasión, y a mí me sacan de la cama a pesar de que me he pasado la mitad de la noche en vela reflexionando sobre esta historia para averiguar al fin adonde quiere ir a parar.

Ella callaba. Callaba de verdad. Se mordía su labio inferior asombrosamente femenino, sumida en sus pensamientos, y mientras despegaba unas bardanas del vestido que le había entregado Minerva. Su vestido estaba siempre lleno de hojas, bardanas y cagarrutas de conejo; no era extraño, paseaba sin cesar por el bosque. «Elinor Loredan ama tu mundo, Fenoglio, aunque evidentemente nunca lo admitirá… y lo entiende casi tan bien como tú.»

—¿Y… si al menos ganases un poco de tiempo para nosotros? —su voz denotaba más inseguridad de la habitual—. ¡Tiempo para pensar, tiempo para escribir! Tiempo en el que a Resa quizá se le ofrezca una buena oportunidad para prevenir a Mortimer de la urraca y de Birlabolsas. A lo mejor podría rompérsele una rueda a la carroza de Cabeza de Víbora. Porque viaja en una carroza, ¿no?

Caramba. No era ninguna tontería. ¿Por qué no se le había ocurrido a él?

—Puedo intentarlo —gruñó Fenoglio.

—Estupendo —sonrió, aliviada… y su expresión recobró la seguridad—. Le pediré a Minerva que te prepare un té algo más rico —le dijo por encima del hombro—. Te aseguro que el té es mucho mejor que el vino para pensar. Y sé amable con Cuarzo Rosa.

El hombre de cristal la siguió con una sonrisa insoportable, y Fenoglio le dio un empujoncito con el pie que lo tiró de espaldas.

—¡Remueve la tinta, traidor de lengua viscosa! —le espetó mientras el hombre de cristal se incorporaba con expresión ultrajada.

Minerva trajo té. Le habían añadido un poco de limón, y delante de la cueva los niños reían como si todo en el mundo fuera de maravilla.

«¡Pon orden, Fenoglio!», se dijo. «Loredan tiene razón. Tú eres todavía el autor de esta historia. Cabeza de Víbora va camino del Castillo del Lago donde Mortimer lo aguarda. Arrendajo se prepara para su mejor canción. ¡Escríbesela! Escribe a Mortimer hasta el final el papel que interpreta con absoluta convicción, como si hubiera nacido con el nombre que tú le has dado. Las palabras te pertenecen nuevamente. Tienes el libro. Orfeo está olvidado. Esta sigue siendo tu historia. ¡Inventa un buen desenlace!»

Sí. Lo conseguiría. Y la señora Loredan se quedaría por fin sin habla y le tributaría el debido respeto. Pero primero había que detener a Cabeza de Víbora (y olvidar que eso se le había ocurrido a ella).

En el exterior alborotaban los niños. Cuarzo Rosa cuchicheaba con Jaspe que, sentado entre las plumas recién afiladas, le miraba con los ojos como platos. Minerva trajo sopa, y Elinor atisbaba por encima del muro, como si él no pudiera verla. Pero muy pronto Fenoglio dejó de reparar en todo eso. Las palabras lo arrastraron como antaño, lo auparon a su lomo negro como la tinta, lo volvieron ciego y sordo para lo que le rodeaba, hasta que sólo oyó el chirrido de ruedas de un carruaje sobre la tierra helada y el astillarse de la madera lacada en negro. Los dos hombres de cristal le mojaban la pluma en tinta, tan veloces afluían las palabras. Unas palabras magníficas. Las palabras de Fenoglio. Ay, había olvidado la fuerza con la que emborrachan las letras. No había vino que se les pudiera comparar…

—¡Tejedor de Tinta!

Fenoglio alzó la cabeza, irritado. Estaba ya en lo profundo de las montañas, camino del Castillo del Lago, sentía la carne hinchada de Cabeza de Víbora como si fuera la suya propia…

Baptista se presentó ante él con cara de preocupación, y las montañas desaparecieron. Fenoglio había regresado a la cueva, rodeado de bandidos y niños hambrientos. ¿Qué sucedía? ¿Había empeorado el Príncipe Negro?

—Doria ha regresado de una de sus expediciones. El chico está medio muerto, ha tenido que caminar casi toda la noche. Dice que Pardillo se dirige hacia aquí, que conoce la existencia de la cueva. Nadie puede decir quién se la ha revelado —Baptista se frotó las mejillas picadas de viruela—. Tienen perros. Doria afirma que llegarán aquí esta misma noche. Eso significa que hemos de irnos.

—¿Irnos? ¿Adonde?

¿Adónde irían con todos esos niños, algunos de los cuales estaban ya medio locos de añoranza? Al ver el rostro de Baptista, Fenoglio comprendió que tampoco los bandidos conocían la respuesta.

¡Vaya! ¿Qué diría ahora la listísima madame Loredan? ¿Cómo escribir en semejantes circunstancias?

—Comunica al Príncipe que me reuniré con él enseguida.

Baptista asintió. Cuando se volvió, Despina se deslizó a su lado con cara de preocupación. Los niños saben en el acto cuándo algo va mal. Están acostumbrados a adivinar lo que no se les dice.

—¡Ven aquí! —Fenoglio le indicó con una seña que se acercara, mientras Cuarzo Rosa abanicaba las palabras recién escritas con una hoja de arce. Fenoglio subió a Despina a su regazo y le acarició sus claros cabellos. Niños… Perdonaba alguna que otra cosa a sus malvados, pero desde que Pífano cazaba niños sólo deseaba escribir un final, un final sangriento. ¡Ojalá lo hubiera escrito ya! Pero eso ahora tendría que esperar, igual que la canción de Arrendajo. ¿Adónde ir con los niños? «Piensa, Fenoglio. ¡Piensa!»

Desesperado, se frotó la frente arrugada. Cielos, no era de extrañar que pensar le excavara tales surcos en la cara.

—¡Cuarzo Rosa! Trae a Meggie —ordenó con brusquedad al hombre de cristal—. Dile que tiene que leer lo que he escrito, aunque no esté completamente terminado. ¡Debe ser suficiente!

El hombre de cristal salió tan deprisa que volcó el vino que había traído Baptista, y la manta de la cama de Fenoglio se tiñó como si se empapase de sangre. ¡El libro! Preocupado, lo sacó de debajo de la manta mojada.
Corazón de Tinta.
El título todavía le gustaba. ¿Qué pasaría si se mojaban esas páginas? ¿Comenzaría a pudrirse todo su mundo? Pero el papel estaba seco. Sólo una esquina de la tapa se había humedecido ligeramente. Fenoglio la frotó con la manga.

—¿Qué es esto? —Despina le arrebató el libro.

Claro. Seguro que nunca había visto un libro. Ella no había crecido en un castillo o en la casa de un comerciante opulento.

—Un objeto que sirve para guardar historias —respondió Fenoglio.

El anciano oyó cómo Espantaelfos reunía a los niños, oyó las voces alteradas de las mujeres, los primeros llantos. Despina escuchaba preocupada, pero después examinó el libro.

—¿Historias? —la niña pasó las páginas como si esperase que cayeran fuera las palabras—. ¿Cuáles? ¿Nos las has contado ya?

—Esta no —Fenoglio le quitó con suavidad el libro de las manos y miró la página que la niña había abierto. Lo miraron sus propias palabras, escritas hacía tanto tiempo que se le antojaban ajenas.

—¿Qué historia es ésta? ¿Me la cuentas?

Fenoglio miraba sus viejas palabras, escritas por el Fenoglio que ya no era, un Fenoglio cuyo corazón era muchísimo más joven, muchísimo más despreocupado… y menos vanidoso, añadiría seguramente la señora Loredan:
Acontecían grandes prodigios al norte de Umbra. Casi ninguno de sus habitantes los había visto jamás, pero las canciones de los juglares hablaban de ellos, y cuando los campesinos querían escapar por unos preciosos instantes de las fatigosas labores de los campos, imaginaban estar a la orilla del lago del que se decía que los gigantes lo utilizaban como espejo, y se imaginaban cómo las ondinas que al parecer vivían en él salían del agua y se los llevaban con ellas, a palacios hechos de perlas y nácar. Cuando el sudor corría por su rostro, cantaban en voz baja las canciones que hablaban de montañas blancas de nieve y de los nidos que los humanos habían construido en un árbol descomunal, cuando los gigantes comenzaron a robar a sus hijos.

Nidos… árbol descomunal… robar a sus hijos… ¡Cielos, eso era!

Fenoglio cogió a Jaspe y lo colocó encima del hombro de Despina.

—Jaspe te llevará con tu madre —informó antes de pasar a su lado—. Yo he de ver al Príncipe.

«¡La señora Loredan tiene razón, Fenoglio!», pensó mientras se abría paso entre niños agitados, madres llorosas y bandidos indecisos. «Eres un viejo necio con el cerebro nublado por el vino que ya no conoce ni sus propias historias. Seguramente Orfeo sabe ahora de tu mundo más que tú…»

Pero su propio yo vanidoso, que moraba en algún lugar entre su frente y su esternón, lo contradijo en el acto. «¿Y cómo quieres recordar todas las historias, Fenoglio?», le susurró. «¡Son demasiadas! Tienes una imaginación inagotable.»

Sí. Era cierto. Era un viejo presumido. Lo reconocía. Pero le sobraban motivos para serlo.

LOS AYUDANTES EQUIVOCADOS

Nunca sabemos que nos vamos Bromeamos y cerramos la puerta; El destino echa el cerrojo Nos hundimos en el silencio

Emily Dickinson
,
XCIX

Mortola estaba posada en un tejo venenoso, rodeada por hojas casi tan negras como su plumaje. Le dolía el ala izquierda. Los dedos carnosos del criado de Orfeo habían estado a punto de rompérsela, pero la había salvado su pico. Había picoteado su fea nariz hasta hacerle sangre, pero no sabía cómo había logrado salir aleteando de la tienda. Desde entonces sólo podía volar trechos cortos, y lo que era todavía peor: ya no conseguía desprenderse del pájaro, a pesar de que hacía mucho tiempo que no había ingerido ningún grano más. ¿Cuánto hacía que había sido un ser humano? ¿Dos, tres días? La urraca no contaba los días, sólo pensaba en escarabajos y gusanos (¡oh, pálidos gusanos carnosos!), en el invierno, en el viento y en las pulgas de su plumaje.

El último que la había visto con forma humana fue Birlabolsas. Y, sí, haría lo que ella le había susurrado, y asaltaría en el bosque a Cabeza de Víbora. Pero en agradecimiento por el buen consejo la había llamado maldita bruja y había intentado agarrarla para que sus hombres la mataran a golpes. Ella le había mordido la mano, les había hablado echando chispas hasta que retrocedieron a trompicones, y en la maleza había vuelto a tragar los granos para volar hasta Orfeo… sólo para que su criado casi le rompiera el ala. ¡Sácale los ojos de un picotazo! ¡Sácaselos a todos ellos! ¡Clava las garras en sus estúpidos rostros!

Mortola profirió un quejido lastimero, y los bandidos alzaron la vista como si el ave estuviera anunciando su muerte. No comprendían que la urraca era la vieja que habían intentado matar unos días antes. No comprendían nada. ¿Qué querían hacer con el libro sin su ayuda, si éste caía de verdad en sus sucias manos? Eran tan estúpidos como los gusanos pálidos que ella picoteaba en la tierra. ¿Creían que bastaba con sacudir el libro o golpear sus páginas pútridas para que lloviera el oro que ella les había prometido? No. Seguramente no pensaban nada de eso mientras permanecían ahí abajo sentados entre los árboles, esperando a que oscureciera para emboscarse junto al sendero por el que bajaría la carroza negra. Faltaban unas horas nada más para enfrentarse a la Víbora, y ¿qué hacían? Beber aguardiente casero que habían robado a algún carbonero, soñar con un futuro de riquezas y jactarse de cómo matarían primero a la Víbora y después a Arrendajo. ¿Qué hay de las tres palabras?, le habría gustado graznarles a la urraca. ¿Quién de vosotros, majaderos, puede escribirlas en el Libro Vacío?

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