Read Muerte de tinta Online

Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (55 page)

BOOK: Muerte de tinta
11.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Birlabolsas, al menos, había meditado sobre el asunto.

—Y cuando tengamos el libro —balbuceaba debajo de ella—, atraparemos a Arrendajo y lo obligaremos a escribir las tres palabras, y cuando la Víbora esté muerta y nosotros bañados en oro, lo mataremos, porque estoy más que harto de escuchar las estúpidas canciones sobre él.

—¡Sí, en el futuro nos cantarán a nosotros! —farfulló Ardacho, metiendo en el pico de la corneja posada en su hombro un trozo de pan empapado en aguardiente. La corneja era la única que alzaba sin cesar la vista hacia Mortola—. ¡Seremos más famosos que todos ellos! Más famosos que Arrendajo, más famosos que el Príncipe Negro, más famosos que Zorro Incendiario y sus incendiarios. Más famosos que… ¿cómo se llamaba su antiguo jefe?

—Capricornio.

El nombre se clavó como una aguja en el corazón de Mortola, y se encogió en la rama donde estaba posada, mientras la nostalgia de su hijo la estremecía. Ver de nuevo su cara, volver a llevarle la comida, cortar su pelo pálido…

Profirió otro grito estridente, y su dolor y su odio resonaron por el valle oscuro en el que los bandidos pretendían asaltar al señor del Castillo de la Noche.

Su hijo. Su hijo. Su hijo maravilloso y cruel. Mortola se arrancó las plumas del pecho, como si eso pudiera mitigar el dolor de su corazón.

Muerto. Perdido. Y su asesino jugaba a ser el bandido generoso, ensalzado por esa recua de imbéciles que antes había temblado delante de su hijo. En aquella ocasión su camisa se había teñido de rojo y la vida se le escapaba, pero la pequeña bruja lo había salvado. ¿Volvería a susurrar ahora en alguna parte? Les destrozaré la cara a picotazos a ambos, hasta que la criada traidora sea incapaz de reconocerlos… Resa… Ella te vio, Mortola, claro, claro, pero ¿qué puede hacer? Él se fue solo, y ella juega al mismo juego que todas las mujeres en este mundo, a esperar… ¡Oruga!

Picoteó deprisa el cuerpo peludo. Oruga, oruga, gritaba en su interior. Maldito cerebro de pájaro. ¿En qué estaba pensando un momento antes? En matar. Sí. En vengarse. El pájaro también conocía esa sensación. Notó que el plumaje se le erizaba y el pico se hundía en la madera donde estaba posada como si se tratase de la carne de Arrendajo.

Un viento frío atravesó el árbol y sacudió las ramas siempre verdes. La lluvia cayó sobre las plumas de Mortola. Era hora de bajar volando hasta los tejos negros que la ocultarían de los bandidos para intentar librarse de nuevo del pájaro y volver a sentir por fin la carne humana.

Pero el pájaro pensó: ¡No! Es hora de meter el pico entre las plumas y dejar que el rumor de las ramas te acune hasta dormirte. ¡Qué disparate! Se esponjó, sacudió la cabecita estúpida, recordó su nombre. Mortola. Mortola. La madre de Capricornio…

Pero ¿qué era eso? La corneja posada en el hombro de Ardacho sacudió la cabeza y aleteó. Birlabolsas se puso en pie, vacilante, desenfundó su espada y gritó a los demás que lo imitasen. Pero los hombres de la Víbora estaban ya entre los árboles. Su jefe, un hombre delgado con rostro de azor, los ojos inexpresivos de un muerto, hundió la espada en el pecho del primer bandido. Nada menos que tres soldados atacaron a Birlabolsas. Éste los rajó, a pesar de que su mano aún le dolía por el picotazo de Mortola, pero a su alrededor sus hombres caían como moscas.

Oh, claro que cantarían canciones sobre ellos, pero serían canciones de burla sobre los mentecatos que habían osado tender una trampa a Cabeza de Víbora como si fuese un rico comerciante.

Mortola profirió un graznido plañidero mientras debajo de ella las espadas penetraban en los cuerpos. No, esos ayudantes no habían servido para nada. Ahora ya sólo le quedaba Orfeo con su magia de tinta y su voz aterciopelada.

Cara de Azor limpió su espada en la capa de un muerto y miró a su alrededor.

Mortola se encogió involuntariamente, pero la urraca espiaba ansiosa hacia abajo, a las armas fulgurantes. A los anillos y las hebillas de los cinturones. Qué bien adornarían su nido, trayéndole de noche con su brillo las estrellas del cielo.

No quedaba ni un solo bandido en pie. Hasta Birlabolsas estaba de rodillas. Cara de Azor hizo una seña a sus hombres, que se arrastraron hacia él. «¡Vas a morir, imbécil!», pensó con amargura Mortola. «Y la vieja a la que quisiste matar, presenciará tu muerte.»

Cara de Azor preguntó algo a Birlabolsas, golpeó su rostro, lo interrogó de nuevo. Mortola ladeó la cabeza para escuchar mejor, aleteó hasta dos ramas más abajo, protegida por las hojas.

—Estaba moribundo cuando nos fuimos —la voz de Birlabolsas traslucía obstinación, pero también miedo.

El Príncipe Negro. Estaban hablando de él. «Fui yo», quiso graznar Mortola. «Yo, Mortola, lo envenené. Preguntad a Cabeza de Víbora si todavía se acuerda de mí.»

Voló un poco más abajo. ¿No hablaba de niños ese asesino escuálido? ¿Conocía, pues, la existencia de la cueva? ¿Cómo? ¡Ay, ojalá su tonta cabeza fuese capaz de pensar!

Uno de los soldados desenfundó la espada, pero el Azor, con tono rudo, le ordenó que la guardara. Retrocedió, e indicó a sus hombres que lo imitaran. Birlabolsas, todavía de rodillas entre sus hombres muertos, alzó la cabeza, sorprendido. Pero la urraca que momentos antes había querido bajar aleteando para arrancar anillos de dedos exánimes y picotear botones de plata, quedó petrificada en su rama y se estremeció de miedo mientras en el interior de su estúpida cabeza de pájaro una voz gritaba: ¡Muerte, muerte, muerte! Y entonces llegó él, negrura mohosa entre los árboles, su aliento jadeante como el de un perro grande e informe, y sin embargo igual que una persona… un íncubo. Y Birlabolsas suplicó en vez de maldecir, y Cara de Azor lo observó con sus ojos de muerto mientras sus hombres retrocedían, internándose profundamente entre los árboles. El íncubo se abalanzó sobre Birlabolsas como si la noche abriera una boca con mil dientes y le deparó la peor de las muertes.

«¿Qué importa? ¡Fuera con él!», pensó Mortola mientras su cuerpo emplumado temblaba como las hojas del álamo. «¡Fuera con ese idiota! ¡No me ha servido para nada! Ahora tiene que ayudarme Orfeo. Sí. Orfeo…»

Orfeo… Parecía que el nombre tomaba forma en cuanto pensó en él.

No, no podía ser Orfeo el que había aparecido de repente bajo los árboles y ante cuya estúpida sonrisa el íncubo se encogió como un perro.

¿Quién le contó a Cabeza de Víbora lo de los bandidos, Mortola? ¿Quién?

Orfeo observaba los árboles con sus ojos de cristal. Luego alzó la mano, pálida y regordeta, señalando a la urraca, que se encogió cuando su dedo la apuntó.

¡Vuela, Mortola, vuela! La flecha la alcanzó en el aire, y el dolor expulsó al pájaro. Ya no tenía alas cuando comenzó a caer atravesando el aire frío. Fueron huesos humanos los que se rompieron al chocar contra el suelo. Y lo último que vio Mortola fue la sonrisa de Orfeo.

LOS MUERTOS DEL BOSQUE

Toda la tarde era crepúsculo,

Nevaba

Y también nevaría.

El mirlo se posó

En las ramas de un cedro.

Wallace Stevens
,
Trece maneras de mirar un mirlo

Adelante, adelante, siempre adelante. Resa se sentía mal, pero no dijo nada. Y cada vez que Recio se volvía preocupado, ella sonreía para que no aminorase el paso por su causa. Birlabolsas llevaba más de medio día de ventaja, e intentaba no pensar en la urraca.

Corre, Resa, corre. Sólo es un ligero malestar. Mastica las hojas que te dio Roxana, y corre. El bosque que llevaban días atravesando era más oscuro que el Bosque Impenetrable. Ella todavía no había estado en esa parte del Mundo de Tinta. Parecía como si acabara de abrir un capítulo inédito, jamás leído antes.

—Los titiriteros lo llaman el Bosque en el que Duerme la Noche —le había explicado Recio cuando cruzaban una garganta que incluso de día era tan oscura que apenas veía su mano delante de los ojos—. Pero las mujercitas de musgo lo bautizaron como el Bosque Barbudo, por la cantidad de líquenes curativos que crecen en los árboles.

Si, a ella le gustaba más este nombre. La verdad es que por la helada muchos árboles parecían gigantes de edad avanzada.

Recio era un buen rastreador, pero hasta Resa habría podido seguir el rastro que dejaban Birlabolsas y sus hombres. En algunos lugares las huellas de los pies estaban heladas, como si el tiempo se hubiera detenido; en otros, borradas por la lluvia, como si ésta junto con las huellas hubiera arrastrado también a los hombres que las habían dejado. Los bandidos no se habían esforzado por no ser descubiertos. ¿Además, por qué? Los perseguidores eran ellos.

Llovía mucho. Por la noche muchas veces se convertía en granizo, pero por fortuna había siempre bastantes árboles de hojas perennes cuyas ramas los cobijaban de la lluvia. Cuando se ponía el sol, el frío se incrementaba, y Resa se sintió muy agradecida por la capa forrada de piel que le había cedido Recio. A él le debía que pudiese dormir de noche a pesar del frío, a la capa y a las mantas de musgo que Recio cortaba de los árboles para ambos.

Adelante, Resa, siempre adelante. La Urraca vuela deprisa y Birlabolsas es veloz con el cuchillo. Un pájaro chilló ronco entre los árboles y ella alzó la mirada inquieta hacia arriba, pero era una simple corneja, no una urraca, la que la miraba desde lo alto.

—¡Jare! —Recio contestó al pájaro negro con un graznido (hasta los buhos conversaban con él) y se detuvo bruscamente—. ¿Qué demonios significa esto? —murmuró rascándose su pelo cortado al rape.

Resa, inquieta, se quedó parada a su lado.

—¿Qué pasa? ¿Te has perdido?

—¿Yo? ¡No me perdería en mil años en ningún bosque del mundo! Y menos todavía en éste —Recio, agachándose, examinó las huellas en la hojarasca tiesa por el hielo—. Mi primo me enseñó a practicar la caza furtiva aquí. De él aprendí a hablar con los pájaros y a hacer mantas con las barbas de los árboles. Él me enseñó también el Castillo del Lago. Es Birlabolsas quien se desvía del camino, no yo. Va demasiado lejos hacia el oeste.

—¿Tu primo? —Resa lo miró con curiosidad—. ¿También está con los bandidos?

Recio negó con la cabeza.

—Se marchó con los incendiarios —contestó sin mirar a Resa—. Desapareció junto con Capricornio, y nunca regresó. Era un tipo grande y feo, pero yo siempre fui más fuerte, incluso cuando los dos éramos pequeños. Me pregunto a menudo dónde andará. Era un maldito incendiario, pero también mi primo, si entiendes lo que quiero decir.

Grande y feo… Resa evocó a los hombres de Capricornio. ¿Nariz Chata? «La voz de Mo le ocasionó la muerte, Recio», pensó ella. «¿Seguirías protegiendo a Mo si lo supieras?» Sí, seguramente lo haría.

—Comprobemos por qué se desvía del camino —dijo ella—. Sigamos a Birlabolsas.

No tardaron en encontrarlo junto con sus hombres: en un claro, pardo de la hojarasca mustia. Los muertos que yacían allí daban la impresión de haberse caído de los árboles igual que las hojas, y los cuervos picoteaban ya su carne.

Resa los espantó… y retrocedió asustada al ver el cadáver de Birlabolsas.

—¿Qué fue eso?

—Un íncubo —musitó Recio.

—¿Un íncubo? Pero ésos matan de miedo, nada más. ¡Yo lo he visto!

—Sólo cuando se les molesta. Cuando se les permite, también comen.

Mo le había regalado una vez la envoltura de la que había salido una libélula. Bajo la piel vacía aún se dibujaba cada miembro. De Birlabolsas no había quedado mucho más que eso, y Resa vomitó al lado del fallecido.

—Esto no me gusta —Recio examinaba atento la hojarasca empapada de sangre—. Parece que los hombres que los mataron contemplaron al íncubo mientras comía… como si los hubiera acompañado igual que el oso al Príncipe —miró a su alrededor, pero nada se movía. Sólo los cuervos esperaban en los árboles.

Recio estiró a Ardacho la capa por encima del rostro muerto.

—Seguiré las huellas. Averiguaré de dónde venían los homicidas.

—No es preciso —Resa se inclinó sobre uno de los bandidos muertos y levantó su mano izquierda. Faltaba el pulgar—. Tu hermano pequeño me contó que Cabeza de Víbora tiene un nuevo guardaespaldas llamado Pulgarcito. Por lo visto era uno de los torturadores del Castillo de la Noche hasta que su señor lo ascendió. Doria dice que debe su fama siniestra a que corta el pulgar a cada hombre que mata y manda que le fabriquen pequeños pitos con los huesos, para burlarse así de Pífano… Al parecer posee una colección enorme —Resa empezó a temblar a pesar de no tener que preocuparse ya de Birlabolsas—. Ella no podrá protegerlo —musitó—. No, Violante no puede proteger a Mo. ¡Ellos lo matarán!

Recio la levantó y la estrechó torpemente entre sus brazos.

—¿Qué hacemos? —preguntó—. ¿Regresar?

Resa negó con la cabeza. Ellos contaban con un íncubo. Con un íncubo…

—La urraca —añadió acechando a su alrededor—. ¿Dónde está la urraca? ¡Llámala!

—Ya te lo he dicho: ¡no habla como un pájaro! —respondió Recio; no obstante imitó el canto de la urraca.

No obtuvo respuesta, pero justo cuando Recio lo intentaba de nuevo, Resa vio a la muerta.

Mortola yacía algo apartada de los demás. Una flecha asomaba por su pecho. Cuántas veces se había imaginado Resa lo que sentiría cuando viera muerta a la mujer a la que había tenido que servir durante tanto tiempo. Cuántas veces había deseado matar a Mortola con sus propias manos, y ahora, sin embargo, no sintió nada. Unas plumas negras yacían junto a la muerta sobre la nieve, y las uñas de los dedos de la mano izquierda aún se asemejaban a garras de ave. Resa se agachó y cogió la bolsa que colgaba del cinturón de Mortola. Contenía unos granitos negros, los mismos granos que Mortola todavía llevaba adheridos a los labios exangües.

—¿Quién es? —Recio miraba desde arriba incrédulo a la anciana.

—La envenenadora de Capricornio. Seguro que has oído hablar de ella, ¿no?

Recio asintió e, involuntariamente, retrocedió un paso.

Resa se ató al cinturón la bolsa de Mortola.

—Cuando yo era una de sus criadas —sonrió al ver la mirada atónita de Recio—, cuando yo era su criada, decían que Mortola había descubierto una planta cuyas semillas eran capaces de transformar la figura. Las otras criadas la llamaban la «Muerte Pequeña», y decían en voz baja que si se utilizaba con excesiva frecuencia acababa volviéndote loco. Ellas me enseñaron la planta; también se la puede utilizar para matar, pero el otro efecto lo consideré siempre habladurías. Es evidente que estaba equivocada —Resa recogió una de las plumas negras y la depositó sobre el pecho de Mortola destrozado por el disparo—. Entonces se dijo que Mortola había renunciado a utilizar la «Muerte Pequeña» porque estando transformada en pájaro un zorro estuvo a punto de matarla. Cuando vi a la urraca en la cueva, pensé enseguida que era ella.

BOOK: Muerte de tinta
11.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Once She Was Tempted by Barton, Anne
Finding North by Carmen Jenner
Brief Lives by Anita Brookner
Phantom by Thomas Tessier
From Embers by Pogue, Aaron
One Hot Murder by Lorraine Bartlett
Brick Lane by Monica Ali