Authors: Christopher Moore
Fu
El intercomunicador sonó cuando Fu acababa de poner en la centrifugadora los viales con sangre de Abby. La conectó y miró a Abby, tumbada en la cama. Parecía tan en paz, no muerta, drogada y callada. Casi feliz pese a tener cola. Los policías no lo entenderían. Corrió de vuelta al salón y sacudió a Jared sacándolo del trance en que había entrado con el juego de su consola. Fu podía oír la banda sonora de death metal que salía de sus auriculares, minúsculos chirridos y minúsculos ritmos de sierra eléctrica, como ardillas furiosas follándose un mirlitón dentro de un tarro de mayonesa cerrado.
—¿Quéeeeee? —dijo Jared, quitándose los auriculares.
—Hay alguien en la puerta —susurró Fu—. Esconde a Abby.
—¿Esconderla? ¿Dónde? El armario está lleno de chorradas médicas.
—Entre el colchón y el somier. Es flaca. Podrás meterla ahí.
—¿Y cómo va a respirar?
—No necesita respirar.
—Mola.
Jared fue al dormitorio, Fu al intercomunicador.
—¿Quién es? —dijo, apretando el botón. Tenía que haber instalado una cámara. Son fáciles de conectar y en Stereo World hacían descuento. Estúpido.
—Déjame entrar, Steve. Soy Tommy.
Fu pensó por un segundo que se meaba encima. Aún no había acabado el láser ultravioleta de alta intensidad, y Abby no se había traído la chupa solar. Estaba indefenso.
—Comprendo que estés enfadado —dijo Fu—, pero fue idea de Abby. Yo quería volver a convertirte en humano, como tú querías. —Joder, joder, joder. Tommy iba a matarlo. Era humillante. El tío no tenía ni una sola licenciatura. Iba a ser asesinado por un retrasado no muerto anglo, aficionado a las artes y que recitaba poesía.
El timbre volvió a sonar. Fu dio un salto y pulsó el intercomunicador.
—Yo no quería hacerlo. Le dije que era cruel meteros ahí.
—No estoy enfadado, Steve. Necesito ver a Jody.
—No está aquí.
—No te creo. Déjame pasar.
—No puedo. Tengo cosas que hacer. Cosas científicas que no entenderías. Tienes que irte. —Vale, ahora hablaba como un retrasado.
—Puedo entrar, Steve, por debajo de la puerta o por las rendijas de las ventanas, pero estaría desnudo cuando volviera a hacerme sólido. Y nadie quiere eso.
—No sabes cómo hacerlo.
—He aprendido.
—Oh, eso mola —dijo Fu. Mierda, mierda, mierda. Podía mantener la puerta cerrada y ponerle precinto antes de que Tommy se colara. El salón ya estaba precintado para contener la niebla de ratas.
—Déjame pasar, Fu. Tengo que ver a Jody y tengo que comer. Aún tienes bolsas de sangre, ¿verdad?
—Nop. Lo siento, se han acabado. Y Jody no está. Y he puesto lámparas solares por todo el
loft
. Te quemarías. —Sí que tenía bolsas de sangre. De hecho le quedaban hasta algunas con el sedante que había usado para dejar inconsciente a Abby.
—Steve, por favor, tengo hambre y estoy maltrecho, y he estado viviendo en un sótano con un montón de gatos vampiro, y si me convierto en niebla me robarán el traje nuevo mientras yo esté arriba partiéndote el cuello con todo el aparato al aire.
Fu intentaba pensar algún farol mejor cuando una manga negra pasó ante él y escuchó el zumbido que abría la puerta de abajo. Alzó la mirada hacia Jared.
—¿Qué coño has hecho?
—Hola —dijo Tommy al oído de Fu.
—Sonaba muy triste —dijo Jared.
Los Ancianos
Los tres despertaron al ponerse el sol, dentro de una bóveda de titanio situada bajo el puente de mando, y examinaron los monitores que los conectaban con todo el barco negro como si fuera un sistema nervioso.
—Despejado —dijo el varón, que era alto y rubio y había sido delgado en vida, por lo que seguía siéndolo y seguiría siéndolo eternamente. Vestía un kimono de seda negra.
Las dos mujeres abrieron la escotilla y salieron a lo que parecía una cámara frigorífica. El varón cerró la escotilla, pulsó un botón oculto tras un estante y un panel de acero inoxidable se deslizó cerrando la escotilla. Salieron del frigorífico al vacío salón.
—Odio esto —dijo la mujer africana. En vida había sido etíope, descendiente de la realeza, con una frente amplia y grandes ojos rasgados como los de un gato. «Salomón perdió el corazón ante este rostro», le había dicho Elijah al matarla mientras le sujetaba la cara entre las manos. Y por eso la llamó Makeda, como la legendaria reina de Saba. No recordaba cuál era su verdadero nombre, pues lo había tenido solo durante dieciocho años y hacía siete siglos que era Makeda.
—Es diferente —dijo la otra mujer, una belleza de pelo negro nacida en Córcega cien años antes que Napoleón. Su nombre había sido Isabella. Elijah siempre la llamaba Belladonna. Respondía al nombre de Bella.
—No es tan diferente —comentó Makeda, subiendo la primera por las escaleras que llevaban al puente—. Me siento como si acabáramos de hacer esto mismo. Porque lo hicimos… ¿cuándo?
—Hace ciento cincuenta años, en Macao —respondió el hombre. Se llamaba Rolf, y era el mediano de los tres, el pacificador, convertido por Elijah en tiempos de Lutero.
—¿Veis lo que quiero decir? —dijo Makeda—. Lo único que hacemos es viajar limpiando sus desastres. Como vuelva a hacerlo, me encargaré de que el chaval lo saque a cubierta durante el día y lo grabe en vídeo mientras arde. Lo veré todas las noches en la pantalla grande del comedor y me reiré.
¡Ja!
Makeda era una mocosa malcriada, pese a ser la más vieja.
—¿Y si morimos con él? —preguntó Rolf—. ¿Y si nos despertamos en la bóveda envueltos en llamas? —Tocó una consola de cristal negro y en el mamparo se abrió un panel. El puente de mando, lo bastante grande como para acoger una fiesta de treinta personas, era todo de caoba, acero inoxidable y cristal negro. La parte de la proa estaba abierta al cielo de la noche. Sin tener en cuenta la rueda del timón, parecía un enorme féretro art déco diseñado para surcar el espacio.
—Yo he muerto antes —dijo Makeda—. No es tan malo.
—No lo recuerdas —dijo Bella.
—Puede que no. Pero no me gusta esto. Odio los gatos. ¿No deberíamos tener gente para esto?
—Teníamos gente —comentó Rolf—. Te los comiste.
—Vale —repuso Makeda—. Dame mi traje.
Rolf volvió a tocar la consola de cristal y se abrió otro mamparo descubriendo un armario con equipo táctico. Makeda sacó tres trajes ajustados negros; entregó uno a Rolf y otro a Bella. Entonces se deslizó fuera de su vestido rojo de seda y se estiró, desnuda, con los brazos extendidos como una victoria alada, echando la cabeza hacia atrás, apuntando con los colmillos a las estrellas.
—Hablando de gente —dijo Bella—. ¿Dónde está el chico? Tengo hambre.
—Cuando nos despertamos estaba dando de comer a Elijah —dijo Rolf—. Ahora vendrá.
Elijah estaba abajo, en una bóveda similar a la de ellos, solo que la del vampiro primario era hermética, aislada del exterior y provista de un sistema de esclusas de aire para que el chico pudiera alimentarlo.
—Paz, mis temidos no muertos —dijo el pseudohawaiano al aparecer por la escalera, descalzo y sin camisa, llevando una bandeja con copas de cristal—. El
catán Kona trae manduca
, ¿estamos?
Cada uno de los vampiros hablaba una docena de idiomas, pero ninguno de ellos tenía ni la menor idea de qué coño decía Kona.
Cuando el rastafari rubio vio a Makeda estirándose, se detuvo en seco y estuvo a punto de tirar las copas.
—Oh, por el dulce amor de Jehová, hermana, eres un pastelito ahumado que la pone tan tiesa como al hermano que necesitaba estamparse contra la hermana plateada del Rolls-Royce, ¿sabes?
—¿Eh? —dijo Makeda abandonando su postura de Nike para mirar a Rolf.
—Creo que ha dicho que le encantaría violarte como si fueras el adorno de la capota de un coche —dijo Rolf, cogiendo de la bandeja una de las copas para coñac y moviendo el líquido bajo la nariz—. ¿Atún?
—Recién pescado, hermano —dijo Kona, con problemas para mantener la bandeja en equilibrio mientras se encogía para ocultar la erección que le deformaba los pantalones.
Bella cogió su copa y sonrió mientras se volvía para mirar la ciudad al otro lado del ventanal. La Pirámide de Transamérica estaba iluminada ante ellos, con la torre Coit justo a la derecha, sobresaliendo de Telegraph Hill como un gran falo de cemento.
Makeda dio un elegante paso hacia Kona.
—¿Debería dejar que me hiciera un masaje con aceite, Rolf? ¿Crees que tengo la piel seca?
—Pero no te lo comas —dijo Rolf. Se sentó en uno de los asientos del capitán, se aflojó el cinto del kimono negro y empezó a ponerse el traje de Kevlar por los pies.
—Qué bien —dijo Makeda. Dio un paso más hacia Kona, sujetó el traje de Kevlar ante ella, y lo soltó. Un instante después se había convertido en niebla y se filtraba dentro del traje, llenándolo como si alguien hubiese hinchado dentro una balsa de emergencia con forma de mujer. Cogió la última copa en el aire cuando Kona se estremeció e inclinó la bandeja.
—¿Me masajearás luego con aceite, Kona? —dijo Makeda, parándose ante el surfero mientras este se encogía de miedo.
—No hay necesidad, colega, tu piel
dabuten
. Pero este lo lleva mal. —Se llevó la mano al pecho y aventuró una mirada hacia ella—. Por favor.
—Te toca a ti —dijo Bella con una sonrisa y los labios rojos por la sangre de atún.
—Bueno, vale —dijo Makeda—. Pero con un vaso.
Kona buscó en el bolsillo de sus pantalones y sacó un vaso de chupito, que sostuvo ante la cabeza con ambas manos, como un monje budista recibiendo almas.
Ella se llevó el pulgar a un colmillo y dejó que su sangre gotease en el vaso de Kona. Al cabo de diez gotas, apartó el pulgar y se lo lamió.
—Esto es todo lo que recibirás.
—Oh,
mahalo
, hermana. Jehová te quiere —dijo Kona, bebiéndose la sangre y lamiendo el vaso, mientras Makeda lo miraba y bebía su sangre de atún.
Pasado un minuto, cuando el pseudohawaiano aún lamía el vaso y jadeaba como si estuviera levando el ancla a mano, le quitó el vaso y lo mantuvo lejos de él.
—Ya has acabado —le dijo.
—Comebichos —dijo Bella, disgustada. Ya se había puesto el traje y se había bebido la copa de sangre.
—Oh, a mí me parece mono —dijo Makeda, revolviéndole los rizos a Kona. Este la miraba con los ojos entornados, con la boca abierta, babeando—. Puede que al final sí que le deje frotarme con aceite.
—Pero no te lo comas —dijo Rolf.
—Deja de decir eso. No me lo voy a comer —repuso Makeda.
—Es capitán titulado. Lo necesitamos.
—Que vale. No me lo voy a comer.
Bella se acercó a Kona, le arrancó un rizo de la cabeza y lo usó para atarse el pelo negro que le llegaba a la cintura. El surfero ni reaccionó.
—Comebichos —repitió.
Rolf volvió al armario para coger y montar diversas partes de armas.
—Debemos irnos. Coged una capucha y guantes que hagan juego con las gafas de sol. Elijah dijo que tenían alguna clase de armas solares.
—Esto es diferente —dijo Bella, cogiendo todo el equipo de alta tecnología del armario de armamento, además de una larga gabardina para cubrirlo todo—. En Macao no teníamos nada de esto.
—Mientras no te aburras, cariño —dijo Rolf.
—Odio a los gatos —dijo Makeda al ponerse los guantes.
Marvin
Marvin, el gran perro rojo buscador de cadáveres, había hecho su trabajo. Se sentó y ladró, lo cual traducido del perro significaba: «Galleta».
Nueve cazadores de vampiros se detuvieron y miraron a su alrededor. Marvin se había sentado ante un pequeño cobertizo para herramientas situado en un callejón de la región del vino, tras un restaurante indio especialmente desagradable.
—Galleta —ladró Marvin. Podía oler a muerto en medio del curri. Pegó en el suelo con la pata.
—¿Qué hace? —dijo Lash Jefferson.
Tanto Jeff como Troy Lee y él llevaban rifles de agua Super Soaker cargados con el remedio para gatos vampiro de la abuela Lee, mientras los demás Animales cargaban a la espalda con aspersores de jardín, menos Gustavo, que consideraba que hacerle cargar con un aspersor de jardín era perpetuar un estereotipo racial. Gustavo llevaba un lanzallamas. No quería decir de dónde lo había sacado.
—La segunda enmienda, cabrones.
(El tipo que le había vendido a Gustavo la tarjeta de residencia había incluido la compra de dos enmiendas de la Declaración de Derechos, y Gustavo había elegido la dos y la cuatro, el derecho a portar armas y el de no ser registrado ni incautado. (Su hermana Estella había tenido ataques de niña. No bueno.) Por cinco pavos extra incluía la tercera Enmienda, que prohíbe el alojamiento de soldados en casas privadas, y Gustavo decidió comprarla porque ya compartía con diecinueve primos una casa de tres habitaciones en Richmond y no había sitio para soldados.)
—Esa es su señal —dijo Rivera. Llevaba la cazadora de diodos ultravioleta y se sentía un completo gilipollas—. Cuando se sienta y hace eso con la pata es que ha encontrado un cuerpo.
—O un vampiro —añadió Cavuto.
—Galleta —ladró Marvin.
—Se está quedando contigo —repuso Troy Lee—. Aquí no hay nada.
—Igual dentro del cobertizo —sugirió Lash—. No está cerrado.
—¿Quién deja algo abierto en este barrio? —preguntó Jeff.
—Mi galleta, por favor —insistió Marvin. Tenían un acuerdo: «En compensación por encontrar cosas muertas, el perro de cadáveres, en lo sucesivo Marvin, recibirá una galleta». La cosa tenía cierta flexibilidad y Marvin comprendía que en este caso no buscaban humanos muertos sino gatos muertos, y que no debía comerse los hallazgos pese a ser inherentemente sabrosos—. Galleta —repitió. ¿Dónde estaba la galleta? Hacía meses que los había conducido a las cosas muertas. (Bueno, le parecían meses. Marvin no era muy bueno con los tiempos.)
—Abridlo —dijo Troy Lee—. Os cubriremos.
Rivera y Cavuto se acercaron al cobertizo, que era de aluminio y tenía un techo con forma de granero estilo antiguo. Los Animales se desplazaron en semicírculo y apuntaron al cobertizo con sus armas. (Cuando la abuela Lee se dio cuenta de que no habría petardos prefirió quedarse en casa viendo la lucha libre por televisión.)
—A la de tres —dijo Rivera.
—Esperad —intervino Cavuto. Se volvió hacia Gustavo—. No fuego. ¿Comprende? No enciendas el puto lanzallamas.