—Serás desgraciado —repuso avanzando hacia mí, y tuve la sensación de haber cometido un error al provocarlo, pues cuando se acercó advertí que era más robusto de lo que había creído al principio, y vi que sus manazas se habían apretado en puños. La fortuna quiso que justo cuando se inclinaba para levantarme en vilo del suelo de piedra, una llave girara en la cerradura y la puerta se abriera de par en par para revelar nada menos que al alguacil.
Éste nos echó un rápido vistazo en nuestras desafortunadas posturas, yo levantado del suelo por el cuello, con los pies colgando en el aire, y el puño del tipo a punto de golpearme.
—Un instante más y este tipo te habría dado bien dado —comentó con despreocupación el alguacil, como si no pudiese haberle importado menos qué nos pasara a cualquiera de los dos y estuviese muy dispuesto a presenciar cómo tenía lugar el asalto.
—Sal de aquí, guardia, y déjame acabar la faena —espetó el señor Wilberforce—. Ha levantado una calumnia contra mi mujer y obtendré mi desagravio o me iré al infierno.
—Te irás al infierno, entonces —repuso el alguacil, al tiempo que se acercaba para apartarlo de un empujón; la mano de mi atacante me soltó el cuello y me desplomé en el suelo, no por primera vez ese día. Me toqué la garganta, preguntándome si mi voz seguiría intacta y volvería a cantar alguna vez. También pensé que mi cuerpo, bajo la ropa, debía de ser un arco iris de cárdenos y azules, tras las vejaciones padecidas en las últimas horas.
—En pie, chico —espetó el alguacil dirigiéndome un ademán, y me incorporé lentamente.
—No puedo —me quejé con un hilo de voz—. Estoy molido.
—En pie —repitió él, pero en tono más severo y dando un paso hacia mí con tal ponzoña que no tardé en recuperar el equilibrio y ponerme en vertical.
—¿Nos vamos ya a la gayola? —quise saber, pues aunque no me deleitaba la idea de seguir allí con mi violento compañero, aún me entusiasmaba menos el concepto de mi prolongada encarcelación—. ¿No hay más juicios que oír antes de marcharnos? ¿Ha quedado Spithead limpia de pecadores?
—Acompáñame —ordenó el alguacil, asiéndome del brazo para sacarme a tirones de la celda—. Y tú quédate de momento donde estás —añadió para el señor Wilberforce—. Volveré por ti enseguida, cuando llegue el carruaje.
—No irás a dejarlo marchar, ¿no? —exclamó mi antiguo compinche al verme arrebatado de sus garras—. Ese chico es una amenaza para la sociedad, una auténtica amenaza. Si sólo hay espacio para uno de nosotros en prisión, lo justo es que sea para él, pues tiene un año que cumplir y a mí no me corresponde ni una cuarta parte de ese tiempo.
—Cállate ya —espetó el alguacil tirando de la puerta para cerrarla—. Pagará por su crimen, descuida.
—Daré recuerdos de tu parte a tu mujer —exclamé cuando la puerta de la celda se cerraba, y al punto oí al señor Wilberforce arremeter y golpear el marco con los puños—. ¿Y qué me espera a mí ahora? —pregunté al guardia cuando éste me precedió por el pasillo; era el primer tipo que ese día no había sentido la necesidad de arrastrarme detrás como un perro con correa.
—Tú sígueme y calla. El juez Henderson desea celebrar audiencia.
Se me cayó el alma a los pies. ¿Acaso el viejo habría consultado con la policía de Portsmouth para llegar a la conclusión de que yo era un mal bicho y que un año no era condena suficiente? Quizá me mandarían allí más tiempo, o recibiría primero unos azotes.
—Pero ¿de qué va la cosa? —insistí, ansioso por saberlo para poder preparar mis argumentos por el camino.
—Dios sabe —respondió encogiéndose de hombros—. ¿Crees acaso que confía en gente como yo?
—No —admití—. No eres lo bastante importante.
Se detuvo y me fulminó con la mirada, pero entonces meneó la cabeza y continuó. Pensé que no era tan irascible como algunos que rondaban por allí.
—Limítate a acompañarme, chico —repuso—. Y nada de entretenerte, si sabes lo que te conviene.
Yo sí sabía lo que me convenía y me habría encantado decírselo. Lo conveniente habría sido mi inmediata liberación en las calles de Spithead con una mera reprimenda y la promesa por mi parte de dedicar mi vida entera a ayudar a los pobres y tullidos, y de no volver a posar mis ojos en los bienes ajenos. Pero no abrí el pico. En lugar de ello, lo seguí hasta una gran puerta de roble. Llamó a ella con fuerza y me pasó por la cabeza que detrás de aquella puerta se hallaría mi salvación o mi condena. Inspiré hondo y me preparé para lo peor.
—¡Pasen! —se oyó del interior, y el alguacil abrió la puerta y se hizo a un lado.
No me sorprendió que la habitación del juez fuese mucho más bonita que cualquier otra que hubiese visto hasta entonces en un juzgado. Un fuego ardía en la chimenea y sobre la mesa se había dispuesto una bandeja con carne junto a un cuenco de sopa para la cena de aquel viejo despreciable. Estaba sentado a la mesa, con una servilleta remetida por el cuello, y daba buena cuenta de la comida. Al verlo, mi estómago despertó y clamó por sus derechos; no había tomado nada desde la mañana y había padecido enormemente desde entonces.
—El chico en persona —comentó el juez alzando la vista hacia mí—. Pasa, pasa, truhán, y ponte bien derecho cuando te hable. Gracias, alguacil —añadió en voz más alta y mirando al guardia—. Eso es todo por el momento. Puede cerrar la puerta.
El guindilla hizo lo que le decían y el juez tomó otro largo sorbo de sopa antes de limpiarse la boca con la servilleta y quitársela del cuello. Se arrellanó entonces y aguzó la vista, relamiéndose, antes de formar un campanario con los dedos índices para mirarme fijamente. Me pregunté si iba a ser el siguiente plato en su menú.
—John Jacob Turnstile —anunció tras una larga pausa, pronunciando cada sílaba como si mi nombre fuera un fragmento de una poesía—. Menudo granuja estás hecho.
Fui a responder con una categórica negativa cuando un escalofrío me recorrió el cuerpo, como el que se siente cuando un fantasma ronda por la habitación o alguien ha pisado tu tumba, y sentí otra presencia cercana. Rápido como el rayo, volví la cabeza y a quién vi sentado en una butaca detrás de mí, de tal modo que no lo había visto al entrar, sino al caballero francés, el mismo cuyo reloj me había agenciado unas horas antes. Sorprendido, solté un improperio y él sonrió con un gesto de condescendencia, pero Henderson no pensaba tolerar esa clase de lenguaje en sus habitaciones privadas.
—Haz el favor de no ser grosero, chico —espetó.
Me volví hacia él y bajé la vista al suelo.
—Me disculpo de todo corazón, señoría —dije—. No pretendía faltar al respeto; las palabras han salido de mi boca antes de poder contenerlas.
—En este sitio impera la ley —me recordó él—. La ley del rey. Y no permitiré que lo mancille la sucia lengua de los de tu calaña.
Asentí con la cabeza. La habitación quedó de nuevo en silencio y me pregunté si el caballero francés hablaría, pero permaneció callado por el momento y le correspondió al juez iniciar la conversación.
—Señorito Turnstile —me dijo al fin—, ¿reconoces al caballero que está sentado detrás de ti?
Me volví de nuevo hacia él, para comprobar que los ojos no me habían engañado, y miré de nuevo al juez asintiendo con la cabeza, avergonzado.
—Para mi eterna ignominia, así es —repuse—. Es el mismísimo elegante caballero ante el que me he deshonrado esta mañana. Aquí me tiene, un tipo de lo más infame.
—Infame es una palabra demasiado modesta, señorito Turnstile —opinó el juez—. Demasiado modesta, desde luego. Te has comportado como un monstruo, como un pícaro truhán; no has sido mejor que un carterista de la más baja calaña.
Me pasó por la cabeza que debería señalar que eso era precisamente lo que era, que era ése el mundo en que me habían criado, pues nunca había conocido el auxilio de una madre o un padre, pero la sensatez impuso sus virtudes y me selló los labios, advirtiéndome que no eran ésas las palabras que él quería oír.
—Le pido mil perdones por mis actos —dije en cambio, y entonces, dirigiéndome al caballero francés, hablé con algo que se acercaba a la honestidad—: Usted se ha mostrado amable conmigo. Y me ha hablado de una forma que me ha hecho sentir más de lo que soy. Me disculpo por haberle defraudado. Si pudiese enmendar mis actos, lo haría.
El caballero asintió con la cabeza y pensé que parecía emocionado por mis palabras, para mi propia sorpresa, sinceras. Se había mostrado en efecto atento conmigo al iniciarse nuestra conversación. Y me había hablado como si hubiese algo más que una molienda de telarañas entre mis orejas, lo cual para mí era un lujo bien poco frecuente.
—¿Qué opina usted, señor Zulú? —preguntó entonces el juez, mirando al francés—. ¿Es prometedor el muchacho?
—Es Zéla —respondió el caballero en tono cansino, y sospeché que había corregido ese error de pronunciación en más de una ocasión desde que entró en la habitación antes que yo—. No soy de origen africano, señor Henderson. Nací en París.
—Acepte mis disculpas, señor —repuso el juez, y capté en su tono que no podía importarle menos y que simplemente deseaba que aquella entrevista llegara a una conclusión feliz lo antes posible. Miré al caballero y me pregunté quién podría ser para ejercer semejante dominio sobre un perro rabioso como el señor Henderson.
—Sin embargo, parece el candidato ideal —dijo entonces el señor Zéla, y me preguntó—: ¿Cuánto mides, muchacho?
—Algo más de metro y medio, señor —respondí sonrojándome un poco, pues había quien decía que era más bien bajito, una lacra que había llevado toda la vida.
—Y tienes catorce años, si no me equivoco.
—Catorce años, exactamente —contesté, y añadí—: Y dos días.
—La edad perfecta —comentó, poniéndose en pie y acercándose a mí. He de conceder que era un hombre de muy buena figura: alto y flaco, con un aire de elegancia pero cierta generosidad en la mirada, como si no fuera de los que disfrutan complicando la vida a los demás—. Me pregunto si te importaría abrir un momento la boca.
—¿Que si le importaría? —soltó el juez con una risotada—. ¿Qué más da que le importe o no? ¡Abre la boca, chico, y haz todo lo que el caballero te pida!
Prescindiendo de tales gruñidos, decidí concentrar la atención en el caballero francés. «Puede ayudarme —me dije—. Quiere ayudarme». Abrí la boca; él me cogió del mentón (que desapareció por completo bajo su mano) y escudriñó en su interior para verme los dientes. Me sentí como un caballo.
—Muy sana —comentó al cabo—. ¿Cómo ha logrado un chico como tú mantener las piezas dentales en tan buen estado?
—Comiendo manzanas —respondí con seguridad—. Todas las que puedo. Van muy bien si haces rechinar mucho los dientes, o eso me han dicho siempre.
—Bueno, pues a ti te ha dado buen resultado, de eso no cabe duda —replicó, sonriéndome un poco—. Levanta los brazos, muchacho.
Los extendí ante mí y él me oprimió los costados y luego el pecho, pero me tocó como lo habría hecho un médico y no para otra cosa. No parecía de ésos.
—Eres un chico sano, me parece —concluyó—. Tu postura es correcta y tienes una buena osamenta. Eres más bien bajo, pero eso no es ningún defecto.
—Gracias, señor —contesté, pasando por alto el último comentario—. Es muy generoso por su parte.
El señor Zéla asintió y miró al juez.
—Creo que puede ser adecuado —anunció alegremente—. Sí, puede ser muy adecuado.
¿Adecuado para qué? ¿Para la liberación inmediata? Miré a uno y a otro y me pregunté qué me deparaba el destino.
—Estás de suerte, chico —comentó el señor Henderson, y cogió un hueso del plato para roerlo de forma repugnante—. ¿Qué te parecería evitar un año entero en prisión, eh?
—Me gustaría mucho —contesté—. Estoy muy arrepentido de mis pecados, palabra de honor.
—Eso carece de importancia —comentó el juez, seleccionando otro pedazo para examinarlo en busca de las partes más selectas—. Señor Zéla, ¿le importaría hacerle saber al chico qué le espera?
El caballero francés volvió a su asiento y me miró de arriba abajo unos instantes; pareció estar considerando algo, y asintió entonces con la cabeza como si hubiese tomado una resolución en firme.
—Sí, estoy decidido —anunció, más para sí que para otro—. ¿Te has hecho alguna vez a la mar, muchacho?
—¿A la mar? —pregunté, y se me escapó una risita—. Qué va.
—¿Y te gustaría hacerlo?
Consideré la idea unos instantes.
—Quizá me gustaría, señor —repuse con cierta cautela—. ¿En calidad de qué exactamente?
—Hay un barco anclado no muy lejos de aquí —me explicó entonces—. Un barco con una misión muy particular de gran importancia para su majestad.
—¿Conoce usted al rey, señor? —pregunté, abriendo mucho los ojos por hallarme tal vez ante alguien que podía haber estado en presencia de la realeza.
—Sí, he tenido ese gran placer —repuso él en voz baja, pero sin dar a entender que se considerara un tipo estupendo por ello.
Musité un improperio de puro asombro y el señor Henderson asestó un puñetazo en la mesa y soltó otro en respuesta.
—Ese barco —continuó el señor Zéla, haciendo caso omiso de nosotros— ha de zarpar hoy mismo en esa misión, y ha surgido un pequeño contratiempo, pero creo que tú, mi señor Turnstile, puedes ayudarnos a resolverlo.
Asentí y traté de adelantarme a su historia para comprender qué iba a requerir de mí.
—Un jovencito —prosiguió—, un muchacho de tu edad, de hecho, que tenía un sitio a bordo como paje del capitán, estaba recorriendo la pasarela ayer por la tarde a un paso no muy adecuado para lo mojada y resbaladiza que estaba la madera, y bueno, resumiendo, se ha roto las piernas y no está en condiciones de caminar, no digamos ya de navegar. Se ha sugerido que había bebido, pero eso no nos incumbe a los efectos de esta conversación. Es preciso encontrar un sustituto, pero sin demora, pues el barco ha sufrido ya bastante retraso por culpa del tiempo y debe zarpar hoy mismo. ¿Qué me dices, señor Turnstile? ¿Estás dispuesto para la aventura?
Reflexioné. Un barco. El criado de un capitán. Yo diría que sí lo estaba.
—¿Y la prisión? —quise saber—. ¿Van a perdonármela?
—Si das lo mejor de ti a bordo —intervino el señor Henderson, aquel viejo elefante ignorante—. Si no, cumplirás tu condena al regreso, por triplicado.
Fruncí el entrecejo. Aquello sí que era un arreglo.
—Y el tal viaje —le dije al señor Zéla—, ¿puedo preguntar cuánto ha de durar?