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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Motín en la Bounty (49 page)

BOOK: Motín en la Bounty
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—¿Tú, Turnstile? —preguntó con un tono que revelaba decepción.

—Sí, señor. Lo tenía en las manos, trataba de ensartar un pez. Y de pronto se me escurrió y desapareció.

El capitán inspiró hondo, negó con la cabeza y aguzó la mirada para observarme mejor.

—¿Cuándo ocurrió eso? —quiso saber.

—Hace dos días. A la puesta de sol.

—¿Hace dos días, y te parece bien admitirlo ahora?

—Lo siento, señor. Lo siento de verdad.

—Sí, ya puedes sentirlo —exclamó David Nelson, el botánico, poniéndose en pie, pese a que solía ser más plácido que un pato en una charca—. Sólo teníamos dos arpones, y ahora sólo uno. ¿Cómo vamos a sobrevivir? ¿Y si nos encontramos con más salvajes?

—Siéntese, hombre —bramó el capitán, y Nelson se volvió hacia él sin obedecerlo de inmediato.

—Pero, capitán —protestó—, el muchacho ha mentido y…

—No ha mentido sobre nada, tan sólo ha omitido decir la verdad. La distinción es sutil, se lo concedo, pero de todos modos existe una diferencia. Le digo que se siente, señor Nelson, y tú, Turnstile, ven aquí.

El botánico volvió a ocupar su sitio, todavía refunfuñando, y yo avancé lentamente hacia la proa, pasando entre los demás hombres que me dirigieron miradas asesinas y murmuraron comentarios mentándome la madre, como si yo hubiese conocido a esa honrada mujer. El capitán estaba de pie con los brazos en jarras y tragué saliva al llegar hasta él.

—Le ruego que me disculpe, señor. Fue un accidente.

—A todos nos ocurren accidentes —concedió—. Pero ¿cómo vamos a sobrevivir si no somos sinceros unos con otros? Mira a los señores Lamb y Linkletter.

Me volví a mirar a aquellos dos, sentados a ambos lados del bote con pequeños cubos y achicando agua del cascarón, una tarea que se había convertido en parte tan constante de nuestra singladura como remar o el dolor de barriga.

—Si cualquiera de ellos perdiera el cubo, ¿no te parece que sería importante que nos informaran de ello y admitiesen la pérdida?

—Sí, señor, por supuesto.

—Bueno, debes ser castigado por ello —anunció—. Todo el día de hoy harás un doble turno a los remos, y que eso te sirva de lección. —Y me propinó un coscorrón para rematarlo—. Señor Samuel, deje que Turnstile ocupe su sitio.

El secretario del capitán se incorporó y yo ocupé su sitio. Empecé a remar, con el rostro ardiendo de vergüenza, consciente de las miradas de oprobio que recibía de los demás, pero no me importaron. Al día siguiente se habría olvidado. Teníamos mayores preocupaciones.

Día 16: 13 de mayo

Ese día no sucedió nada de interés para nadie. No hubo más que tedio. Tedio y hambre.

Día 17: 14 de mayo

Fue un mal día que empeoró aún más cuando desperté en plena noche por culpa de una ola que descargó directamente sobre mi persona. Escupí agua y me senté, preguntándome por qué los siete u ocho hombres que dormían a mi lado y encima de mí no se habían despertado también. Sin duda tuvo que ver con el hecho de que para entonces estaban tan cansados y débiles que habría hecho falta algo más que una salpicadura de agua para despertarlos. Miré alrededor y me sorprendió ver al capitán sentado detrás de mí en popa, pues su sitio habitual era en proa; percibió mi mirada y se volvió hacia mí.

—¿No duermes, Turnstile? —preguntó en voz queda.

—Dormía, pero me he despertado.

—Intenta volver a dormir. —Miró de nuevo el agua; había luna llena, lo que confería a su rostro un aspecto espectral—. Todos debemos descansar mientras podamos para conservar las fuerzas.

—¿Está usted bien, señor? —pregunté pasando por encima del cuerpo de Robert Lamb, que roncaba, para sentarme al lado del señor Bligh—. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?

—Ya no estamos en la
Bounty
, muchacho —respondió con tristeza—. Hay bien poco que puedas hacer por mí. Perdí el barco, ¿recuerdas?

—Recuerdo que se lo robaron, señor. Recuerdo que se lo arrebataron, unos amotinados y piratas.

—Sí, pero no volveré a verlo, eso lo sé.

Asentí en silencio y procuré pensar en algo que lo animara. Era una situación extraña, con tantos hombres reunidos allí en tiempos difíciles y no sólo el capitán y su criado. Deseaba decirle algo que lo hiciera sentir como el hombre jovial de antaño, pero esa clase de cosas nunca se me han dado bien. Por suerte, decidió hablar él primero.

—¿Sabes por qué lo hicieron, John? —preguntó, llamándome por una vez por mi nombre de pila—. ¿Por qué se llevaron mi barco, quiero decir?

—Porque son unos villanos, señor. No hay otra forma de expresarlo. Son unos bichos raros, todos y cada uno de ellos. Jamás confié en ese señor Christian, si quiere saber la verdad. Siempre me pareció que era un poco cursi. Ya sé que es un oficial, señor, pero ahora ya puedo decirlo, ¿verdad? ¿Puedo decir lo que pienso?

—Ya no es un oficial —puntualizó él encogiéndose de hombros—. Es un pirata. Un traidor. Será un hombre buscado por la justicia cuando volvamos a casa. Y lo ahorcarán tarde o temprano.

Sonreí: el capitán siempre decía «cuando volvamos», y no «si volvemos».

—Nunca he visto a un hombre con el pelo más limpio —continué, acalorándome—, o con las uñas más impecables. O que oliese tan bien. Nunca sabía si debía obedecerlo o silbarle. Y en cuanto a ese perro del señor Heywood… me pareció una mala pieza desde el principio.

—Fletcher y yo… el señor Christian, quiero decir… nos conocíamos desde hacía mucho. Conozco a su familia. Yo lo ascendí, Turnstile… Me saca de quicio. ¿Qué motivo tenían para hacer algo así?

Me mordí el labio y consideré la cuestión. Había algo que llevaba días rondándome la cabeza, pero no había tenido oportunidad de hablar de ello con el capitán.

—Había una lista, capitán —dije por fin.

—¿Una lista?

—El señor Fryer la encontró, con los nombres de los amotinados en ella. El nombre del señor Christian figuraba, y el del señor Heywood también. Y el de otros.

—¿De modo que lo sabes? —preguntó aguzando la mirada—. ¿Quién te lo contó?

—La verdad es que estaba despierto esa noche, señor —admití—. Cuando llamó a su camarote a los dos oficiales, y cuando el señor Fryer se lo contó a usted. Oí la conversación.

—Sospecho que has oído muchas cosas en el transcurso de nuestro viaje, Turnstile. Siempre he pensado que eres un joven que sabe tener las orejas bien abiertas y la boca cerrada.

—Eso es cierto —admití.

—Me alegro de que así sea. Quizá me haga falta tu memoria cuando volvamos a Inglaterra. —Ahí estaba otra vez—. Cuando los tribunales se reúnan, y ten por seguro que lo harán. Cuando mi nombre se vea mancillado… —Titubeó y me pareció que se le quebraba la voz—. Y sin duda lo será…

—¿Su nombre, señor? —pregunté, perplejo—. Pero ¿por qué? ¿Qué ha hecho usted para merecer algo así?

—Corren tiempos extraños —respondió encogiéndose de hombros—. Las historias tienden a alterarse. Habrá quienes se pregunten por qué un grupo de hombres, en el que se incluían oficiales de familias decentes, habría de volverse contra su capitán de ese modo. Algunos me culparán de ello. Al final, sólo se recordará una versión, ya sea la mía o la de ellos.

—Pero la de usted es la verdad, señor —afirmé, sorprendido de que se mostrara tan pesimista—. Nunca ha existido un capitán mejor. Eso es lo que recordarán.

—¿Eso crees? ¿Quién puede decirlo, después de todo? A uno de nosotros, me refiero al señor Christian y a mí, se le recordará como a un tirano y un villano. Y al otro se lo considerará un héroe. Quizá me hagan falta tus orejas y tu memoria para ocupar el lugar que me corresponde.

—Señor, ¿aparecía mi nombre en aquella lista? —pregunté, soltándolo más rápido de lo que había pretendido.

—¿Dónde?

—En la lista de amotinados. ¿Estaba mi nombre en ella?

El capitán espiró con fuerza por la nariz y me miró a los ojos. Las olas se estrellaron contra la borda del bote mientras vacilaba.

—Sí.

—Pues es una calumnia —me apresuré a decir—. Nunca me habría unido a ellos, señor. Jamás. Nunca oí hablar de ello y nunca intervine en ninguna conversación de esa clase.

—No era una lista de amotinados —me explicó moviendo la cabeza—. Era una lista de hombres que el señor Christian consideró que lo seguirían. Gente que le parecía… desdichada con lo que tenían. ¿Eras tú desdichado, Turnstile? ¿Alguna vez te di motivos para sentirte infeliz?

—No, señor. Yo era desdichado en casa. Era desdichado en Inglaterra.

—Ah, sí —contestó, pensativo—. Eso.

—Eso, señor.

—No volverás a esa vida, muchacho —aseguró—. Eso te lo prometo.

—Ya lo sé.

Sonrió y me dio unas palmaditas en el hombro.

—¿Sabes una cosa? Según mis cálculos, hoy es catorce de mayo, el cumpleaños de mi hijo. Lo echo de menos.

Asentí sin pronunciar palabra. Vi que se ponía emotivo al recordar a su hijo, y al cabo de unos instantes regresé a mi sitio, me tendí y traté de dormir. Y el sueño llegó, intermitente al principio y luego profundo.

Día 18: 15 de mayo

Estaba en pleno turno de remo un par de horas antes de que saliera el sol cuando el guardiamarina Robert Tinkler sufrió la primera de sus alucinaciones. El cirujano Ledward remaba a mi izquierda y ambos estábamos enfrascados en la faena sin conversar, tirando de los remos en una estrepada tras otra sin pensar siquiera. El tiempo había cambiado inesperadamente y por una vez no nos pasábamos el rato achicando agua del bote; de hecho, algunos hombres se habían quitado la camisa y los pantalones empapados para extenderlos con la esperanza de que se secaran en unas horas.

—Charles —dijo el señor Tinkler, que apareció detrás de nosotros y centró su atención en el cirujano Ledward, cuyo nombre de pila no era Charles sino Thomas—. Dicen que la yegua del cercado de arriba vuelve a estar preñada. No me habías contado que la habían cruzado con el semental.

Ledward lo miró con una mezcla de sorpresa y desinterés. Al volver la cabeza, le vi una larga franja de piel blancuzca y arrugada que le rodeaba el cuello y se perdía bajo la camisa, y me pregunté cómo se habría hecho aquello.

—Le he dicho a padre que deberíamos comprar nuestro propio semental —continuó Tinkler, sumido en su desvarío—. Los chelines que nos cuesta cada vez que…

—¿Qué locura es ésta? —interrumpió Ledward—. ¿Quién cree que soy, Robert, algún hermano suyo? ¿Un amigo?

Tinkler se quedó mirándolo y me pareció advertir una expresión desagradable en sus ojos, como si estuviera más acostumbrado a discutir con quien fuera que creía era el cirujano que a que lo aplacaran.

—Ya no eres mi hermano, ¿no es eso? —espetó—. Ya te dije que eso que imaginabas sobre mí y Mary Martinfield no eran más que mentiras. Jamás le tocaría un pelo a una mujer de quien tú estuvieses enamorado. Si permitimos que eso se interponga entre nosotros…

—Robert, descanse un poco —dijo el cirujano con voz tranquilizadora—. Apoye la cabeza ahí, donde hay espacio, y cierre los ojos un rato. Cuando despierte, las cosas le parecerán mucho mejores.

El señor Tinkler abrió la boca para decir algo, pero finalmente cedió; asintió con la cabeza y se volvió en la dirección que le había indicado el cirujano. Lo observé mientras se tendía y cerraba los ojos, y al cabo de unos segundos se quedó dormido.

—¿Está para el manicomio? —le pregunté al cirujano.

—Quién sabe —repuso—. El viaje le está jugando una mala pasada. Y el hambre también. Y la falta de agua.

—Eso nos está jugando malas pasadas a todos —puntualicé—. Pero yo no me creo el duque de Portland a causa de ello.

—Nos afectará a todos de formas distintas. Lo que no debe hacerse es agravar la situación. El señor Tinkler puede hallarse en un estado de demencia o tal vez se trate de una locura pasajera, pero nos hallamos en un espacio demasiado reducido para estimularlo. Te sugeriría que si vuelve a hablar de esa manera te limites a seguirle la corriente e interpretes el papel que te asigne.

—Por todos los santos —exclamé, perplejo, preguntándome en quién haría presa después la locura—. Entonces ¿ha visto antes esta clase de cosas?

—Nunca me había visto atrapado en medio del océano Pacífico en un bote diseñado para ocho, mucho menos para dieciocho, sin oportunidad de encontrar sustento y con la inminencia de una muerte casi certera, la verdad, Tunante —declaró. Enarqué una ceja y lo miré con enfado, y él esbozó una leve sonrisa y negó con la cabeza—. Discúlpame, eso no ha sido justo.

—Era una pregunta bastante simple —alegué—. Tan sólo quería saber si tenía experiencia con chiflados y cómo tratarlos.

—No —admitió—. Mi padre y mi abuelo fueron médicos antes que yo, pero todos nos hemos ocupado de cuestiones del cuerpo, no de la mente. Es un área de poco interés para la mayoría de los cirujanos, puesto que no existe cura para las enfermedades del cerebro. El encierro es la mejor solución para la sociedad.

—He oído historias terribles acerca de esos lugares —comenté con un estremecimiento—. No me gustaría acabar en uno de ellos.

—Entonces debes mantenerte sano y no entregarte al vicio. Los muchachos de tu edad no tenéis freno, y te aseguro que ésa es una de las principales causas de locura.

No dije nada; me había fijado en que el señor Ledward era un hombre religioso y me pregunté si sugería que pasarse demasiado tiempo meneándosela, lo cual era cierto en mi caso, me haría volverme demente. Había llevado consigo una Biblia durante todo el viaje de ida, y la leía con frecuencia, aunque a diferencia de muchos de su calaña no le parecía adecuado imponer sus creencias a los demás.

—Jamás en mi vida me he dado al vicio —protesté en tono levemente desdeñoso y volviéndome hacia el otro lado—. Y considero que la sugerencia es una calumnia contra mi personalidad.

—Sí, sí, Tunante —repuso él con cierta irritación—. Aceptaré tu palabra.

Me volví con la intención de contemplar de nuevo el mar en silencio, pero me vi perturbado por el señor Tinkler, que se sentó para comentar las condiciones en que se hallaban últimamente las calles de Cardiff y su extrema suciedad debido al estiércol de los caballos. Yo meneé la cabeza y exhalé un suspiro, confiando en que el cirujano se equivocara, pues si iba a sobrevivir a aquel viaje, quería hacerlo como un muchacho sano para no acabar en el manicomio a mi regreso.

Día 19: 16 de mayo

Si al Señor le había parecido bien darnos un poco de sol el día anterior, lo complació sobremanera mandarnos al otro extremo ese día, pues los vendavales y las tormentas soplaron desaforadamente y durante seis o siete horas amenazaron con enviarnos a todos a una tumba marina. Nuestros mejores y más fuertes remeros —John Hallett, Peter Linkletter, William Peckover y Lawrence LeBogue— pusieron manos a la obra y trabajaron como un solo hombre para mantenernos a flote. Otros achicaban agua de la cubierta mientras el resto sólo se atrevía a rezar en silencio aterrorizadas plegarias para que sobreviviésemos a aquella aventura.

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