Morsamor (3 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Aventuras

BOOK: Morsamor
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Tales eran en cifra los ensueños y las ideas con que a su vuelta de Roma trajo el Padre Ambrosio embargado el espíritu.

IV

En su trato y relaciones, así con la gente seglar y profana como con la mayoría de sus hermanos los religiosos, el Padre Ambrosio de Utrera, si bien mostraba, sin vanidosa ostentación y cuando convenía, la ciencia teológica que con sus estudios había adquirido y que atesoraba su inteligencia, todavía guardaba, en lo más hondo y arcano de su mente, cierta filosofía oculta que la prudencia, y tal vez compromisos y deberes de secta, le prescribían no revelar por completo a nadie. Algo sólo podía comunicar a los adeptos e iniciados, según los grados de la iniciación que tuviesen y según las pruebas que hubiesen hecho.

Con dificultad hallaba y reconocía el Padre Ambrosio en las personas con quien trataba las prendas y requisitos necesarios para la iniciación.

En el convento sólo había tres frailes con los cuales el Padre Ambrosio se entendía, uniéndolos a él por virtud de misterioso lazo y haciéndolos participantes con profundo sigilo de sus doctrinas esotéricas, no del todo ni por igual, sino a cada uno según la aptitud y el vigor de entendimiento y de voluntad que en él reconocía.

No se presuma, con todo, que el Padre Ambrosio imaginase que su saber oculto se oponía en lo más mínimo a las ortodoxas afirmaciones en que por fe creía y que forman la base de la religión de que era ministro y sacerdote.

Sencillo y mero narrador de esta historia, no afirmaré ni negaré yo, que hubiese o no hubiese error en el pensamiento del Padre Ambrosio. Sólo diré lo que él pensaba, dejando que la responsabilidad sea suya. Verdad incontrovertible era para él cuanto está contenido en las sagradas escrituras, interpretadas recta y autorizadamente por los santos Padres, por los concilios y por la cabeza visible de la Iglesia; pero, con independencia de esta verdad, contra la cual nada podía prevalecer, veía el Padre Ambrosio una amplia extensión, un inmenso y casi ilimitado campo, por donde la inteligencia, la voluntad ansiosa de descubrir misterios y hasta la fantasía creadora que forjando hipótesis tal vez los explica y los aclara, podían volar libremente, sin ofender a Dios, antes bien, ensalzándole y glorificándole hasta donde es capaz de ello la pobre criatura humana.

Para el Padre Ambrosio la revelación era de varios modos y no acababa nunca. Con frecuencia salían de su boca estas palabras que San Juan, en su evangelio, pone en los labios de Cristo:
Aún tengo que deciros muchas cosas; mas no las podéis llevar ahora
. Muchas cosas quedaban aún por revelar. De algunas de ellas suponía el Padre Ambrosio que él tenía conocimiento, pero este conocimiento era incomunicable, al menos para la generalidad de los hombres, porque
ahora
, entonces, en el momento en que el Padre Ambrosio hablaba y pensaba,
no las podían llevar
, esto es, no podían comprenderlas.

Así fundaba el Padre Ambrosio su
ocultismo
en un texto sagrado.

Y no por eso desconocía los peligros a que se hallaba expuesto, penetrando con su espíritu por medio de hondas e inexploradas tinieblas en busca de nuevas verdades.

Hasta por prudencia, hasta por caridad repugnaba que le siguieran en tan peligroso camino los que no tuviesen valor probado y la serenidad y la elevación de juicio convenientes para no extraviarse, y en vez de hallar nueva luz caer en transcendentales errores como en profundísima sima.

En la mente del Padre Ambrosio había además otro motivo que justificaba la no transmisión de mucha parte de su ciencia. La palabra alada no podía llevarla materialmente y atravesando el aire desde un cerebro humano a otro cerebro humano. No había frase, ni giro, ni idioma capaz de expresar y de formular de modo sensible lo que el Padre suponía haber aprendido o descubierto allá en las raíces y abismos de su mente cuando tan hondo penetraba. A resurgir de allí su espíritu se figuraba que volvía, no ya bañado, sino impregnado de luz vivísima, que sólo podía pasar inmediatamente a otras almas y no mediatamente por los sentidos corporales y groseros. Quien anhelase poseer aquella ciencia y el poder que ejerce sobre la naturaleza quien la posee, no podía adquirirla por la enseñanza oral o escrita de hombre alguno, sino descendiendo en su busca hasta los abismos donde quien la traía consigo la había alcanzado.

En suma, el Padre Ambrosio podía enseñar, y enseñaba, toda aquella parte más vulgar de su magia, que se fundaba en el conocimiento experimental del organismo de los seres animados, de hierbas y de metales, de linimentos y pociones; pero la potencia mágica de su alma, la fuerza que había tomado el espíritu en la propia raíz de su ser y con la que avasallaba las substancias materiales y dominaba la naturaleza, esto no podía transmitirse. Ni por difusión ni por intensidad cabía en esto adelanto o mejora en la serie de los siglos. Hermes sabía y podía más que el Padre Ambrosio. En su ciencia intransmisible no había habido ni podía haber habido progreso. El progreso, la difusión por enseñanza era dable para los menos iniciados en no pequeño conjunto de noticias, de secretos raros y de atinada averiguación de propiedades de los seres.

De los tres adeptos que el Padre Ambrosio tenía, el más adelantado era el hermano Tiburcio, humilde lego, aunque señaladísimo y estimadísimo en el convento por su ferviente piedad religiosa.

Esta piedad había hecho que en un principio mirase el hermano Tiburcio con repugnancia y hasta con horror al Padre Ambrosio por la fama que con vaguedad le acusaba de hechicero; mas vencida al cabo la repugnancia, la doctrina del Padre Ambrosio penetró con ímpetu en el espíritu del hermano Tiburcio, arrollando toda contradicción y produciendo allí vivísima fe y devoto entusiasmo.

El mayor recelo del hermano Tiburcio se había disipado. Había pensado él que la doctrina ortodoxa debía circundar y encerrar el espíritu como fuerte muro flanqueado de eminentes torres; y temía que al salir de él el espíritu orgulloso le derribase o al menos le quebrantase, apagando los faros luminosos que en las torres resplandecían, y que el espíritu entonces, perdido, sin guía y sin luz en las tinieblas, jamás volvería a encontrar su santo refugio.

A esta objeción, había contestado el Padre Ambrosio valiéndose de un símil semejante. Así había dominado el temor del hermano Tiburcio.

—Mi fe religiosa —le había dicho el Padre Ambrosio— es sin duda como fortaleza inexpugnable, mas no para que yo me quede encerrado en ella cobarde y ocioso, sino para que me valga como apoyo, y como centro de mis más atrevidas excursiones y de mis conquistas más gloriosas por las inmensas e ignoradas regiones, donde el pensamiento humano ha de erigir un día su trono y ha de fundar su imperio. Sin duda con la fe y con el amor ayudado de los dones sobrenaturales de la gracia, el alma puede llegar hasta Dios mismo y unirse en cierto modo con él; pero mi ciencia profana, sin contradecir la obra sobrenatural de las divinas virtudes, tiene distinto objeto, que agrada también a Dios, aunque en muy inferior grado. Yo no soy, ni merezco ser, un santo; pero ¿por qué no he de ser un sabio, un conocedor de aquella magia, que sin ofender al cielo, sin buscar el auxilio de genios o de ángeles réprobos y valiéndose sólo de medios naturales, acierta a producir prodigios pasmosos? En esta ciencia te iniciaré yo, porque te creo capaz de estudiarla y de alcanzarla. Y bien puedes estar seguro de que esta mi ciencia profana no se opone ni a la santidad ni a la pureza de la fe, ni a la perfección ascética y mística a que puedas elevarte.

En suma, tantas y tales razones alegó el Padre Ambrosio, que el hermano Tiburcio hubo de quedar convencido, convirtiéndose en su más apasionado discípulo y en su más constante satélite.

De los otros dos iniciados que tenía el Padre Ambrosio, no se fiaba tanto, aunque también les comunicaba algunos de sus menos hondos secretos.

Para los demás frailes y para el resto del humano linaje no iniciado, el Padre Ambrosio jamás hablaba de su ciencia oculta, pero discurría con fácil elocuencia sobre todo cuanto del saber paladino o no oculto se alcanzaba en su época, y trataba de viajes, de planes políticos y de cuanto presumía que había de suceder en el mundo o que convenía que sucediese.

Tales eran en cifra los ensueños y las ideas con que, a su vuelta de Roma, trajo el Padre Ambrosio embargado el espíritu.

V

El Padre Ambrosio era inagotable en las descripciones y pinturas de cuanto había visto en Roma y de los grandes sucesos que allí había presenciado o que había allí comprendido mejor por encontrarse él en el centro del mundo.

Cada día, en el extremo de la huerta, bajo los álamos frondosos, hacía el Padre Ambrosio un largo discurso que frailes y novicios escuchaban en religioso silencio. No siempre comprendía la mayoría del auditorio todo cuanto el padre describía o contaba; pero, hasta lo menos comprendido tenía un no sé qué de peregrino y poético que deleitaba y cautivaba la atención.

Los discursos del Padre Ambrosio eran como una serie de lecciones en las cuales instruía a sus oyentes y les mostraba el estado del mundo, en la edad aquella, y contemplado todo desde el foco mismo de la civilización cristiana. A veces pintaba el Padre el florecimiento de las artes, y encomiaba las obras pasmosas de Leonardo de Vinci, de Rafael y de Miguel Ángel, que venían a eclipsar las obras del arte antiguo, o a competir al menos con las que resurgían y se extraían del seno de la tierra, en donde habían estado sepultadas durante largos siglos de obscuridad y de barbarie. Pugnaba el arte nuevo por imitar el antiguo, pero la misma no vencida dificultad de la imitación daba ser a un arte distinto.

Algo semejante ocurría en ciencias y en letras humanas. Comentando, explicando e interpretando los antiguos filósofos, como Platón y Aristóteles, se formaba una nueva filosofía, se abrían esplendidos y dilatados horizontes, y se descubrían caminos y términos con los que Aristóteles y Platón jamás habían soñado. Como si la tierra de Italia estuviese fecundada por un espíritu nuevo, hasta los prófugos de la antigua Bizancio, que habían traído como penates la ciencia y las letras de los antiguos, las transformaban, al transmitirlas y enseñarlas a los italianos, en algo lleno de novedad, de vida y de sugestión poderosa. Esos mismos prófugos, que sin dejar huella, mudos e inactivos, hubieran acabado en el viejo imperio de Bizancio por disiparse como sombras y por hundirse en el olvido, arrojados de su patria y en el nuevo suelo que les daba hospitalidad, habían cobrado inesperada energía, y, difundiendo su saber, cumplían alta misión civilizadora y dejaban en pos de ellos un imperecedero y luminoso rastro. En la magnífica puerta de la edad moderna, arco triunfal que daba entrada a una nueva Era, esos hombres, escapados de las ruinas de un destrozado imperio y como exhumados y vueltos a la vida, figuraban y resplandecían ahora entre los fundadores de nueva y mayor civilización, entre los hierofantes de la ciencia del porvenir. Bessarión, Láscaris, Teodoro Gaza, Juan Argirópulos, Chrisóloras, Jemistio Pleton y no pocos otros fueron los iniciadores y maestros del saber antiguo y como los paraninfos que procuraron y concertaron las fecundas bodas del poderoso genio del renacimiento y de la musa helénica.

En otros días pintaba el Padre Ambrosio el esplendor y la magnificencia de la corte de León X, a quien rendían tributo todas las naciones y prestaban respetuoso homenaje los más altos príncipes y poderosos monarcas. Dábale esto ocasión para ensalzar al pueblo y a los soberanos de España, que pasmosamente cumplían su misión de dilatar por el mundo el imperio de la fe cristiana. Entusiasmado con esto el Padre Ambrosio, pintó a los frailes la pompa triunfal con que Tristán de Acuña entró en Roma. Tal vez desde los tiempos en que volvió el andaluz Trajano de conquistar la Dacia, moviendo por última vez al dios Término para que ensanchase el imperio de Roma, Roma no había presenciado espectáculo más grandioso. Esta vez los nuevos romanos, los fuertes hijos de Lusitania, habían llevado al dios Término más allá de donde le llevaron o soñaron en llevarle Osiris, el hijo de Semele, y Alejandro de Macedonia. Le habían llevado más allá del Indo y del Ganges. El tremendo conquistador Alfonso de Alburquerque había recorrido victorioso los mares de Oriente desde Aden hasta Borneo; había conquistado y destruido reinos, había hecho tributarias o entrado a saco populosas y ricas ciudades desde Ormuz, emporio de Persia, India y Arabia, hasta Malaca, en el extremo sur de Siam. Para capital de los nuevos dominios portugueses había tomado dos veces por asalto a Goa, en el vecino reino de Villapor, realizando increíbles hazañas y cometiendo inauditas crueldades. Había visitado a Ceilán, tierra encantada de las piedras preciosas, delicia del mundo, patria de la canela y de las perlas. El apóstol Santiago, montado en su caballo blanco, se aparecía en las más sangrientas batallas de Alburquerque e iba matando moros. Cristo mismo, para dar testimonio de la misión divina que a Alburquerque había confiado, le mostró en el cielo una gran cruz luminosa, hacia el lado de Arabia, convidándole y excitándole a conquistar a Aden, a ir luego a la Meca a incendiar y destruir el templo de la Caaba, y a dirigirse por último a Jerusalem para libertar el Santo Sepulcro. La muerte sorprendió a Albuquerque en medio de estos últimos colosales proyectos; pero antes de morir había realizado tan grandes cosas, que el rey D. Manuel, su augusto y dichoso amo, se complació en darlas a conocer al Papa de un modo digno y solemne, y para ello le envió como embajador a Tristán de Acuña, quien había precedido a Albuquerque en el mando de la India y bajo cuyas órdenes al principio Albuquerque había militado.

De esta gloriosa embajada portuguesa, que el Padre Ambrosio presenció durante su permanencia en Roma, hizo el Padre a los frailes un entusiasta relato.

VI

La fama, decía el Padre Ambrosio, había anunciado por toda Italia la novedad singular de la Embajada portuguesa. Gran multitud de forasteros de todas las repúblicas y principados de Italia acudieron a Roma. Calles, plazas, balcones y azoteas estaban llenas de gente que se apiñaba y empujaba para coger buen sitio y ver pasar la procesión desde la puerta del pueblo hasta el punto en que León X debía recibirla. Era a fines de Marzo: una hermosa mañana de la naciente primavera. Rompían la marcha varios heraldos a caballo con los estandartes de Portugal. Seguían luego, a caballo también, los trompeteros y los músicos tocando clarines y chirimías. Trescientos palafreneros, vestidos de seda, llevaban de la rienda otras tantas briosas y bellísimas alfanas, ricamente enjaezadas con gualdrapas y paramentos de brocado y caireles de oro. Iba en pos vistosa turba de pajes y de escuderos. Luego todos los portugueses, eclesiásticos y seculares, que entonces residían en Roma. Luego los parientes del Embajador, todos en caballos que ostentaban ricos jaeces. Eran los jinetes más de sesenta hidalgos, que lucían sedas y encajes, collares y cadenas de oro y de piedras preciosas, y en los sombreros, cubiertos de perlas, airosas y blancas plumas. Para mayor decoro y ostentación de la Embajada, marchaban enseguida muchos empleados y gentiles hombres asistentes al solio pontificio, y la guardia de honor de Su Santidad, compuesta de arqueros suizos y de lanceros griegos y albaneses. Capitaneaba la segunda parte de la procesión el caballerizo mayor del rey, Nicolás de Faría, quien montaba un magnífico caballo con arreos cubiertos de oro y tachonados de perlas.

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