Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
León, Castilla, Álava, Ribagorza,Aragón… No hay territorio de importancia en la corona que no conozca la huella de doña Toda a través de sus hijas. Por supuesto, también para el hijo de Toda, García Sánchez, habrá matrimonio político.Y no uno, sino dos. Porque el joven García se casa primero con la condesa de Aragón, Andregoto Galíndez, y después, anulado ese matrimonio por razones de parentesco, con Teresa de León, hija del rey Ramiro II. De manera que, a la altura del año 940, doña Toda es algo así como la supersuegra de España.
Gestión de la sangre, gobierno de los genes: tales serán las armas de doña Toda, mujer sola al frente de un reino todavía pequeño y en situa ción vulnerable. Y esa gestión de la sangre no la aplicará sólo sobre el campo cristiano, sino también sobre el musulmán.Ya hemos contado aquí los azarosos lazos que la unían a Abderramán, nieto de doña Oneca, hijo de aquel Muhammad que la cautiva engendró. También hemos contado cómo Abderramán, sobrino de Toda, llega a Pamplona y amenaza con arrasar el reino. Toda invocará su sangre común, la de Oneca cautiva, para detener la amenaza. Pero Abderramán exigirá que, a cambio, Toda acuda al campamento moro y le rinda vasallaje como califa. La reina lo hizo. Trago amargo. Al menos, logró que el califa reconociera los derechos de García, su hijo, el heredero de Pamplona.
Abderramán III debió haber sido un poco más cortés con su tía. Doña Toda no le perdonará la humillación. En cuanto pueda —y será muy pronto—, la reina tomará su venganza. Fue en Simancas, donde las armas de Pamplona comparecieron junto a las leonesas para descalabrar al califa. Tan relevante fue la participación de doña Toda en aquella trascendental batalla que, algunos años después, un cronista del monasterio de Sant Gall, en la Baviera alpina, escribía sobre Simancas y atribuía la victoria a la reina pamplonesa.Y parece que la venganza de la dama no se quedó ahí. En el año 941 los navarros atacan las posiciones moras en Huesca y en Tudela. García Sánchez ya reina como mayor de edad, pero es imposible no ver aquí la mano de doña Toda.
Nuestra dama protagonizará más episodios en esta política de los genes. La veremos inmersa en las disputas por el trono leonés. Defenderá a su progenie para que ocupe los puestos de cabeza en los reinos cristianos, pero no renunciará a la influencia que su sangre podía ejercer en su sobrino Abderramán, con el que no tardará en reconciliarse.También veremos aquí algún episodio abiertamente cómico, como el viaje de la ya anciana reina a Córdoba con su nieto Sancho el Craso, es decir, el gordo, para que los médicos del califa le pusieran a dieta. Pero ya llegaremos a eso.
Doña Toda murió en el año 958, a los ochenta y dos años de edad. Una longevidad prodigiosa para la época. Dejaba tras de sí un reguero de genes que se extendía por todas las grandes casas de la cristiandad, desde León hasta Ribagorza, pasando por Castilla y también por Córdoba. Ésas fueron las armas de una mujer sola a mediados del siglo X. Hoy está enterrada en el atrio del monasterio de Suso. Seguro que allí sigue tramando enredos.
Y entonces los húngaros invadieron Aragón
Era el mes de julio de 942.Aquí, en España, la gente iba a lo suyo: las hostilidades entre moros y cristianos continuaban. Mientras Ramiro II reorganizaba su reino, Navarra pugnaba por extenderse hacia el sur, los colonos de Castilla repoblaban la Extremadura del Duero y el califa Abderramán seguía dedicado a embellecer Córdoba. Pero en ese momento, julio de 942, todo el mundo se detuvo y suspendió el aliento. Algo tremendo estaba ocurriendo en el norte de Aragón.Venían invasores. ¿Vikingos, como un siglo atrás? No: esta vez eran… ¡los húngaros! ¿Y quiénes eran los húngaros? ¿Qué se les había perdido aquí?
Guerreros terribles, pequeños, vivaces, de cabeza enteramente afeitada, piel tostada por la intemperie, brillantes ojos hundidos en el rostro lleno de cicatrices. Así pintan a los húngaros las fuentes de la época. Para acostumbrarlos al dolor y al sufrimiento, sus madres —cuentan los cronistasmuerden a los niños en la cara desde que los dan a luz, de ahí las cicatrices. Los húngaros no caminan, cabalgan. Viven a caballo, e incluso comen y hasta duermen sobre su cabalgadura. Devoran la carne cruda, a veces curada por el singular procedimiento de colocarla entre la silla de montar y la piel del caballo, para ablandarla (así, por cierto, se inventó el
steak-tartar
). Ataviados con pieles de animales salvajes, los húngaros beben la sangre de sus enemigos, cortan en pedazos el corazón de sus prisioneros y luego lo devoran como remedio medicinal. Ningún prisionero de los húngaros sobrevive: a todos les dan muerte, pues esta gente cree que en el más allá serán servidos por cuantos enemigos hayan matado en esta vida.
Así se pintaba a los húngaros a mediados del siglo X. Y la fuente que utilizamos no es la fábula popular, sino nada menos que el ilustrado Voltaire, que se hizo eco de las crónicas de la época ocho siglos después de que aquellos jinetes salvajes arrasaran Europa. Mucho terror debieron de levantar aquellos húngaros. No hay razones para creer que Voltaire, o sus fuentes, exageraran lo más mínimo. Decir «húngaro» era sinónimo de aniquilación. «Tan terribles fueron sus primeras invasiones, que llegó a creerse que eran aquellos pueblos de Gog y de Magog, de los que se habla en el Apocalipsis, y que debían venir al fin del mundo para castigar los crímenes de los hombres», dice otra fuente de la época. Pero ¿de dónde había salido esta gente, los húngaros, los magiares?
La verdad es que nadie puede decir con seguridad de dónde habían salido los magiares. Por sus características raciales parecen indoeuropeos. Por su lengua, sin embargo, no son indoeuropeos, sino que están emparentados con los fineses. Ahora bien, por sus costumbres y formas de vida tienen más relación con los mongoles, los tártaros y los hunos. ¿Hay solución para el misterio? Sólo hay hipótesis. Los húngaros de los que hablamos —o magiares, que lo mismo da—, estos que ahora llegan a España, acababan de instalarse en la actual Hungría. Retrocedamos. Situémonos en algún lugar de la estepa euroasiática, en torno a los montes Urales, tal vez hacia el siglo v. Hasta allí llegan grupos humanos que vienen del norte, de la península de Kola, desgajados del núcleo ugrofinés; primos, pues, de los finlandeses. Estos grupos humanos se mezclan con los pueblos de las estepas y asimilan sus formas de vida. Incorporan elementos tártaros, hunos, turcos. Así se va configurando un pueblo nuevo y diferenciado; éstos son ya los magiares.
A finales del siglo ix, entre 889 y 896, siete tribus magiares bajo el mando de un jefe llamado Arpad se asientan en las llanuras de Panonia, en el curso meridional del Danubio. Así aparecen en la vida de Europa los húngaros, los magiares. A partir de sus bases de Panonia multiplican las incursiones sobre las tierras de Occidente. En 910 llegan a Francia. Invaden la Lorena y saquean los monasterios de Remiremont, Saint-Die, Moyen-Montiers, Eliyal… Vuelven cinco años después a la misma región, pero esta vez extienden sus depredaciones a Alsacia y Borgoña; la campaña de saqueo se prolongará por espacio de tres años. ¿Y los franceses no podían hacer frente a los húngaros? No: los problemas políticos del rey Carlos el Simple le impedían formar una fuerza capaz de frenar a los invasores. De hecho, el único magnate que acudió a la llamada del rey fue el arzobispo de Reims, Heriveo, y no pudo alinear a más de quinientos hombres.
Los magiares sacan provecho de la descomposición política del viejo Imperio de Occidente. Hacia 920 arrasan Italia. Cuatro años después, los grandes señores del sur de Francia hacen lo mismo que en su día hicieron los romanos: utilizar a los bárbaros para inclinar la balanza en sus luchas intestinas.Así, Berenguer contrata a los magiares para que ataquen a su rival Hugo de Provenza. Es 924. Los húngaros se derraman sobre la Provenza y el Languedoc asolándolo todo a su paso. No se detuvieron hasta que una providencial epidemia empezó a diezmar sus filas. Aprovechando la situación, el conde de Tolosa ataca a los húngaros y les obliga a huir. Es la primera derrota de los magiares, pero el paisaje que dejan tras de sí es desolador: «El país quedaba enteramente desierto; no quedaba un solo sacerdote para el servicio del culto divino», dicen las crónicas.
Los magiares se recuperarán pronto. Han aprendido que las tierras francesas son una presa fácil. Devastan Basilea y Verdún en 926. El rey Raúl consigue frenarlos, pero volverán diez años después, y esta vez sus campañas conocerán una amplitud pasmosa, desde Borgoña hasta el norte de Italia. Los magiares roban, matan, hacen esclavos, incendian… Las invasiones se prolongarán durante muchos años más, sin interrupción. Los ejércitos de los reyes de Francia lograrán detener reiteradas veces a los magiares, pero los bárbaros siempre volverán a la carga. Hasta que en 955, en tierras alemanas, junto al río Lech, en Baviera, el emperador Otón el Grande les aseste un golpe decisivo. Esta batalla, llamada de Lechfeld, significa el final del terror húngaro en Europa.
En algún momento de esas correrías, en el año 942, los húngaros llegan a España. Las hordas magiares dejan su huella desde Lérida a Barbastro, sobre el curso del Cinca y en los llanos de Binéfar. Con toda seguridad han llegado hasta allí desde tierras tolosanas; consta que pasaron por el norte del condado de Barcelona.
Sabemos poco sobre los combates, si los hubo. Estas tierras, en aquel momento, eran la Marca Superior de Al-Ándalus. Para los moros era un lugar de gran importancia estratégica: una cuña entre las tierras cristianas de los condados catalanes, a un lado, y el Pirineo aragonés al otro. Se trataba, por tanto, de áreas bien defendidas, con abundante presencia militar. Hay que suponer que los húngaros encontrarían resistencia. Eso no les impidió capturar al gobernador moro de Barbastro, Boltaña y Alquézar, un talYahyá ibn Muhammad, al que no soltaron hasta recibir un rescate de mil monedas de oro. Lo pagó un mercader de Tortosa. Para entonces los húngaros ya estaban asediando Lérida. Después, se marcharon por donde habían venido, dejando tras de sí la habitual estela de desolación y muerte.
Los húngaros no volvieron a España. Realmente les quedaba muy lejos. Por otra parte, no dejaba de ser un país en guerra; era mucho más asequible explotar el filón del sur de Francia. Y después, luego de la mencionada derrota de Lechfeld, en 955, ante los alemanes de Otón, el ardor magiar se enfrió notablemente. Acto seguido vino el acontecimiento decisivo: los húngaros se convirtieron al cristianismo. En Lechfeld había muerto el caudillo magiar, un tal Falicsi, nieto y heredero del viejo jefe Arpad. Muerto Falicsi, le sucede otro vástago de la sangre de Arpad llamado Taksony. Se abre un periodo de incertidumbre para los magiares, derrotados en el campo de batalla y obligados a cambiar de vida. Ese cambio lo liderará un hijo de Taksony: el príncipe Geza, que reinará durante el último cuarto del siglo x. Geza es quien instala definitivamente a su pueblo en las llanuras de Panonia, lo sedentariza y, aún más importante, introduce el cristianismo.Y un hijo de Geza, Esteban, conferirá su forma definitiva al reino de los húngaros: en el año 1000 se declaró súbdito de la Santa Sede y fue coronado rey. Hoy es San Esteban, patrón de Hungría. Porque con él entró el Reino de Hungría en el orden europeo.
Muchos años después, cuando seguramente ya nadie recordaba la campaña magiar sobre Lérida y Barbastro, una princesa española será reina de Hungría: Constanza de Aragón y Castilla, que casó con el rey húngaro Emerico 1. Una vida formidable, la de esta Constanza: cuando Emerico muera, dejará Hungría y se casará con uno de los personajes más sugestivos de la historia medieval, el emperador Federico II Hohenstauffen.Y en los siglos siguientes aún habrá más princesas españolas reinando en Hungría. Pero ésta no es la historia que queremos contar aquí.
Una mirada a la sociedad de la Reconquista
A mediados del siglo x, el Reino de León va a vivir una seria crisis social. Esta crisis aflora con especial intensidad en un lugar muy concreto: Castilla. Bajo Ramiro II, León ha alcanzado su mayor apogeo no sólo en extensión territorial, sino también en perfección institucional. Pero es precisamente ese crecimiento del reino el que hará que toda la estructura se tambalee. Podemos anunciarlo ya: a Ramiro II se le va a romper el reino por Castilla.
La gran crisis leonesa suele explicarse a partir de la debilidad del reino frente a los nobles.Y en primer lugar, frente a los nobles castellanos, cuya presencia se había hecho cada vez más poderosa. Ahora bien, esta poderosa presencia de los condes castellanos es incomprensible si no se tiene en cuenta el hondo proceso de cambio social que comienza a vivirse en las tierras repobladas.Aquí contaremos por extenso por qué Castilla se desgajó de León, qué fuerzas llevaron a la independencia castellana, pero antes es preciso explicar qué estaba pasando en la sociedad leonesa a mediados del siglo x.
Por decirlo en dos palabras, la aristocracia estaba empezando a llevar (o lo intentaba) la voz cantante en los nuevos territorios de la corona. Hasta el momento habíamos visto comunidades de campesinos que colonizaban por su cuenta y riesgo; después el poder político —la coronaocupaba los territorios, otorgaba fueros e incorporaba a nuevos pobladores. Ahora las cosas empezaban a cambiar. Sobre esas tierras así organizadas, los nobles, en nombre del rey, despliegan físicamente su poder. Es fácil explicar esto a partir de tópicos como la lucha de clases o las transformaciones económicas, pero la realidad siempre es más compleja que todos esos clichés, de manera que vamos a intentar acercarnos al fondo de la cuestión.
Para empezar, el fenómeno tiene dos caras. Por un lado, la tierra de frontera es un área especialmente expuesta a las acometidas musulmanas, de manera que necesita protección. ¿Quién puede brindar esa protección? La aristocracia militar, que ostenta el derecho de portar armas. Eso confiere a la nobleza un protagonismo indiscutible. Protagonismo, eso sí, con un poder limitado. Recordemos que en la España de este periodo, y en particular en el Reino de León, el noble no es dueño de la tierra sobre la que ejerce su jurisdicción. Uno es conde de Castilla, pero no es señor de Castilla. Ahora bien, aunque esas tierras no sean suyas, sino del rey o de los colonos, el hecho de prestar protección exige una contraprestación: los campesinos han de mantener al conde y a sus tropas. Ésta es la segunda cara del fenómeno, el deber de defensa implica que el defendido pague al defensor. ¿Cómo paga? Con bienes y servicios: grano, mieses, comida, y también trabajo. Nace así una relación de dependencia que adoptará la forma del vasallaje.