Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
Ante el ataque envolvente de la caballería ligera almorávide, la retaguardia cristiana, formada por aquella tropa auxiliar de judíos, se dio a la fuga. Con ese agujero abierto en su cuadro, ahora las tropas de León quedaban rodeadas por todas partes. La resistencia de los flancos cristianos se vio rápidamente puesta a prueba. Todos los esfuerzos de las huestes de Alfonso VI se concentraron en salvar al heredero, Sancho, cuyo flanco estaba a punto de derrumbarse. Así lo contó mucho después Jiménez de Rada:
Como un enemigo hiriese gravemente al caballo que montaba el infante Sancho, dijo éste al conde: «Padre, padre, el caballo que monto ha sido herido». A lo que el conde respondió: «Aguarda, que también a ti te herirán luego».Y al punto cayó el caballo, y al caer con él el hijo del rey, descabalgó el conde y colocó entre su cuerpo y el escudo al infante, mientras la muerte se cebaba por todas partes. El conde, como era muy buen caballero, defendió al infante por una parte cubriéndolo con el escudo y por la otra con la espada, matando a cuantos moros podía; pero al fin le cortaron el pie y al no poder tenerse, se dejó caer sobre el niño porque muriese él antes que el niño.
Pero Sancho no murió en ese momento. De hecho, el heredero de León no aparece en el primer informe de batalla que redacta Tamim. Porque la batalla todavía no había terminado. ¿Qué ocurrió?
La tragedia del infante Sancho y los siete condes
En la alcazaba de Uclés, la guarnición cristiana duda: si sale de los muros y auxilia a las tropas en el campo tal vez se invierta el signo de la batalla, pero se corre el enorme riesgo de dejar desprotegida la plaza; por el contrario, si permanece en la alcazaba será inevitable la derrota de las huestes del rey, pero la seguridad de Uclés quedará garantizada. Finalmente, la guarnición opta por permanecer en su puesto: no saldrá. Los muros de Uclés seguirán bien protegidos; pero los hombres del infante Sancho, Álvar Fáñez y García de Nájera tendrán que arreglárselas solos.
En el campo, los cristianos intentan desesperadamente sacar al infante Sancho del centro de la batalla. El conde García Ordóñez, alférez del rey, ha caído interponiendo su cuerpo entre el heredero de León y las espadas almorávides. Otros muchos caerán con él hasta conseguir apartar de allí al joven.Y una vez rescatado el infante, queda lo peor: hay que huir entre una nube de enemigos.
La retirada es muy dificil. Los caballos de los cristianos están preparados para cargas de caballería pesada: son animales grandes, corpulentos, cubiertos de gualdrapas y protecciones que los hacen letales en el avance, pero muy lentos en la retirada. Por el contrario, la caballería almorávide monta caballos pequeños y ligeros, libres de otro peso que el del jinete. Los musulmanes no tardan en alcanzar a los fugitivos. Sólo hay una oportunidad para llevar a buen término la retirada: dividirse. Una parte del ejército llevará consigo al infante y buscará cobijo en el castillo de Belinchón, controlado por una guarnición cristiana. La otra, el grueso de las tropas, al mando de Álvar Fáñez, tomará el camino de Toledo.
El ardid funciona, pero los almorávides no cejan. Un destacamento musulmán se lanza en persecución del grupo que protege al infante Sancho. Para los caballeros que escoltan al heredero ha llegado el momento supremo: pondrán sus vidas entre el infante y sus perseguidores. Siete condes, con sus guerreros más allegados, se plantan en el camino y hacen frente a los moros. Saben que no tienen ninguna oportunidad, pero en este momento su misión no es otra que morir para salvaguardar la vida del heredero. El joven Sancho, con una reducida escolta, galopa hacia el castillo de Belinchón.Y en el campo quedan, cortando el camino, los siete condes que intentarán detener a los almorávides.
¿Quiénes eran estos siete condes? Conocemos los nombres de seis de ellos. Martín Flaínez y su hijo Gómez Martínez (de los Flaínez ya sabemos que eran un linaje importantísimo en la ciudad de León). Los hermanos Diego y Lope Sánchez, con su tío el magnate Lope Jiménez.Además, otro conde llamado Fernando Díaz. En cuanto a la identidad del séptimo, hay dos versiones: una dice que era el propio conde de Nájera, que había logrado salir vivo del lance anterior y que ahora, malherido, prefirió entregar la vida allí; otra da por imposible conocer el nombre del héroe.
Los siete condes y sus hombres murieron en el empeño. Los musulmanes, con su nulo sentido de la caballerosidad, bautizaron al lugar como Siete Puercos. Sólo años más tarde, cuando Uclés sea recuperada, se cambiará su nombre por Siete Condes. La denominación derivará a Sicuendes, donde hubo un poblado a mitad de camino entre Tribaldos y Villarrubio. Hoy allí no queda nada. Tampoco nada recuerda sobre el terreno la gesta de los siete condes, salvo el papel de los libros. Al menos, eso sí, el infante Sancho había logrado escapar. Pero no sirvió de nada.
El infante Sancho había logrado escapar a Belinchón, en efecto, pero el destino había dispuesto que no saliera vivo de allí. Belinchón, veintidós kilómetros al norte de Uclés, era una de las plazas que habían pasado bajo control leonés en la dote que llevó consigo la mora Zaida. El lugar estaba poblado fundamentalmente por musulmanes, sin otra defensa que una pequeña guarnición cristiana. Cuando los musulmanes de la ciudad supieron que el ejército almorávide estaba cerca, se sublevaron. La guarnición pereció. Con ellos, el infante Sancho Alfónsez, heredero de la corona de León.
En Uclés, mientras tanto, se escribía otro capítulo de la tragedia. Los restos del ejército cristiano fueron aniquilados. Desde la alcazaba, la guarnición asistió impotente a la masacre que se desarrollaba en el campo de batalla. No hubo prisioneros. Los heridos que no pudieron huir fueron rematados. Después, los musulmanes cumplimentaron su macabro ritual: decapitaron a los cadáveres, amontonaron las cabezas en sanguinolentos túmulos y sobre ellos subieron los almuédanos para llamar a la oración. Y hecho esto,Tamim, el jefe almorávide, regresó a Granada.
Los de la guarnición de Uclés, al ver que el enemigo se retiraba, evaluaron su posición: el peligro parecía haber pasado, pero la alcazaba difiicilmente podría aguantar otro asedio. Había sólo dos opciones: o permanecer allí en espera de que acudieran nuevos refuerzos desde Toledo, lo cual era improbable, o evacuar la plaza. Escogieron evacuar Uclés, pero aquello fue su perdición. Los almorávides se habían retirado, sí, pero los gobernadores de Murcia y Valencia no habían marchado a Granada con Tamim, sino que permanecían en los alrededores y habían dispuesto tropas emboscadas precisamente en previsión de que los cristianos se retiraran. La guarnición cayó en las trampas que los musulmanes habían preparado. Muchos murieron; otros fueron hechos esclavos. Era un desastre más sobre la catástrofe de Uclés.
En ese momento los supervivientes de la batalla, los que sí habían podido retirarse bajo el mando de Álvar Fáñez, ya habían llegado a Toledo. Allí estaba también Alfonso VI, el rey, esperando noticias. «¿Dónde está mi hijo?», preguntó a sus soldados. Nadie supo contestarle; nadie sabía qué había sido del infante Sancho. Sólo algunos días más tarde se encontró su cuerpo muerto en Belinchón. Sancho, catorce años, fue enterrado junto a su madre, Zaida, en Sahagún. La corona de León había perdido a su heredero.
Las consecuencias de la batalla de Uclés fueron desastrosas. Perdido ese punto estratégico, todos los territorios fronterizos que habían pasado a León con la mora Zaida volvieron a manos musulmanas: Ocaña,Amasatrigo, Huete, Belinchón, Cuenca. Así los almorávides encontraban un pasillo abierto hacia Zaragoza. Los ejércitos de Alfonso, considerablemente mermados después de aquella batalla, tuvieron que concentrarse en la defensa de Toledo; la misión se le encomendó al veterano Álvar Fáñez.
Pero, sobre todo, Uclés fue decisiva para la cuestión política por antonomasia: la sucesión a la corona. Con el infante Sancho moría el único heredero varón de Alfonso VI. Al rey ya sólo le quedaban hijas. La mayor, Urraca, hija de su matrimonio con Constanza de Borgoña. Otras dos, Elvira y Sancha, hijas de su matrimonio con Zaida.Y aún dos más, Teresa y otra Elvira, que engendró en su amante Jimena Muñoz, poderosa dama que ejercía como tenente del castillo de Cornatel, en El Bierzo. ¿Quién heredaría el trono? Retengamos dos nombres: Urraca y Teresa, porque ambas darán mucho que hablar.
En cuanto a Alfonso VI, que ya se acercaba a los setenta años, no pudo superar tantas contrariedades. Apenas un año después de Uclés, en julio de 1109, el rey expiraba en Toledo. Dejaba tras de sí una obra de gobierno muy notable: había reconquistado tierras hasta el Tajo, había recuperado la idea imperial leonesa, había hecho florecer el Camino de Santiago, había europeizado a conciencia el reino introduciendo la liturgia romana y los usos feudales… Fue un rey decisivo. Jiménez de Rada cantó así su epitafio:
En su reinado reverdeció la justicia, la esclavitud halló su fin; las lágrimas, su consuelo; la fe, su expansión; la patria, su engrandecimiento; el pueblo, su confianza; el enemigo fue aniquilado, las armas callaron, el árabe desistió, el africano se aterrorizó; el llanto y los lamentos de España no encontraron consuelo hasta su llegada. Su diestra era la garantía de la patria, su salvaguardia sin miedo, la fortaleza sin menoscabo, la protección de los pobres, el valor de los poderosos (…). Escogió el esfuerzo como único compañero de su vida; despreciaba los placeres, encontraba gozo y deleite en los peligros de la guerra, pareciéndole que malgastaba los días de su vida que no pasaba entre ellos. Alfonso, rey poderoso y magnánimo, rey poderoso que nada teme; su arco, confiando en el Señor, halló gracia ante los ojos del Creador, que lo engrandeció con el temor de sus enemigos y lo eligió entre su pueblo para velar por la fe, ampliar el reino, aniquilar a los enemigos, acabar con los rivales, multiplicar las iglesias, reconstruir los lugares sagrados, reedificar lo destruido.
Alfonso fue enterrado en el monasterio de San Benito de Sahagún. Y en el mundo de los vivos, su testamento iba a abrir una larga querella en la España de los cinco reinos.
Alfonso de Aragón, rey de Castilla
Antes de morir, Alfonso VI había dejado todo preparado para la sucesión a la corona. Pero las cosas no eran fáciles. Sin heredero varón, las hijas del rey pasan a primer plano. Las disputas por la corona marcarán los próximos años. Dos grandes partidos dividirán a la corte de León.Y la guerra, como suele ocurrir, será la que dé y quite razones.
Vamos a empezar por las hijas del rey: Urraca y Teresa. Urraca es la primogénita del difunto Alfonso VI. Nacida hacia 1080, siendo niña fue prometida en matrimonio a Raimundo de Borgoña, aquel cruzado que vino a España cuando la batalla de Sagrajas. El rey Alfonso construyó para ellos un poderoso condado: toda la actual región de Galicia, en torno a la sede de Santiago, y además las tierras al sur del Miño reconquistadas en la estela de la campaña sobre Santarem y Lisboa. Urraca y Raimundo de Borgoña habían dirigido la repoblación de Salamanca y Ávila; peor les había ido en el oeste del reino, donde perdieron Lisboa. Raimundo murió un año antes del desastre de Uclés; no murió en el campo de batalla, sino en su castillo leonés de Grajal de Campos, y no en combate, sino de disentería. Aún no había cumplido los cuarenta años.Y su esposa, Urraca, la hija mayor del rey, quedaba viuda con veintiocho años y dos hijos: Sancha y Alfonso, ambos de muy corta edad.
La otra hija que entra en nuestra historia es Teresa. Ilegítima, nacida de los amores del rey con la poderosa dama berciana Jimena Muñoz, Teresa tenía veintiséis años cuando murió su padre. Se había casado con el otro cruzado borgoñón que llegó a Sagrajas, Enrique, y Alfonso fue generoso con la pareja: les construyó un condado en tierras portuguesas, en torno a Coímbra, que se convirtió en el señorío familiar.Y Enrique, por su parte, aprovechó que la puerta estaba abierta para entrar hasta el fondo. ¿Cómo? Nombrando obispos adictos —franceses todos ellos— en las tres diócesis de sus condados, que eran Coímbra, Braga y Oporto. Retengamos el nombre de Teresa, que será muy importante en nuestro relato, porque de ella nacerá el Reino de Portugal. Ahora, en todo caso, esta mujer, ilegítima, no entraba en la carrera por la sucesión.
El rey, antes de morir, había convocado concilio en Toledo. Alfonso VI estaba viejo y veía que la vida se le escapaba. Su heredero había muerto en Uclés. Por orden de sucesión, ahora la corona pasaba a Urraca. La cuestión estaba clara: iba a ser la primera vez que la corona de León y Castilla quedaba en las sienes de una viuda. Era preciso buscarle un marido a Urraca. Pero ¿quién? Tenía que ser alguien muy poderoso, para que el reino quedara reforzado. Tenía que ser, también, alguien ducho en las artes de la guerra, porque lo que el reino tenía enfrente era la amenaza almorávide. En España, en aquel momento, sólo había un hombre que reuniera esas características: Alfonso I el Batallador, el rey de Aragón y Navarra, aquel tremendo guerrero, misógino e implacable, que estaba derrotando una y otra vez a los musulmanes en el este del país.
¿Tan importante era lo que estaba haciendo Alfonso el Batallador? Sí, sin duda. Sus avances en la Reconquista son prodigiosos. Desde 1105 ya está en Ejea yTauste. En 1106, en El Castellar y enseguida en Balaguer. En 1107 cae por fin Tamarite de Litera. Alfonso hace todo eso jugándose literalmente la vida al frente de un ejército de dimensiones reducidas y con el apoyo de cruzados europeos. En la conquista de Ejea y Tauste, por ejemplo, sabemos que el rey terminó rodeado de enemigos, defendiéndose a mandoble limpio junto a una familia de cruzados, la de Cic de Flandes y sus cinco hijos; el de Flandes y algunos de sus hijos murieron en el combate, pero la victoria fue, una vez más, para Aragón.
Y Urraca, ¿qué pensaba de todo esto? Urraca tenía un novio o, al menos, un amante: don Gómez González Salvadórez, alférez del rey, conde de La Bureba. Todo el partido castellano de la corte apoyaba a don Gómez como esposo de Urraca. Pero Alfonso VI debió de evaluar las posibilidades de unos y de otros, y el pobre Gómez, realmente, no tenía gran cosa que ofrecer. Favorecer a la facción castellana, aunque fuera grato para el corazón de la futura reina, podía ser catastrófico para el reino, porque inevitablemente generaría conflictos internos. Por el contrario, una unión de León y Aragón sería invencible en el campo de batalla. Así Urraca se vio casada con Alfonso I el Batallador.Y cuando el rey de León murió, el enlace se celebró de inmediato.