Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (68 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Segundo problema: inmediatamente después del conflicto gallego, Alfonso se encuentra con una contestación generalizada entre la nobleza castellana y leonesa.Ya no es sólo la ambición particularista de unos pocos; ahora es toda la corte de Urraca la que brama. ¿Por qué? Porque Alfonso, nada más llegar al trono, ha querido reconstruir la estructura política y, sobre todo, militar del reino.Y aunque ha mantenido a muchos de los grandes nombres de la etapa de AlfonsoVI, como Álvar Fáñez y Pedro Ansúrez, también ha distribuido muchos cargos de confianza entre sus nobles aragoneses y navarros. Para más inri, lo ha hecho sin contar con Urraca.Y los nobles de León y de Castilla se sienten agraviados. Puede entenderse que Alfonso quisiera replantear la defensa del reino con hombres de su confianza, pero es evidente que le faltó delicadeza. Demasiados orgullos quedaron heridos.

Tercer problema: ha pasado un año desde la boda y Urraca no se queda preñada. La reina tenía ya dos hijos de su anterior marido; por tanto, es una mujer fértil. Sin embargo, no se queda embarazada de Alfonso el Batallador. ¿Es Alfonso el que tiene un problema? En su familia no había casos semejantes. ¿Es Urraca el problema? Las habladurías torturan al Batallador, porque Urraca, al parecer, no ha dejado de frecuentar a alguno de sus viejos amigos, o al menos eso dicen las malas lenguas. El problema es gravísimo, porque este matrimonio, al fin y al cabo, no tenía otro objeto que el proyecto político de unificación: un heredero común unificaría los reinos de Urraca y Alfonso —León, Castilla,Aragón, Navarrabajo una sola corona. Pero el heredero no llega.

Y cuarto problema: ambos, Urraca y Alfonso, cometen absurdos errores que van a agravar todavía más el paisaje. Conste que no les faltó voluntad: para eliminar suspicacias en sus respectivas cortes, a Alfonso se le ocurrió hacer un gesto de buen concierto y decidió que él acudiría a Toledo a gobernar el Reino de León como si fuera suyo, mientras Urraca marchaba a Huesca para gobernar Aragón y Navarra como si ella fuera la reina titular. ¿Había mejor manera de demostrar la transparente voluntad de los reyes, su decidido compromiso con la idea unificadora? Sin embargo, parece que el gesto fue más audaz de lo conveniente; incluso temerario. Porque Urraca metió la pata.

Fue en algún momento de ese tortuoso año de 1110. Urraca llegó a Navarra camino de Huesca. Por el camino paró en Olite. Allí cobró co nocimiento de que en la ciudad permanecían presos algunos rehenes moros. Eran tal vez gentes de al-Mustaín apresadas durante la refriega que costó la vida al viejo rey taifa de Zaragoza. El hecho es que Urraca, ignoramos por qué razones, decidió poner en libertad a los rehenes, eso sí, sin dejar de cobrar el correspondiente rescate. La reina hizo todo esto sin contar con el rey.Y Alfonso el Batallador, cuando se enteró, montó en cólera.

¿Cómo era Alfonso el Batallador cuando montaba en cólera? Simplemente terrible. Hizo prender a su esposa, la encerró en el castillo de El Castellar y, según diversas fuentes, además le dio una paliza. Cuatro días duró el encierro de Urraca. Sus nobles —Pedro Ansúrez, Gómez González Salvadórez, Pedro González de Lara— se las arreglaron para sacarla de allí. Cuenta la tradición que lo hicieron de una manera extravagante: deslizándola dentro de un cesto desde lo alto de la torre. Liberada por tan singular procedimiento, Urraca y sus nobles escaparon a Burgos. Acto seguido, tropas de León y de Aragón se enfrentarán abiertamente en Burgos. La situación es ya insostenible.

El paisaje empieza a arder a la vez por todas partes. En Galicia siguen los enfrentamientos entre la pequeña nobleza, partidaria de Alfonso y Urraca, y los magnates de Pedro Froilaz. Éste, que ha visto que solo no puede salir adelante, ha buscado y encontrado el apoyo de los condes de Portugal, Enrique de Borgoña y Teresa, la hermanastra de Urraca.Al mismo tiempo, en León y en Castilla los partidarios de Alfonso el Batallador han empezado a hacerse notar: son los caballeros llamados «pardos», es decir, la pequeña nobleza de las ciudades y también los burgueses, que ven con simpatía la costumbre de Alfonso de dotar a las villas de fueros y franquicias, con la consiguiente reducción del poder de los grandes señores. Como el Batallador no está dispuesto a soportar disidencias, ordena que sean depuestos algunos de sus enemigos más notorios: el abad de Sahagún, llamado Domingo, y el arzobispo de Toledo, Bernardo de Sauvetat. Urraca reaccionará con furia.

Los enemigos del Batallador no se están quietos. Cuando el rey llega a Sahagún, organizan una algarada callejera contra él. Alfonso, fiel a su estilo, se dirige a los revoltosos con una amenaza sumaria: si no se retiran, cortará los «colgajos de varón a los hombres y las tetas a las mujeres» y se lo enviará todo a Urraca.Y para demostrar que va en serio, or dena saquear el monasterio de la ciudad. Esto ya es una declaración de guerra.

Urraca, por su parte, moviliza a su gente. Álvar Fáñez le sigue fiel desde su tenencia de Toledo. También cuenta con los gallegos, o al menos con parte de ellos. Dice la tradición que la reina recabó incluso el apoyo de Jimena, la viuda del Cid.Y por supuesto, Urraca cuenta con sus condes; especialmente Gómez González Salvadórez y Pedro González de Lara, además del veterano Ansúrez.Y también con el señor de Vizcaya, Diego López de Haro, al que se ha ganado a cambio de importantes privilegios. La reina está decidida: ya tiene material para formar un ejército contra Alfonso. Marido y mujer resolverán sus conflictos en el campo de batalla.

La batalla de Candespina

Guerra abierta entre marido y mujer, cada cual con su propio ejército: eso fue la batalla de Candespina.

Urraca ha formado un ejército. O algo parecido. ¿Quiénes son los paladines de Urraca? El principal, sin duda, era Gómez González Salvadórez, conde de La Bureba, del que ya hemos hablado aquí: el antiguo amante de Urraca. Es un personaje singular, este Gómez: noble de armas, debía de tener en ese momento unos cuarenta y cinco años. De joven había ejercido como alférez de AlfonsoVI, y sin duda fue en aquella época cuando cautivó el corazón de la joven Urraca. Ahora ya no era ningún jovencito: casado con otra Urraca —Urraca Muñoz, de Cantabria—, había tenido cuatro hijos que empezaban a desempeñar cargos de importancia en la corte y en la Iglesia. ¿Por qué Gómez se atrevió a plantar cara a Alfonso el Batallador?

Por un lado hay una cuestión territorial: Gómez era conde de La Bureba, del Río Tirón y de Pancorbo, de manera que la situación geográfica de sus posesiones le predisponían al conflicto con Navarra, porque era la zona limítrofe con los dominios navarros, ahora dependientes de la corona de Aragón; no es dificil imaginar una larga serie de querellas fronterizas por el uso de ríos, pastos, montes, etc. Pero, además, parece claro que Gómez entró en relaciones amorosas con Urraca cuando ésta enviu dó, si no antes; incluso se barajó su nombre para desposarla, como hemos visto. Finalmente Urraca se casó con el Batallador, de manera que Gómez, si ya tenía razones para llevarse mal con aragoneses y navarros por asuntos de tierras, ahora unía además razones sentimentales, que son un material altamente explosivo, como todo el mundo sabe. La tradición hace a Gómez protagonista del azaroso rescate de Urraca —aquello de bajarla en un cesto—, y ahora era, sin duda, el más decidido de los paladines de la reina en la ofensiva contra el Batallador.

Sin embargo, no puede decirse que los otros paladines de Urraca desplegaran el mismo entusiasmo.Veamos el caso del más poderoso de ellos: Pedro Ansúrez, el ya muy veterano conde que había compartido destierro y glorias con Alfonso VI y que, después, había apoyado el matrimonio de Urraca con Alfonso el Batallador. Ansúrez no era enemigo del Batallador. Además, de todas las grandes casas de León, la suya era sin duda la más hispana, la mejor relacionada con los demás territorios cristianos: aliado de Aragón, también había emparentado con Urgel, y ahora, año de 1110, acababa de volver de Barcelona, donde había ayudado a Ramón Berenguer III en el sitio de Balaguer. Los intereses de Pedro Ansúrez, que tenía bajo su control todo el oriente del Reino de León, desde Liébana hasta Cuéllar, no le empujaban en modo alguno a pelear contra el marido de la reina. Por supuesto, Urraca, como reina, era su señora, y nobleza obliga. Pero podemos suponer que Ansúrez llegaría al campo de batalla sin demasiadas alegrías.

Veamos más paladines de Urraca. Fruela Díaz, de la familia leonesa de los Flaínez, conde de Astorga; un noble de importante linaje, pero de medios limitados. Diego López de Haro, el señor deVizcaya y Nájera, interesado sobre todo en afianzar su propio poder en una zona de frontera con Aragón. Pedro González de Lara, señor de amplias posesiones en Burgos, Cantabria y Asturias, pero enemistado con Gómez González.Y además Rodrigo Muñoz, conde de Cantabria, cuñado de Gómez González. Parece que también Álvar Fáñez envió tropas, pero sin abandonar personalmente Toledo. En definitiva, una hueste heterogénea, no particularmente entusiasmada y, en todo caso, más obediente a los intereses particulares de sus señores que al descabellado conflicto matrimonial entre Urraca y el Batallador.

El drama se escribió en el campo de Candespina, en Segovia, en el camino de Sepúlveda a Gormaz. No era el lugar que buscaba el ejército de Urraca, que probablemente se dirigía a Nájera, sino el lugar donde Alfonso el Batallador sorprendió a las desprevenidas huestes de su esposa. De la batalla sabemos más bien poco. Lo que cuenta la tradición es que Alfonso, enterado del asunto, había ganado por la mano a su mujer: políticamente, porque se había preocupado de obtener el apoyo de Enrique y Teresa de Portugal, que le prestaron tropas, y también militarmente, porque supo adelantarse a los movimientos de su enemiga.

¿Qué pasó en Candespina? La tradición —y aquí la tradición es la Crónica de Jiménez de Rada— dice que los castellanos resultaron bastante quebrados en el primer choque.Y entonces uno de los capitanes de Urraca, Pedro González de Lara, que mandaba la vanguardia de la hueste, optó por escurrir el bulto, dejando a las tropas de la reina en inferioridad. ¿Tuvo miedo González de Lara? No exactamente: el de Lara vio que la cosa se ponía fea y, enemistado como estaba con Gómez González, decidió dejarle solo ante el enemigo. ¿Y por qué le dejó solo? Porque Pedro González también estaba enamorado de Urraca y en aquel combate vio la oportunidad de librarse de su rival en el corazón de la reina. Es lo que dice la tradición y no hay por qué negarlo. Al menos, tiene lógica.

Para las huestes de Urraca, Candespina fue un desastre. Gómez González, viéndose solo, se batió a la desesperada, pero todo fue en vano. Cayó en combate. Alguien cortó su cabeza y la exhibió como trofeo. Ese alguien fue Enrique de Portugal, que había acudido personalmente al campo de batalla en virtud de su pacto con el Batallador. Urraca estaba en Burgos cuando recibió el cadáver de su amante. La reina, que no era mujer de muchas lágrimas, montó en cólera: mandó encerrar a Pedro González de Lara —el que había escurrido el bulto— y nombró a Gómez González «su mejor vasallo»; desde entonces se conoce al desdichado paladín como «Gómez González de Candespina».

¿Y después de la batalla? Después de Candespina, Urraca se vio forzada a reconciliarse con su marido. Esto ya era importante. No deja de resultar patética la situación de esta pareja, Urraca y Alfonso, obligados a conducir un proyecto político sin duda excepcional, pero que sólo podían sacar adelante a pesar de sí mismos y de todos los que les rodeaban. El hecho, en todo caso, es que hubo reconciliación, cabe suponer que más política que personal, entre Urraca y el Batallador. Ya veremos cómo fue.

Pero, aparte de eso, pocas consecuencias más tuvo aquel encuentro desdichado. Todo lo que rodeó a Candespina fue una insensatez, y los acontecimientos posteriores no lo serán menos. Si hasta ahora todos habían atendido a su propio interés, a partir de este momento lo harán con más ahínco todavía. Diego López de Haro, el de Vizcaya, que ya era también señor de Nájera, pactará tan pronto con Urraca como con Alfonso. Pedro Ansúrez, ya anciano, seguirá siendo poderosísimo sobre su señorío desde Liébana hasta Cuéllar y con sede en Valladolid. El conde de Lara, Pedro González, pronto será rehabilitado y enseguida vamos a encontrarle en una situación inesperada que, por ahora, no revelaremos.Y el veterano Álvar Fáñez, por supuesto, seguirá siendo el principal baluarte de la defensa castellana frente al sur.

Pero hubo un lugar donde aquella batalla sí tuvo consecuencias: Galicia y Portugal. Porque los movimientos de poder que en estas regiones venían desplegándose hasta este mismo instante, ahora van a encontrar nuevos caminos para salir a la luz.Y lo que va a pasar allí terminará cambiando el mapa de España.

Las maniobras de Pedro Froilaz y el obispo Gelmírez

Recordemos a los principales personajes del conflicto gallego, que ya han salido en nuestro relato. Uno es el arzobispo de Santiago, Diego Gelmírez. Otro, el poderoso conde de Traba, Pedro Froilaz, tutor del hijo de Urraca, o sea, del pequeño Alfonso Raimúndez. Pedro Froilaz se había levantado pocos meses atrás en Galicia. Alfonso el Batallador y Urraca le habían aplastado en Monterroso. Precisamente la represión posterior, muy dura, fue el primer motivo de ruptura entre Urraca y Alfonso. Froilaz, en todo caso, había conseguido salir vivo de allí y seguía en sus trece. El asunto gallego estaba lejos de haberse resuelto.

Lo que quería Pedro Froilaz, conde de Traba, era muy simple: constituir en Galicia un reino independiente bajo el cetro de Alfonso Raimúndez, el hijo de Urraca, del que era tutor. No era una apuesta desinteresada: si Froilaz triunfaba, el poder de verdad no residiría en el pequeño Alfonso, que en ese momento sólo tenía cinco años de edad, sino en el propio Froilaz, evidentemente. Galicia quedaría en manos de los grandes nobles, en detrimento de las villas, la pequeña nobleza y la Iglesia. Froilaz pensó que tenía fuerzas suficientes para llevar a cabo su proyecto aprovechando el caos político del reino. No fue así: la derrota de Monterroso le había hecho ver que tenía que reorientar su juego.

Frente a las ambiciones de Froilaz, la pequeña nobleza gallega se había aglutinado en una hermandad cuya bandera fue la defensa de los derechos de la reina Urraca. Esta hermandad la lideraba un caballero de renombre, Arias Pérez, originario probablemente de la comarca de Deza, en Pontevedra, al que la historia atribuye cualidades excepcionales: resolutivo, enérgico, inteligente, persuasivo, elocuente… Con Arias encontramos a su padre, Pedro Arias, y a los caballeros Oduario Ordóñez y Pelayo Gudesteiz, entre otros. Sobre el papel, los «hermandiños» tienen un poderoso apoyo a su lado: don Diego Gelmírez, el venerable obispo de Santiago de Compostela; que, no obstante, será tan frío con ellos como lo estaba siendo con el otro rival, el conde Pedro Froilaz.

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