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Authors: Linda Howard

Tags: #Intriga, #Romántico

Morir de amor (32 page)

BOOK: Morir de amor
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—Si no es algo personal —dije, pensando en voz alta—, entonces tiene que ver con los negocios, ¿no? El dinero. ¿Qué otra cosa hay? Pero yo no he engañado a nadie ni he provocado la ruina de nadie cuando abrí Cuerpos Colosales. El gimnasio Halloran ya había cerrado cuando compré el edificio y lo restauré. ¿Alguien tiene alguna idea de lo que puede ser?

Alrededor de la mesa de picnic, todos sacudieron la cabeza.

—Es un misterio —dijo Siana.

—¿Cuáles son los motivos habituales? —preguntó Papá, y empezó a enumerarlos con los dedos—. Celos, venganza, envidia. ¿Qué más? No cuento ni la política ni la religión porque, por lo que sé, Blair no se mete en política y tampoco siente nada especial por la religión. ¿No se tratará simplemente que alguien se ha vuelto loco y actúa sin pensarlo, Wyatt?

Él negó con la cabeza.

—Los dos ataques han sido premeditados. Si jugamos a los porcentajes, los dos han sido obra de un hombre…

—¿Eso cómo lo sabéis? —le preguntó Siana, intrigada como siempre por una discusión intelectual, aunque se tratara de una discusión sobre alguien que intentaba asesinarme.

—El arma usada no es un arma corta, eso lo dice la distancia. Sabemos dónde se situó el tirador porque encontramos el casquillo. Era un rifle del veintidós, que es un arma del todo habitual en estas tierras. No tiene un gran poder de contención, pero un disparo certero puede matar. También es una bala subsónica. Cuando la bala fue disparada, Blair se inclinó y por eso le dio en el brazo en lugar de darle en una región vital. Las mujeres a veces usan armas cortas, pero no suelen usar rifles, que requieren práctica y entrenamiento, algo en lo que ellas no suelen estar demasiado interesadas.

—¿Y qué hay de los frenos? —le preguntó Mamá.

—Hay cuatro mujeres en esta mesa. ¿Alguna de vosotras sabe cuál es el cable del freno?

Mamá, Siana y Jenni miraron con expresión neutra.

—Debajo del coche —dije—. Te vi mirándolo.

—Pero ¿lo sabías antes de eso?

—No, claro que no.

—Hay varios cables y varillas en la parte baja del coche. ¿Cómo sabrías cuál cortar?

—Supongo que se lo tendría que preguntar a alguien. Lo más probable es que lo cortara todo.

—Lo cual prueba mi argumento. Es probable que las mujeres no sepan la suficiente mecánica para cortar el cable del freno.

—O conseguiría un libro que me dijera dónde está el cable del freno —le dije—. Si de verdad quisiera cortarlo, encontraría alguna manera de hacerlo.

—Vale, te haré otra pregunta. Si quisieras matar a alguien, ¿acaso pensarías en esa solución? ¿Cómo lo harías?

—Si quisiera matar a alguien —musité—. En primer lugar, tendría que estar muy, muy enfadada o muy, muy asustada, y sólo lo haría en el caso de que tuviera que protegerme a mí misma o a un ser querido. Y luego usaría lo que tuviera a mano, ya fuera una llave inglesa, una piedra o mis propias manos.

—Así son la mayoría de las mujeres, y hasta ahí llegan en su idea de la premeditación. He dicho la mayoría de las mujeres, no todas, pero estadísticamente tenemos el perfil de un hombre, ¿de acuerdo?

Todos asintieron para mostrar su acuerdo.

—Pues ahora, si estuviera de verdad cabreada con alguien, lo haría de manera diferente —acoté.

Wyatt me miró con una expresión que decía que no debería preguntar, pero me preguntó de todas maneras.

—¿Qué quieres decir?

—Sobornaría a su peluquera para hacerle algo de verdad espantoso a su pelo. O ese tipo de cosas.

Wyatt apoyó la barbilla en la palma de la mano y se me quedó mirando con una media sonrisa.

—Eres una mujer temible y viciosa —dijo. Papá soltó un bufido y una risa y le dio una palmadita en el hombro.

—Sí —dije yo—. Y no lo olvides.

M
amá no quería que me marchara hasta que me hubiera curado las magulladuras. Siana y Jenni le ayudaron y me cubrieron con bolsas de hielo, crema con vitamina K, rodajas de pepino y bolsitas de té empapadas en agua. Aparte de la crema con vitamina K, todo lo demás parecía una variante de las bolsas de hielo, pero a ellas las hacía sentirse mejor y a mí me hacían sentirme mejor los mimos y el trato especial. Papá y Wyatt tuvieron el acierto de no estorbar mientras esto sucedía y se entretuvieron mirando un partido.

—Una vez tuve un accidente —dijo Mamá—. Tenía quince años. Iba en un carro lleno de heno y lo engancharon a un camión. Conducía Paul Harrison. Tenía dieciséis años y era de los pocos en el colegio que tenía algo que conducir. El único problema era que Carolyn Deale iba a su lado en el camión. No sé qué le debió hacer, pero Paul dejó de prestar atención al camino y cayó a una zanja y el carro del heno volcó. No me hice ninguna herida, pero al día siguiente estaba tan tiesa y me dolía todo tanto, que casi no me podía mover.

—Yo ya me siento así —dije, afligida—. Y ni siquiera he montado en un carro de heno. Me lo he perdido.

—Hagas lo que hagas, no tomes aspirina, porque eso empeorará las magulladuras. Prueba con Ibuprofeno —dijo Siana—. Un masaje. Un jacuzzi. Ese tipo de cosas.

—Y ejercicios de estiramientos —dijo Jenni, que me masajeaba los hombros mientras hablaba. En una ocasión, Jenni hizo un curso de masajes, según ella para divertirse, así que a ella recurríamos cuando teníamos dolores musculares. Normalmente, Jenni no paraba de hablar, pero esa noche había estado especialmente callada. No es que hiciera mohines ni nada por el estilo, pero a veces se pone así, pensativa y retraída. Me sorprendió que se quedara para hacerme el masaje porque, por lo general, solía reunirse con un grupo de amigas, o salir con alguien, o ir a alguna fiesta.

Me encanta estar con mi familia. Normalmente estaba tan ocupada con Cuerpos Colosales que no tenía demasiado tiempo para compartirlo con ellos. Mamá nos contó sus problemas con el ordenador, lo cual incluía mucho lenguaje no técnico como «trasto» y «chisme». Se apaña muy bien con los ordenadores, pero no ve ninguna necesidad de aprender términos que considera estúpidos o ridículos, como «placa base», para los que puede usar perfectamente otras palabras. En su lenguaje, una placa base es «esa cosa principal». Eso lo entiendo perfectamente. La asistencia técnica (qué risa) no estuvo a la altura de sus expectativas porque, como era obvio, le pidieron que desinstalara todo, volviera a instalarlo, y eso no había solucionado nada en absoluto. Según Mamá, le habían dicho que lo sacara todo y que luego volviera a ponerlo.

Finalmente llegó la hora de marcharse. Wyatt se acercó a la puerta. No dijo palabra, sólo me lanzó esa mirada que tienen los hombres cuando quieren irse, una impaciente expresión que dice: «¿Ya estás preparada?»

Siana lo miró y dijo:

—Ya tiene esa mirada.

—Ya lo sé —contesté, y me levanté con cuidado.

—¿La mirada? —Wyatt miró por encima del hombro, como esperando ver a alguien detrás suyo.

Las cuatro imitamos enseguida la expresión facial y corporal. Él murmuró algo, se dio media vuelta y volvió donde estaba Papá. Los oíamos conversar. Creo que Papá le hablaba a Wyatt de algunas de las grandes ventajas de vivir con cuatro mujeres. A diferencia de Jason, que había creído que sabía todo lo que tenía que saber, Wyatt era un hombre listo.

Sin embargo, Wyatt tenía razón y era verdad que teníamos que partir. Yo quería hacer el pudín de pan por la noche porque sabía que por la mañana me sentiría todavía peor.

Y eso sacó a relucir el tema de qué pensaba hacer conmigo al día siguiente, porque yo tenía mis propias ideas.

—No quiero ir a casa de tu madre —le dije, cuando estábamos en el coche—. No es que no me caiga bien, creo que es encantadora, pero pienso que estaré tan molida y me sentiré tan mal mañana que preferiría quedarme en tu casa para no levantarme de la cama en todo el día, si me apetece.

Por la luz del salpicadero, vi que ponía cara de preocupado.

—No me gusta la idea de dejarte sola.

—Si no creyeras que estoy segura en tu casa no me llevarías allí.

—No es eso. Es tu estado físico.

—Ya sé cómo tratar los calambres musculares. Los he tenido antes. ¿Cómo solías sentirte después del primer día de entrenamiento haciendo placajes?

—Como si me hubieran dado de porrazos.

—Los entrenamientos de las animadoras eran iguales. Después de la primera vez, aprendí a mantenerme en forma durante todo el año, así que nunca volvió a dolerme tanto, aunque la primera semana de entrenamiento no era nada divertida. —Luego recordé algo y suspiré—. Mejor será que descarte lo de quedarse en casa y descansar. Se supone que mi agente del seguro me conseguiría un coche, así que tendré que ir a recogerlo.

—Dame el nombre y el número de tu agente y yo me ocuparé de eso.

—¿Cómo?

—Que me traiga el coche a mí. Yo lo traeré a casa y luego le pediré a tu padre que me pase a buscar para volver al trabajo y recoger mi coche. No quiero que vuelvas a la ciudad hasta que encontremos a ese cabrón.

De pronto me asaltó una idea inquietante.

—¿Mi familia está en peligro? ¿Sería capaz ese hombre de servirse de ellos para llegar a mí?

—No busques más problemas. Hasta ahora, el asunto parece centrado en ti, concretamente. Alguien piensa que le has causado perjuicios y quiere venganza. Así es como se sienten estas cosas, cariño, la venganza. Ya se trate de una cuestión de negocios o un asunto personal, ese tipo quiere venganza.

Francamente, no sabía qué pensar. De alguna manera, no saber
por qué
alguien quería matarme era casi tan malo como los propios intentos. Vale, no era tan malo, ni de lejos. Aún así, me habría gustado saberlo. Si hubiera sabido por qué, habría sabido quién era.

No podía ser nada relacionado con los negocios, era imposible. Yo era muy escrupulosa, porque temía que Hacienda me echara el guante si no lo era. Por lo que a mí tocaba, Hacienda hacía que el hombre del saco fuera un chiste. A menudo, incluso hacía trampas en mi declaración de ingresos y no reclamaba todas mis deducciones, sólo para tener cierto margen de maniobra en caso de que me hicieran una auditoría. Pensaba que si algún día la hacían y tuvieran que pagarme, eso pondría fin a dichas auditorías, al menos en lo que concernía a mi negocio.

Nunca había despedido a nadie. Un par de personas habían renunciado porque se habían ido a otros empleos, pero era muy escrupulosa con las personas que empleaba, y no solía contratar a cualquiera sólo por llenar un hueco. Contrataba a gente buena y les pagaba bien. Ninguno de mis empleados me mataría, porque entonces se les iría al garete su plan de pensiones.

De modo que eso reducía el asunto a los agravios personales.

Y ahí no tenía ni idea.

—Descarto todo lo que sucedió en el instituto —le dije a Wyatt.

Él tosió.

—Eso probablemente tiene sentido, aunque a veces esas historias de adolescentes se vuelven muy enconadas. ¿Perteneciste a alguna pandilla?

Wyatt y yo habíamos ido a institutos diferentes, y él era unos años mayor que yo, así que no sabía nada de mis años de instituto.

—Supongo —dije—. Era animadora. Me juntaba con las otras animadoras, aunque tenía una amiga que no era animadora y que ni siquiera iba a los partidos.

—¿Quién era?

—Se llamaba Cleo Leland. Dilo tres veces muy rápido. Sus padres debieron haberse puesto ciegos de marihuana cuando la bautizaron. Era de California, así que no acababa de integrarse cuando llegó. Su madre era una de esas bellezas naturales de la madre tierra, con un discurso un poco feminista, así que no la dejaba ponerse maquillaje ni cosas por el estilo. De modo que Cleo y yo llegábamos al colegio temprano; yo llevaba mi maquillaje. Entrábamos en el lavabo de las chicas y la maquillaba para que nadie se riera de ella. No sabía nada de maquillaje cuando llegó. Era horrible.

—Ya me lo imagino —murmuró él.

—Las cosas se pusieron más difíciles cuando empezó a salir con chicos, porque tenía que ingeniárselas para maquillarse sin que su madre lo supiera. Para entonces, ya había aprendido a hacerlo sola, así que yo no tenía que maquillarla. Pero no podía esperar hasta salir con el chico, porque entonces él la vería sin maquillar, y eso habría sido un desastre.

—De eso no estoy seguro. Tú estas muy guapa sin maquillaje.

—Pero ahora ya no tengo dieciséis años. A los dieciséis, habría preferido morir que dejar que alguien viera mi cara al natural. Una se convence de que la belleza está en el maquillaje, no en una. Conozco a algunas chicas que se sentían así. Yo no, porque tenía a Mamá. Ella nos enseñó a las tres a usar el maquillaje cuando todavía estábamos en la escuela primaria, así que para nosotras no tenía nada de especial. Verás, el maquillaje no es un camuflaje sino un arma.

—¿Me interesa saberlo? —preguntó él en voz alta.

—Es probable que no. La mayoría de los hombres sencillamente no lo entienden. Pero a los dieciséis años viví una etapa de inseguridad porque tenía que hacer grandes esfuerzos para no subir de peso.

—¿Tú eras gordita? —me preguntó él, incrédulo.

Le di una palmada en el brazo.

—¡Claro que no! Era animadora, y tenía que cuidarme el peso, pero también era una voladora.

—¿Una voladora?

—Son las chicas que las otras animadoras lanzan al aire. La punta de la pirámide. Verás, yo mido uno sesenta y dos, así que soy alta para una voladora. La mayoría de las voladoras miden un metro cincuenta y siete, más o menos, y mantienen su peso en torno a los cuarenta y cinco kilos para que sea más fácil lanzarlas al aire. Yo podía tener ese peso, pero también podía pesar hasta siete kilos más, porque soy más alta. Así que tenía que cuidar mucho lo del peso.

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