Moby Dick (80 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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Y sin embargo, no se sabe cómo, Ahab —en su propia intimidad personal, según se revelaba imperiosamente a sus subordinados a cada día, a cada hora y a cada minuto y a cada instante—, Ahab parecía señor independiente, y el Parsi sólo su esclavo. También aquí, ambos parecían enyugados juntos, con un tirano invisible aguijándoles: la flaca sombra al lado de la sólida costilla. Pues, fuera el Parsi lo que fuera, el sólido Ahab era todo costilla y quilla.

Al primer leve despuntar de la aurora, se oía a popa su férrea voz:

—¡Vigías a las cofas!

Y a lo largo de todo el día, hasta después del crepúsculo y la puesta del sol, se oía esa misma voz, a todas horas, al sonar la campana del timonel:

—¿Qué veis? ¡Atentos, atentos!

Pero cuando pasaron tres o cuatro días, después de encontrar a la nave Raquel en busca de los hijos, sin ver todavía ningún chorro, el viejo monomaníaco pareció desconfiar de la fidelidad de sus tripulantes, o al menos, de casi todos menos de los arponeros paganos, y pareció dudar, incluso, si Stubb y Flask no estarían dispuestos a pasar por alto lo que él deseaba ver. Pero si tenía realmente tales sospechas, se contenía sagazmente de expresarlas, por más que sus acciones pudieran parecer sugerirlas.

—Yo mismo seré el primero en ver la ballena —dijo—: ¡Eso! ¡Ahab se ganará el doblón!

Y con sus propias manos urdió un nido de bolinas formando cesto, y, enviando arriba a un marinero, con un aparejo de una sola polea para atarlo al calcés del palo mayor, recibió los dos extremos del cable pasado hacia abajo, y, amarrando uno a su cesto, preparó una cabilla para sujetar el otro extremo al pasamanos. Hecho esto, con ese extremo aún en la mano, y poniéndose junto a la cabilla, miró alrededor a sus tripulantes, pasando de uno en otro, deteniendo largamente la mirada en Daggoo, Queequeg y Tashtego, pero eludiendo a Fedallah, y luego puso sus firmes ojos confiados en el primer oficial y dijo:

—Toma el cable; lo pongo en tus manos, Starbuck.

Entonces, acomodando su persona en el cesto, les dio orden de izarle a su alcándara, siendo Starbuck quien sujetaba el extremo del cable, y quien quedó luego a su cuidado. Y así, con una mano aferrada al mastelero de sobrejuanete, Ahab extendió su mirada sobre millas y millas de mar, a proa, a popa, a un lado y a otro, en el amplio y extenso círculo dominado desde tan gran altura.

Cuando, al trabajar con las manos en algún lugar elevado y casi aislado entre el cordaje, sin probabilidades de ofrecer apoyo al pie, el marinero, en una travesía, es izado a tal sitio y sostenido allí por el cable, en esas circunstancias, el extremo sujeto a cubierta se pone a cargo estricto de algún marinero que lo vigile especialmente, dado que, en tal selva de caballería extendida, cuyas variadas relaciones diferentes no siempre se pueden distinguir por lo que se ve de ellas desde cubierta, y siendo así que los extremos de cubierta de esas jarcias se sacan a cada pocos minutos de sus cabillas, sería sólo una fatalidad natural que, en ausencia de un vigilante constante, el marinero izado fuera soltado y cayera volando al mar por algún descuido de los tripulantes. Así que las medidas de Ahab en este asunto no eran insólitas, y la única cosa que parecía extraña en ellas es que fuera Starbuck, casi el único hombre que alguna vez se había atrevido a oponérsele con algo que se aproximara en el más ligero grado a la decisión, y uno de aquellos, además, de cuya fidelidad en la vigilancia había parecido dudar algo; era extraño que fuera éste el mismo hombre a quien eligiera para cuidarle, entregando del todo su vida en manos de una persona por lo demás sin confianza.

Ahora, la primera vez que Ahab fue izado arriba, antes de llevar allí diez minutos, uno de esos salvajes halcones marinos de pico rojo que tan a menudo vuelan incómodamente en torno a los marineros en las cofas de los balleneros por aquellas latitudes; uno de esos pájaros, vino a rondarle y a chillarle en torno a la cabeza, en un laberinto de círculos inextricablemente rápidos. Luego se disparó a la altura, a mil pies por el aire; luego bajó en espiral, y volvió a girar en torbellino en torno a su cabeza.

Pero con la mirada fija en el sombrío horizonte lejano, Ahab no pareció advertir el salvaje pájaro, y, desde luego, nadie se habría fijado mucho en él, no siendo un caso nada raro, de no ser porque entonces el ojo menos atento parecía ver alguna suerte de intención astuta en casi todo lo que se veía.

—¡El sombrero, el sombrero, capitán! —gritó de repente el marinero siciliano que, de guardia en el palo de mesana, quedaba detrás mismo de Ahab, aunque a nivel un poco más abajo que él, y con un profundo abismo de aire separándoles.

Pero ya las alas oscuras estaban ante los ojos del viejo, y el largo pico ganchudo en la cabeza: con un chillido, el negro halcón salió disparado con su presa.

Un águila voló tres veces en torno a la cabeza de Tarquino, quitándole el sombrero para volver a ponérselo, por lo cual Tanaquil, su mujer, declaró que Tarquino sería rey de Roma. Pero el augurio sólo se consideró bueno por haberse vuelto a colocar el sombrero. El de Ahab no se recuperó jamás, y el salvaje halcón siguió volando con él, muy por delante de la proa, hasta que al fin desapareció, al mismo tiempo que, en el momento de esa desaparición, se distinguió confusamente un menudo punto negro que caía al mar desde gran altura.

CXXXI
 
El Pequod encuentra al Deleite

El afanoso Pequod siguió navegando; las olas y los días siguieron pasando agitados: el ataúd-salvavidas siguió meciéndose levemente; y se avistó otro barco, míseramente mal llamado el Deleite. Al acercarse, todos los ojos se fijaron en las anchas vigas, lo que se llama la cabria, que en algunos barcos balleneros cruzan la cubierta a una altura de ocho o diez pies, sirviendo para sostener las lanchas de reserva, o sin aparejos, o inutilizadas.

En la cabria del recién llegado se observaban las destrozadas y blancas cuadernas y unas pocas tablas astilladas de lo que había sido antaño una lancha ballenera, pero ahora se veía a través de esa ruina tan claramente como se ve a través del pesado esqueleto de un caballo, blanqueado y medio desquiciado.

—¿Habéis visto a la ballena blanca?

—¡Mira! —replicó el capitán de hundidas mejillas desde el coronamiento de popa, y con el altavoz señaló la ruina.

—¿La has matado?

—Todavía no se ha forjado el arpón que lo consiga —contestó el otro, mirando tristemente una hamaca envuelta que había en cubierta, y cuyos lados reunidos algunos silenciosos marineros estaban ocupados en juntar cosiendo.

—¡Que no se ha forjado! —y apuntando desde la horquilla con el hierro de Perth, Ahab lo blandió y exclamó—: ¡Mira tú, nantuqués; aquí en esta mano tengo su muerte! Templado en sangre y templado por el rayo está este filo, y juro darle triple temple en ese sitio caliente detrás de la aleta, donde la ballena blanca nota más su maldita vida.

—Entonces Dios te guarde, viejo... ya ves esto —señalando a la hamaca—: sepulto a uno de cinco hombres robustos, que ayer mismo estaban vivos, pero antes de la noche habían muerto. Sólo sepulto a éste: los demás estaban sepultados antes de morir; navegas sobre su tumba. —Luego, volviéndose a sus marineros—: ¿Estáis dispuestos? Entonces, poned la tabla en el pasamanos, y levantad el cadáver; así, entonces... ¡Oh, Dios! —avanzando hacia la hamaca con las manos levantadas—: Que la resurrección y la vida...

—¡Bracead a proa! ¡Caña a barlovento! —gritó Ahab como el trueno a sus marineros.

Pero el Pequod, sobresaltado de repente, no fue lo bastante rápido como para escapar del ruido de la salpicadura que hizo el cadáver al caer en el agua; ni lo bastante rápido, en efecto, para que algunas de las burbujas volanderas dejaran de salpicar su casco con su espectral bautismo.

Al alejarse Ahab del abatido Deleite, se puso muy de manifiesto el extraño salvavidas que colgaba de la popa del Pequod.

—¡Eh, vosotros, mirad ahí, marineros! —gritó una voz augural en su estela—. ¡En vano, oh, desconocidos, huís de nuestra triste sepultura! ¡Nos volvéis la popa sólo para enseñarnos vuestro ataúd!

CXXXII
 
La sinfonía

Era un claro día, de azul acerado. Los firmamentos del aire y el mar apenas se podían separar en ese azur que todo lo invadía; sólo el aire pensativo era transparentemente puro y suave, con aspecto femenino, y el robusto y viril mar se hinchaba en oleadas lentas, largas y recias, como el pecho de Sansón en su sueño.

Acá y allá, en lo alto, se deslizaban las alas níveas de pequeñas aves inmaculadas; ésos eran los amables pensamientos del aire femenino; pero acá y allá, en las profundidades, muy abajo, en el azul sin fondo, se agolpaban poderosos leviatanes, peces espada y tiburones; y ésos eran los recios, turbados y criminales pensamientos del mar masculino.

Pero aunque así contrastaran por dentro, el contraste era sólo en sombras y matices por fuera: los dos parecían uno; sólo el sexo, por así decir, le distinguía.

Arriba, como un majestuoso zar y rey, el sol parecía conceder este amable aire a su osado mar agitado, como esposa dada al esposo. Y en la línea ceñidora del horizonte, un movimiento suave y trémulo —que se ve sobre todo allí, en el ecuador— señalaba la fe tierna y palpitante, el sobresalto cariñoso con que la pobre esposa otorga su seno.

Atado en lo alto y retorcido, nudoso y cargado de arrugas, hurañamente firme y sin ceder, con los ojos ardiendo como carbones que siguen encendidos en las cenizas de la ruina, el inflexible Ahab permanecía en la claridad de la mañana, elevando el casco astillado de su frente hacia la frente de hermosa niña del cielo.

¡Ah, inmortal infancia, ah, inocencia del azur! ¡Invisibles criaturas aladas que alborotan a nuestro alrededor! ¡Dulce infancia de aire y cielo! ¡Qué olvidadas estabais de la congoja apretada de Ahab! Pero así he visto a las pequeñas Miriam y Marta, sílfides de ojos risueños, haciendo cabriolas despreocupadas en torno a su viejo progenitor, y jugando con el cerco de chamuscados rizos que han crecido en el borde del requemado cráter de su cerebro.

Cruzando lentamente la cubierta desde el portillo, Ahab se asomó a la borda, y observó cómo su sombra en el agua se hundía cada vez más ante su mirada, cuanto más se esforzaba por penetrar su profundidad. Pero los deliciosos aromas del aire encantado parecieron al menos dispersar por fin aquella cosa cancerosa de su alma.

Ese aire alegre y feliz, ese cielo seductor, por fin le tocaron y le acariciaron; la tierra madrastra, tanto tiempo cruel y abrumadora, ahora le echaba sus brazos cariñosos en torno al terco cuello, y parecía sollozar de alegría por él, como por alguien a quien, por más empedernido y desviado que fuera, todavía tenía corazón para salvar y bendecir. Desde debajo de su sombrero ladeado, Ahab dejó caer una lágrima al mar, y todo el Pacífico no contenía tal riqueza como esa diminuta gota.

Starbuck vio al viejo; le vio cuánto se asomaba sobre la borda, y pareció escuchar en su propio corazón sincero el desmedido sollozo que escapaba del centro de la serenidad que le rodeaba. Con cuidado de no tocarle, ni de ser advertido por él, se le acercó, sin embargo, y se quedó a su lado.

Ahab se volvió.

—¡Starbuck!

—Capitán.

—¡Ah, Starbuck! El viento es suave, suave, y el cielo tiene un aspecto suave. En un día así, con una dulzura muy parecida a ésta, hería mi primera ballena: ¡un muchacho arponero de dieciocho años!

Hace cuarenta años... ¡cuarenta, cuarenta! ¡Cuarenta años de continua pesca de ballenas! ¡Cuarenta años de privaciones, de peligros y de tormentas! ¡Cuarenta años en el mar despiadado! ¡Durante cuarenta años, Ahab ha desdeñado la tierra pacífica; durante cuarenta años, para guerrear con los horrores de lo profundo! Sí, y de esos cuarenta años, Starbuck, no he pasado ni tres en tierra firme. Cuando pienso en la vida que he llevado; en la desolación de soledad que ha sido; en el emparedado y amurallado aislamiento de un capitán, que deja muy poca entrada a cualquier simpatía de la tierra verde que le rodea... ¡Ah, fatiga, pesadez! ¡Esclavitud de costa de Guinea que es el mando solitario! Cuando pienso en todo esto; que antes sólo sospechaba a medias y no sabía tan penetrantemente; y en cómo, durante cuarenta años, me he alimentado de salazones —adecuado símbolo del seco alimento de mi alma—; mientras el más pobre habitante de tierra firme tiene a mano diariamente frutos frescos y parte el pan fresco del mundo, en vez de mis costras mohosas; lejos, a océanos enteros de distancia de esa joven esposa niña con quien me casé pasados mis cincuenta años, zarpando al día siguiente para el cabo de Hornos, y dejando un solo hueco en mi almohada matrimonial... (¿esposa? ¿esposa?: más bien viuda con el marido vivo); sí, he hecho viuda a esa pobre muchacha al casarme con ella, Starbuck; y luego la locura, el frenesí, la sangre hirviente con que en mil ataques en la lancha el viejo Ahab ha perseguido a su presa con furia espumeante (¿más demonio que hombre?); ¡sí, sí! ¡qué cuarenta años de loco! ¡loco, loco! ¡viejo loco, ha sido el viejo Ahab! ¿Por qué este empeño de la persecución? ¿por qué fatigar y paralizar el brazo en el remo y el arpón y la lanza? ¿Qué ha ganado o mejorado ahora con eso Ahab? Obsérvalo. ¡Ah, Starbuck!, ¿no es duro que, con esta fatigosa carga que llevo, me hayan arrebatado de debajo una pobre pierna? Aquí, échame a un lado este viejo pelo; me ciega tanto que parece que lloro. Un pelo tan canoso nunca ha crecido sino de alguna ceniza. Pero ¿parezco muy viejo, Starbuck, muy viejo? Me siento mortalmente débil, doblado, jorobado, como si fuera Adán, tambaleándose bajo los siglos apilados desde el Paraíso. ¡Dios, Dios, Dios!, ¡quiébrame el corazón, desfóndame el cerebro! ¡qué burla, qué burla! ¡amarga y mordaz burla del pelo gris!: ¿acaso he vivido bastantes alegrías como para llevarlo, y parezco y me siento tan intolerablemente viejo? ¡Acércate! quédate a mi lado, Starbuck; déjame mirar unos ojos humanos; es mejor que otear al mar o al cielo; mejor que otear hacia Dios. ¡Por la tierra verde; por el claro hogar! Este es el espejo mágico: en tus ojos veo a mi mujer y mi hijo. ¡No, no! ¡quédate a bordo, a bordo! ¡No bajes a la lancha cuando vaya yo; cuando el marcado Ahab persiga a Moby Dick Ese peligro no ha de ser para ti! ¡No, no con el remoto hogar que veo en estos ojos!

—¡Ah, mi capitán, mi capitán! ¡Alma noble! ¡Viejo gran corazón, después de todo! ¡Por qué ha de perseguir nadie a ese osado pez! ¡Lejos conmigo! ¡Huyamos de estas aguas mortales! ¡Vamos a casa! También Starbuck tiene mujer e hijo; mujer e hijo de su juventud, compañeros de juego, como hermana y hermano; ¡así como los suyos, capitán, son la mujer e hijo de su tierra, afectuosa y paternal vejez! ¡Lejos, alejémonos! ¡Déjeme cambiar de rumbo al momento! ¡Con qué alegría, con qué regocijo, ah, mi capitán, correríamos para ver de nuevo a la vieja Nantucket! Creo, capitán, que en Nantucket hay algunos días suaves y azules como éste.

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