Authors: Herman Melville
—¡Ah tú, claro espíritu del claro fuego, a quien en estos mares yo adoré antaño como persa, hasta que me quemaste tanto en el acto sacramental que sigo llevando ahora la cicatriz! Te conozco, y ahora conozco que tu auténtica adoración es el desafío. No has de ser propicio ni al amor ni a la reverencia; e incluso al odio, no puedes sino matarlo, y todos ellos son matados. No hay necio sin miedo que ahora te haga frente. Yo confieso tu poder mudo y sin lugar, pero hasta el último hálito de mi terremoto, la vida disputará el señorío incondicional e integral sobre mí. En medio de lo impersonal personificado, aquí hay una personalidad. Aunque sólo un punto, como máximo: de donde quiera que haya venido; a donde quiera que vaya; pero mientras vivo terrenalmente, esa personalidad, como una reina, vive en mí, y siente sus reales derechos. Pero la guerra es dolor, y el odio es sufrimiento. Ven a tu más baja forma de amor, y me arrodillaré ante ti y te besaré; pero en tu punto más alto, ven como mero poder de arriba; y aunque lances armadas de mundos cargados hasta los topes, hay algo aquí que sigue indiferente. Ah tú, claro espíritu, de tu fuego me hiciste, y, como auténtico hijo del fuego, te lo devuelvo en mi aliento.
(Súbitos, repetidos destellos de rayos; las nueve llamas se alzan a lo largo hasta tres veces su anterior altura; Ahab, con los demás, cierra los ojos, y se los aprieta fuertemente con la mano derecha.)
—Confieso tu poder sin lenguaje ni lugar; ¿no lo he dicho así? Y eso no se me arrancó a la fuerza, ni ahora suelto estos eslabones. Puedes cegar, pero entonces puedo andar a tientas. Puedes consumir, pero entonces puedo ser cenizas. Recibe el homenaje de estos pobres ojos, y estas manos que los cubren. Yo no lo recibiría. Los rayos destellan a través de mi cráneo; mis ojos me duelen cada vez más; todo mi sacudido cerebro parece como degollado, y balanceándose sobre un terreno que lo aturde. ¡Ah, ah! Pero aun cegado, te seguiré hablando. Aunque seas luz, saltas saliendo de la tiniebla; ¡pero yo soy tiniebla que sale de la luz, que salta de ti! Cesan esas jabalinas; abríos, ojos; ¿veis o no? ¡Ahí arden las llamas! ¡Ah, magnánimo! Ahora me glorio de mi genealogía. Pero tú eres sólo mi padre feroz: a mi dulce madre no la conozco. ¡Ah, cruel!, ¿qué has hecho de ella? Ahí está mi enigma: pero el tuyo es mayor. Tú no sabes cómo has nacido, y por ello te llamas inengendrado; ciertamente no conoces tu comienzo, y por ello te llamas incomenzado. Yo conozco de mí lo que tú no conoces de ti mismo, oh tú, omnipotente. Hay algo que no se difunde más allá de ti, oh tú, claro espíritu, para quien toda tu eternidad no es sino tiempo, y toda tu creatividad es mecánica. A través de ti, de tu ser llameante, mis ojos abrasados te ven confusamente. Ah tú, fuego expósito, ermitaño inmemorial, tú también tienes tu enigma incomunicable, tu dolor sin participación. Otra vez aquí con mi altiva agonía, leo a mi progenitor. ¡Salta, salta y lame el cielo! Yo salto contigo; ardo contigo; querría soldarme contigo; ¡te adoro en desafío!
—¡La lancha, la lancha! —gritó Starbuck—: ¡mira tu lancha, viejo!
El arpón de Ahab, el forjado en el fuego de Perth, permanecía firmemente amarrado en su visible horquilla, de modo que salía más allá de la proa de su lancha, pero el mar que la había desfondado había hecho que se le cayera la floja vaina de cuero, y del agudo filo de acero ahora salía una llama horizontal de pálido fuego bifurcado. Mientras el silencioso arpón ardía allí como una lengua de serpiente, Starbuck agarró a Ahab por el brazo:
—¡Dios, Dios está contra ti, viejo! ¡Abandona! ¡Es un mal viaje! ¡Mal empezado, mal continuado! ¡Déjame bracear las vergas, mientras podemos, viejo, y convertir esto en un buen viento de regreso, para hacer mejor viaje que éste!
Al escuchar a Starbuck, la tripulación aterrorizada corrió al momento a las vergas; aunque no se izó una sola vela. Por un momento, todos los pensamientos del horrorizado oficial parecieron suyos, y levantaron una gritería casi de motín. Pero Ahab, tirando a cubierta las chasqueantes cadenas, y agarrando el arpón ardiente, lo blandió como una antorcha entre ellos, jurando que atravesaría al primer marinero que largara la punta de un cabo. Petrificados por su aspecto, y aún más aterrorizados por el feroz dardo que sostenía, los hombres se echaron atrás con consternación, y Ahab volvió a hablar:
—Todos vuestros juramentos de perseguir a la ballena blanca son tan obligatorios como el mío; y, en corazón, alma, cuerpo, pulmones y vida, el viejo Ahab está comprometido. Y para que podáis saber a qué compás late este corazón, mirad aquí: así apago de un soplo el último temor.
Y de un solo aliento, extinguió la llama.
Como, bajo el huracán que barre la llanura, los hombres huyen de la vecindad de algún gigantesco olmo solitario, cuya misma altura y robustez lo hacen mucho más inseguro, como mejor blanco para los rayos, así, ante estas últimas palabras de Ahab, muchos de los marineros huyeron de él corriendo en pánico consternado.
AHAB
, de pie junto al timón.
STARBUCK
, acercándose a él
—Capitán, debemos arriar la verga de gavia. La faja de rizos se está soltando, y el amantillo de sotavento está medio deshecho, ¿la arrío?
—No arríes nada; amárralo. Si tuviera espigas de mastelerillo de sosobre, las guindaría ahora.
—¡Capitán! ¡En nombre de Dios, capitán!
—¿Qué pasa?
—Las anclas ceden, capitán. ¿Las izo a bordo?
—No arríes nada, no muevas nada, sino amárralo todo. El viento se levanta, pero todavía no ha llegado a mis mesetas. Rápido, y ocúpate de eso. ¡Por mástiles y quillas! Me toma por el patrón jorobado de algún pesquero de cabotaje. ¡Arriar la verga de gavia! ¡Vaya pegotes! Los palos de galleta más alta se han hecho para los vientos más salvajes, y la galleta de mis sesos ahora avanza navegando entre el nublado. ¿Voy a arriarla? Ah, solamente los cobardes arrían las vergas de los sesos en tiempo de tempestad. ¡Qué estrépito hay allí arriba! Lo tomaría por sublime, si no supiera que el cólico es una enfermedad ruidosa. ¡Ah, toma medicina, toma medicina!
STUBB
y
FLASK
, en lo alto, reforzando amarras a las anclas allí pendientes
—No, Stubb, podrá golpear ese nudo todo lo que le plazca, pero jamás me hará entrar a golpes lo que acaba de decir. ¿Y cuánto tiempo hace que ha dicho exactamente lo contrario? ¿No decía una vez que el barco en que navegue Ahab tendría que pagar algo extra de póliza de seguro, como si estuviera cargado de barriles de pólvora a popa y cajas de fósforos a proa? Vamos a ver; ¿no decía eso?
—Bueno, supongamos que sí. ¿Y qué? En parte, he cambiado de carne desde entonces: ¿por qué no de pensamiento? Además, suponiendo que estemos cargados de barriles de pólvora a popa y cajas de fósforos a proa, ¿cómo diablos iban a prenderse los fósforos en esta lluvia que nos cala? Vea, amiguito, usted, con su bonito pelo rojo, no podría ahora prenderse fuego. Sacúdase, Flask; es Acuario, el Aguador: podría llenar cántaros en el cuello del capote. ¿No ve, entonces, que para esos peligros extra, las compañías de seguros marítimos tienen garantías extra? Aquí están las bocas de agua, Flask. Pero escuche, otra vez, y le contestaré a lo otro. Pero primero quite la pierna de esa cruz de ancla, para que pueda pasar el cabo; y ahora escuche. ¿Cuál es la gran diferencia entre levantar en la tormenta un pararrayos de mástil, o estar en una tormenta al lado de un mástil que no tiene en absoluto pararrayos? ¿No ve, cabeza de leño, que no le puede pasar nada al que sostiene el pararrayos, si antes no cae el rayo en el mástil? ¿De qué habla entonces? Ni un barco de cada cien lleva pararrayos, y Ahab —sí, hombre, y todos nosotros— no estábamos en mayor peligro, en mi pobre opinión, que todos los tripulantes de diez mil barcos que ahora navegan por el mar. Vaya, «Puntal», supongo que usted haría que todos en el mundo fueran por ahí con un pequeño pararrayos saliendo del pico del sombrero, como esa pluma de asador de un oficial de la milicia, y con el cable arrastrando atrás como la banda. ¿Por qué no es sensato, Flask? Es fácil ser sensato; ¿por qué no lo es, entonces? Cualquier hombre con medio ojo puede ser sensato.
—No lo sé, Stubb. A veces a usted le resulta bastante difícil.
—Sí, cuando uno está calado hasta los huesos, es difícil ser sensato, eso es cierto. Y yo estoy calado con esta lluvia. No importa; doble el cabo ahí, páselo. Me parece que estamos amarrando estas anclas como si no se fueran a usar nunca jamás. Atar estas dos anclas aquí, Flask, parece como atarle a un hombre las manos a la espalda. Y ¡qué manos tan generosas y grandes, desde luego! Son sus puños de hierro, ¿eh? ¡Qué cabida tienen, también! Me pregunto, Flask, si el mundo estará anclado a algo; pero si lo está, tiene un cable extraordinariamente largo. Ea, golpee ese nudo, y hemos terminado. Eso es: después de tocar tierra, lo más satisfactorio es pisar la cubierta. Oiga, ¿quiere retorcerme los faldones del chaquetón? Gracias. Se ríen mucho de los trajes de tierra, Flask, pero me parece que en el mar debía llevarse en las tormentas un frac de colas largas. Las colas, menguando así al bajar, sirven para desviar el agua, ya ve. Y lo mismo con los sombreros de tres picos: los picos forman canalones y gárgolas, Flask. Yo ya no quiero más chaquetones ni suestes: tengo que ponerme unas colas de golondrina y encasquetarme un sombrero de copa: eso. ¡Hola, eh! Ahí sale por la borda mi sueste: ¡Señor, Señor! ¡Que los vientos que vienen del cielo sean tan groseros! Es una noche asquerosa, muchacho.
La verga de gavia.
TASHTEGO
le pasa alrededor nuevas trincas
—¡Pon, pon, pon! ¡Basta de truenos! Demasiado trueno hay aquí arriba. ¿Para qué sirven los truenos? Pon, pon, pon. No queremos truenos; queremos ron; dadnos un vaso de ron. ¡Pon, pon, pon!
Durante las más violentas sacudidas del tifón, el marinero con la caña de mandíbula del Pequod había sido lanzado varias veces tambaleante a la cubierta por sus movimientos espasmódicos, aunque se había sujetado preventivamente la caña con aparejos, porque no se habían tensado, siendo indispensable un poco de juego en el timón.
En una galerna fuerte como ésta, mientras el barco no es más que un volante zarandeado por el huracán, no es nada raro ver que las agujas de las brújulas, de vez en cuando, dan vueltas y vueltas. Eso le pasó al Pequod: casi a cada sacudida, el timonel no había dejado de observar la velocidad de torbellino con que giraban en la rosa: es un espectáculo que difícilmente puede observar nadie sin alguna suerte de emoción insólita.
Unas horas después de medianoche, el tifón disminuyó tanto, que, con los robustos esfuerzos de Starbuck y Stubb —el uno ocupado a proa, el otro a popa— los desgarrados restos del foque, de la vela de trinquete y de las gavias se cortaron de las vergas, a la deriva, y salieron en remolino a sotavento, como las plumas de un albatros, que a veces se lanzan a los vientos en el vuelo de ese pájaro tan sacudido por las tormentas.
Las tres velas nuevas correspondientes se envergaron y rizaron y se puso más a proa una cangreja de capa, de modo que pronto el barco volvió a nadar por el agua con cierta precisión, y se dio una vez más al timonel el rumbo —por el momento, Este-Sud-Este— que debía tomar si era posible. Pues, durante la violencia de la galerna, había gobernado conforme a sus vicisitudes. Pero ahora, mientras ponía el barco tan próximo a su rumbo como era posible, mirando al mismo tiempo la brújula, he aquí, ¡buena señal!, que el viento pareció venir de popa: ¡sí, el viento contrario se volvió propicio!
Al momento se bracearon en cruz las vergas, al vivo canto de
¡Ah, el buen viento; ah, ah, fuerza, marineros!,
con los tripulantes cantando de alegría de que tan prometedor acontecimiento hubiera desmentido tan pronto los malos prodigios que lo precedieron.
De acuerdo con la orden constante del capitán —informar inmediatamente, en cualquiera de las veinticuatro horas, sobre cualquier cambio importante en los asuntos de cubierta—, Starbuck, en cuanto orientó las vergas a la brisa —por más que de modo reluctante y sombrío— bajó maquinalmente a dar noticias al capitán Ahab sobre el hecho.
Antes de llamar a la puerta de la cabina, se detuvo involuntariamente un momento ante ella. La lámpara de la cabina —balanceándose largamente a un lado y a otro— ardía de modo irregular, lanzando sombras irregulares sobre la cerrada puerta del viejo, puerta delgada, con postigos cerrados, en lugar de paneles superiores. El aislamiento subterráneo de la cabina hacía que allí reinara cierto silencio zumbador, aunque estaba cercado alrededor por todo el rugido de los elementos. Los mosquetes cargados, en el armero, resaltaban de modo refulgente, erguidos verticalmente contra el mamparo de proa. Starbuck era un hombre honrado y recto, pero, en el momento en que vio los mosquetes, brotó extrañamente del corazón de Starbuck un mal pensamiento, aunque tan mezclado con sus acompañamientos neutrales o buenos, que por el momento apenas lo reconoció como tal.
—Una vez él me iba a disparar —murmuró—; sí, ahí está el mismo mosquete con que me apuntó, el de la culata claveteada; voy a tocarlo... a levantarlo. Es extraño que yo, que he manejado tantas lanzas mortales; es extraño que tiemble ahora así. ¿Cargado? Debo ver. Eso, eso; y pólvora en la cazoleta... eso no está bien. ¿Mejor verterla?... Espera. Me curaré de esto. Agarraré firme el mosquete mientras pienso. Vengo a informarle de un viento propicio. Pero propicio ¿cómo? Propicio para la muerte y la condenación..., eso es propicio para Moby Dick. Viento propicio es el que sólo es propicio para ese pez maldito... El mismo cañón con que me apuntó... el mismísimo, ése... lo tengo aquí; él me iba a matar con lo mismo que tengo ahora... Sí, y le gustaría matar a toda su tripulación. ¿No dice que no arriará las vergas contra ninguna galerna? ¿No ha tirado su cuadrante celeste? Y en estos mismos mares peligrosos ¿no recorre su camino a tientas por la simple estima de la corredera, tan abundante en errores? Y en este mismo tifón, ¿no juró que no quería tener pararrayos? Pero ¿se consentirá mansamente que este viejo loco arrastre consigo a la condenación de todos los tripulantes de un barco? Sí, eso le haría el terco asesino de treinta y tantos hombres, si este barco sufre daño mortal; y mi alma jura que este barco sufrirá daño mortal si Ahab se sale con la suya. Entonces, si en este instante, él fuera... echado a un lado, ese delito no sería suyo. ¡Ah! ¿está murmurando en su sueño? Sí, ahí mismo... ahí, está durmiendo. ¿Durmiendo? Sí, pero todavía vivo, y pronto volverá a despertar. No te puedo soportar, entonces, viejo. Ni razonamientos, ni protestas, ni amenazas quieres escuchar; todo eso lo desprecias. Obediencia absoluta a tus mandatos absolutos, es todo lo que respiras. Sí, y dices que los marineros han jurado tu juramento: dices que todos nosotros somos Ahabs. ¡No lo quiera el gran Dios! Pero ¿no hay otro modo? ¿No hay modo legal? ¿Hacerle prisionero para llevarle al puerto? ¡Qué! ¿tienes esperanzas de arrancar la fuerza viva de este viejo de entre sus propias manos vivas? Sólo un loco lo intentaría. Supongamos que estuviera en grillos; ligado todo él con cabos y estachas; encadenado a cáncamos en el suelo de la cabina: sería entonces más horrible que un tigre enjaulado. No podría yo aguantar ese espectáculo: toda comodidad, el mismo sueño, la inapreciable cordura me abandonarían en el largo e intolerable viaje, ¿Qué queda entonces? La tierra está a centenares de leguas, y la más cercana es el cerrado Japón. Estoy aquí solo en un mar abierto, con dos océanos y un continente entero entre la ley y yo. Eso, eso, así es. ¿Es el cielo un asesino cuando su rayo hiere en la cama a uno que intenta ser un asesino, haciendo cenizas a la vez las sábanas y la piel? ¿Y sería yo un criminal, entonces, si...?