Authors: Herman Melville
—¡Ah, muchacho, yo tampoco te soltaré, a no ser que con eso te vaya a arrastrar a peores horrores que los de aquí! Ven, entonces, a mi cabina. ¡Ved! los que creéis que en los dioses está toda la bondad, y en el hombre toda la maldad, ¡ved!, ved a los omniscientes dioses olvidados del hombre que sufre; y al hombre, aunque idiota y sin saber lo que hace, lleno de dulces cosas de cariño y gratitud. ¡Vamos! ¡Me siento más orgulloso llevándote de tu negra mano que si estrechara la de un emperador!
—Ahí van ahora dos chiflados —murmuró el viejo de Man—: uno chiflado de energía, el otro chiflado de debilidad. Pero aquí está el extremo del cordel podrido... todo goteante, además. ¿Arreglarlo, eh? Creo que sería mejor que pusiéramos otro cordel nuevo. Ya hablaré de eso con el señor Stubb.
Tomando ahora rumbo a sudeste, según el acero en vilo de Ahab, y con el avance solamente determinado por la corredera de Ahab, el Pequod continuaba su camino hacia el ecuador. En tan larga travesía, a través de aguas tan poco frecuentadas, sin señalar barcos, y antes de mucho tiempo, impelido por alisios constantes, sobre olas monótonamente benignas, todas estas cosas parecían las cosas extrañamente sosegadas que preludian a alguna escena amotinada y desesperada.
Al fin, cuando el barco se acercó al borde, por decirlo así, de la zona ecuatorial de pesca, y en la profunda oscuridad que precede al alba, navegando junto a un grupo de islotes rocosos, la guardia, mandada entonces por Flask— se sobresaltó con un grito tan í; plañideramente salvaje y sobrenatural —como los gemidos medio articulados de los fantasmas de todos los inocentes asesinados por Herodes— que, como un solo hombre, se sobresaltaron de sus ensueños, y quedaron, durante unos momentos, de pie, sentados o tendidos, todos escuchando en trance, como aquel esclavo romano de la escultura, mientras el loco grito seguía oyéndose. La parte cristiana o civilizada de los tripulantes dijo que eran sirenas, y se estremecieron, pero los arponeros paganos permanecieron impertérritos. Sin embargo, el encanecido hombre de Man —el más viejo de todos los marineros— declaró que los locos ruidos estremecedores que se oían eran las voces de hombres recién ahogados en el mar.
Abajo, en su hamaca, Ahab no oyó nada de esto hasta el gris amanecer, cuando subió a cubierta; entonces se lo contó Flask, no sin acompañarlo de sombrías sugerencias. Él se rió con risa hueca, y explicó así el prodigio: esas islas rocosas que había pasado el barco eran refugio de grandes números de focas, y algunas focas jóvenes que habrían perdido a sus madres, o algunas madres que habrían perdido a sus cachorros, debían haberse acercado al barco, acompañándole, con gritos y gemidos de los suyos, que parecen humanos.
Pero esto no hizo sino afectarles aún más a algunos de ellos, porque la mayor parte de los marineros abrigan un sentimiento muy supersticioso sobre las focas, no sólo por sus peculiares ruidos cuando están en apuros, sino también por el aspecto humano de sus cabezas redondas y seminteligentes, al verse asomando a atisbar, en las aguas junto al barco. En ciertas circunstancias, en el mar, se han tomado más de una vez las focas por hombres.
Pero los presentimientos de los tripulantes estaban destinados a recibir una confirmación muy plausible con uno de ellos mismos, aquella mañana. Ese marinero, al salir el sol, se levantó de su hamaca para ir a su cofa en el trinquete, y ahora no es posible saber si fue porque todavía no se había despertado del todo de su sueño (pues los marineros a veces suben en estado de transición), pero, fuera como fuera, no llevaba mucho tiempo en su percha cuando se oyó un grito —un grito y una caída— y, al mirar a lo alto, vieron un fantasma que caía por el aire; y mirando abajo, un montoncito de burbujas acumuladas en el azul del mar.
La boya de salvamento —un largo y estrecho barrilete— fue lanzada desde la popa, donde colgaba siempre, obedeciendo a un hábil resorte: pero no hubo una mano que subiera a agarrarla, y el barrilete quedó tanto tiempo al sol que se encogió de tal modo que se llenó por todos los poros, hasta que el barrilete, claveteado y con aros de hierro, siguió al marinero al fondo, como para darle almohada, aunque bien dura en verdad.
Y así el primer hombre del Pequod que subió al palo a otear en busca de la ballena blanca, en la zona propia y peculiar de la ballena blanca, fue tragado por la profundidad. Pero quizá pocos pensaron en ello en ese momento. En efecto, no se sabe por qué, no se afligieron ante este suceso, al menos como cosa portentosa, pues lo consideraron no como presagio de un mal en el futuro, sino como cumplimiento de un mal ya presagiado. Declararon que ahora ya sabían el motivo de esos locos aullidos que habían oído la noche anterior. Pero una vez más, el viejo de Man dijo que no.
Había que reemplazar ahora la boya de salvamento perdida: se dieron instrucciones a Starbuck para que se ocupara de ello, pero como no se encontró un barril de suficiente ligereza, y, con la febril ansiedad de lo que parecía la crisis inminente del viaje, todos los marineros se impacientaban con cualquier trabajo que no estuviera en relación directa con su objetivo final, cualquiera que resultara ser, por todo ello, se iba a dejar la popa del barco desprovista de boya, cuando, con ciertos extraños signos e insinuaciones, Queequeg insinuó algo sobre su ataúd.
—¡Un ataúd por boya de salvamento! —gritó Starbuck, sobresaltado.
—Un poco extraño, yo diría —dijo Stubb.
—Servirá bastante bien —dijo Flask—, el carpintero puede arreglarlo fácilmente.
—Súbelo; no hay otra cosa que sirva —dijo Starbuck, después de una pausa melancólica—. Arréglalo, carpintero, no me mires así... el ataúd, quiero decir. ¿Me oyes? Arréglalo.
—¿Tengo que clavar la tapa, señor Starbuck? —moviendo la mano como un martillo.
—Sí.
—¿Y tengo que calafatear las junturas? —moviendo la mano como con un hierro de calafate.
—Sí.
—¿Y tengo que darle pez por encima? —moviendo la mano como con una olla de pez.
—¡Fuera! ¿Qué te ha entrado para ponerte así? ¡Haz una boya salvavidas con el ataúd, y basta! Señor Stubb, señor Flask; vengan a proa conmigo.
—Se marcha enfurecido. El conjunto, lo puede aguantar; pero las partes le hacen echarse atrás. Ahora, no me gusta esto. Yo le hago una pierna al capitán Ahab, y la lleva como un caballero, pero le hago una caja a Queequeg, y no quiere meter la cabeza dentro. ¿Se van a perder todas mis molestias con este ataúd? Y ahora me mandan que lo convierta en una boya salvavi
das
. Es como volver un gabán viejo: poner la carne del otro lado, ahora. No me gusta esta tarea de remendón... no me gusta nada; es poco digna; no es mi sitio. Que los muchachos de los leñadores pongan lañas; nosotros estamos por encima de ellos. No me gusta poner manos sino en trabajos limpios, vírgenes, claros y rectos, matemáticos; algo que empieza como es debido por el principio, y está en la mitad cuando se llega a medio camino, y se acaba en la conclusión, no un trabajo de remendón, que se acaba por en medio, y empieza por el final. Es un truco de vieja, dar trabajos de remendón. ¡Señor! qué cariño tienen todas las viejas a los lañadores. Conozco una vieja de sesenta y cinco años que se escapó una vez con un joven lañador calvo. Y ésa es la razón por la que nunca quería yo trabajar para las viejas viudas solitarias de tierra adentro, cuando tenía mi taller en el Vineyard, se les podría haber metido en sus viejas cabezas solitarias escaparse conmigo. Pero ¡ahí va! En el mar no hay más cofias que la espuma de las olas. Vamos a ver. Clavar la tapa, calafatear las junturas, darle pez por encima, ponerle los listones en las costillas, bien cerrados, y colgarlo con el resorte de disparo en la popa del barco. ¿Se han hecho nunca tales cosas con un ataúd? Pues algunos viejos carpinteros supersticiosos se dejarían colgar atados de las jarcias, antes que hacer este trabajo. Pero yo soy de abeto nudoso de Aroostook, yo no me agito. ¡Con un ataúd por baticola! ¡Navegando por ahí con una bandeja de cementerio! Pero no importa. Los que trabajamos la madera, hacemos camas de matrimonio y mesas de juego, igual que ataúdes y coches fúnebres. Trabajamos por la mesada, o por encargo o a destajo; y no es cosa nuestra preguntar el por qué y para qué de nuestro trabajo, a no ser que sea una cosa de remendón demasiado condenada, y entonces si podemos nos lo quitamos de encima. ¡Ejem! Ahora haré este trabajo con cariño. Pondré... vamos a ver... ¿cuántos hay en la tripulación del barco, en total? Pero se me ha olvidado. De cualquier modo, haré treinta cables salvavidas separados, con nudos de cabeza de turco, cada cual de tres pies de largo, cabalgando alrededor del ataúd. Entonces, si el casco se va a pique, habrá treinta tipos animados peleando por un solo ataúd, ¡un espectáculo que no se ve a menudo bajo el sol! ¡Vengan martillo, hierro de calafate, olla de pez y pasador! Vamos a ello.
El ataúd, puesto sobre dos barriletes de cable, entre el banco de los tornillos y la escotilla abierta; el carpintero, calafateando las junturas, con la ristra de estopa retorcida saliendo lentamente de un gran rollo metido en el pecho de la blusa.
AHAB
sale lentamente por la porta de la cabina, y oye a
PIP
que le sigue.
—¡Atrás, muchacho! En seguida vuelvo contigo. ¡Allá va! Ni esta mano obedece a mi humor más dócilmente que ese muchacho. ¡La nave central de una iglesia! ¿Qué hay ahí?
—Boya de salvamento, capitán. Órdenes del señor Starbuck.
¡Eh, mire, capitán! Cuidado con la escotilla.
—Gracias, hombre. Tu ataúd está muy cerca de la fosa. —¿Capitán? ¿La escotilla? ¡Ah, así es, capitán, así es!
—¿No eres tú el fabricante de piernas? Mira, ¿este muñón no procede de tu taller?
—Creo que sí, capitán: ¿aguanta bien el zuncho?
—Bastante bien. Pero ¿no eres también el enterrador?
—Sí, señor; yo arreglé esta cosa de aquí como ataúd para Queequeg, pero ahora me han puesto a convertirla en otra cosa. —Entonces, dime: ¿no eres un redomado entremetido intruso, un monopolizador pícaro impío, para estar un día haciendo piernas y al otro día ataúdes para encerrarlas, y luego boyas salvavidas con esos mismos ataúdes? Tienes la misma falta de principios que los dioses, y eres un enredador para todo, igual que ellos.
—Pero yo no lo hago con intención, capitán. Lo hago por hacer.
—Como los dioses, también. Escucha, ¿no cantas siempre, cuando trabajas en un ataúd? Los titanes, según dicen, canturreaban melodías cuando hacían astillas los cráteres para convertirlos en volcanes, y el sepulturero de la función canta azada en mano. ¿No lo haces tú?
—¿Cantar, capitán? ¿Canto yo? Ah, en eso soy bastante mediano; pero el motivo por el que el sepulturero hacía música debe ser porque su azada no la tenía. Pero el mazo de calafate está lleno de música. Escúchelo.
—Sí, y eso es porque la tapa hace de caja de resonancia, y lo que convierte todas las cosas en caja de resonancia es esto... que no hay — nada debajo. Y sin embargo, un ataúd con un cuerpo dentro suena poco más o menos lo mismo, carpintero. ¿Alguna vez has ayudado a llevar un féretro, y has oído el ataúd chocando con la verja del cementerio, al entrar?
—A fe, capitán, yo...
—¿Fe? ¿Eso qué es?
—Bueno, pues eso de a fe, es sólo una especie de exclamación... eso es todo, capitán.
—Hum, hum; sigue.
—Iba a decir que...
—¿Eres un gusano de seda? ¿Tejes tu propio sudario sacándotelo de ti mismo? ¡Mírate el pecho! ¡Despáchate! Y haz desaparecer estos trastos...
—Se va a popa. Ha sido repentino, esta vez; pero en las latitudes cálidas, los chubascos vienen de repente. He oído decir que la isla de Albemarle, una de los Galápagos, está cortada por la mitad por el ecuador. Me parece que a ese viejo le corta una especie de ecuador, también, por la mitad. Siempre está en la línea... ferozmente cálido, os lo aseguro. Mira para acá... vamos, estopa; deprisa. Ya vamos otra vez. Este mazo de madera es el tapón, y yo soy el profesor de vasos musicales... ¡tac, tac!
AHAB,
para sí mismo
—¡Qué espectáculo! ¡Qué ruido! ¡El encanecido pájaro carpintero golpeando en el árbol hueco! Los ciegos y los mudos pueden ser ahora bien envidiados. ¡Ved! esa cosa descansa en dos barriletes de cabo, llenos de cabos balleneros. Un tipo muy maligno, ese hombre. ¡Tac, tac! ¡Así es el tictac de los segundos del hombre! ¡Ah, qué inmateriales son todos los materiales! ¿Qué cosas reales hay, sino los pensamientos imponderables? Aquí está ahora el mismísimo símbolo temido de la muerte terrible, que, por puro azar, se convierte en el signo expresivo de la ayuda y la esperanza de la vida más en peligro. ¡Una boya salvavidas hecha de un ataúd! ¿Va aún más allá? ¿Podrá ocurrir que, en algún sentido espiritual, el ataúd sea, después de todo, el preservador de la inmortalidad? Pensaré sobre esto. Pero no. Tanto he avanzado por el lado oscuro de la tierra, que su otro lado, el claro y teórico, me parece sólo un crepúsculo incierto. ¿No acabarás nunca, carpintero, con ese ruido maldito? Me voy abajo; que no vea aquí esto cuando vuelva. Ahora, Pip, hablaremos de esto: de ti absorbo maravillosas filosofias. ¡Algunos desconocidos conductos de los mundos desconocidos deben vaciarse en ti!
Al día siguiente se avistó un gran barco, el Raquel, que se dirigía derecho hacia el Pequod, con toda la arboladura densamente cuajada de marineros. Entonces, el Pequod marchaba a buena velocidad por el agua, pero al acercársele a contraviento el visitante con las alas extendidas, sus jactanciosas velas cayeron todas a la vez como vejigas vacías que estallan, y toda la vida huyó del casco herido.
—Malas noticias, trae malas noticias —murmuró el viejo de Man.
Pero antes que su capitán, altavoz en boca, se irguiera en la lancha, y antes que pudiera saludar esperanzado, se oyó la voz de Ahab.
—¿Habéis visto a la ballena blanca?
—Sí, ayer. ¿Habéis visto una lancha ballenera a la deriva?
Sofocando su alegría, Ahab contestó negativamente a esa pregunta inesperada, y habría querido ir a bordo del recién llegado, cuando se vio al propio capitán visitante, una vez detenido su barco, descender por su costado. Unas pocas remadas vigorosas, y el bichero pronto se enganchó en los cadenotes del Pequod, y él saltó a cubierta. Inmediatamente Ahab lo reconoció como uno de Nantucket, conocido suyo. Pero no se intercambiaron saludos formales.