Misterio En El Caribe (15 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Misterio En El Caribe
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Molly miró alternativamente a los dos hombres, repitiendo, como si aún estimara imposible aquel hecho:

—Me llené las manos de sangre...

—Sí, sí... La suya fue verdaderamente una experiencia sumamente desagradable. No es necesario que nos refiera más detalles relativos a esa parte del episodio. ¿ Cuánto tiempo llevaría usted paseando en el instante de
encontrarla...
?

—Lo ignoro. No tengo la menor idea.

—¿Una hora? ¿Media hora? ¿Más de una hora?

—No sé.

Daventry inquirió en un tono absolutamente normal:

—¿Llevaba usted consigo un cuchillo?

—¿Un cuchillo? —Molly hizo un gesto de sorpresa—. ¿Para qué podía yo quererlo en aquel sitio?

—Se lo pregunto porque uno de los hombres que trabajan en la cocina aseguró haberla visto a usted con uno en las manos en el instante de salir al jardín.

Molly frunció el ceño.

—Pero... ¡si yo no salí de la cocina! ¡ Ah, bueno! Usted quiere decir más temprano, antes de la cena... No, no creo que eso pudiera ser...

—Usted había estado dando los últimos toques a las mesas, ¿no es así?

—Es una cosa que hago con cierta frecuencia. Los camareros se equivocan... En ocasiones no ponen todos los cuchillos necesarios y otras se exceden en cuanto al número. Esto pasa también con las cucharas y los tenedores...

—¿Es
esto
lo que observó usted aquella noche?

—Es posible... Pudiera tratarse de algo semejante. La corrección de un error de tal tipo se hace de un modo instintivo. Ni siquiera se detiene una a pensar en el acto que realiza...

—¿Admite entonces que pudo haber abandonado la cocina siendo portadora de un cuchillo?

—No creo... Estoy segura de que no. —Molly se apresuró a añadir—: Tim estaba allí. Él es seguro que lo sabrá. Pregúntenle.

—¿Le era a usted simpática la chica indígena, Victoria? ¿Llevaba a cabo bien su cometido?

—Sí. Tratábase de una muchacha excelente.

—¿No riñó nunca con ella?

—¿Que si yo...? No, no.

—¿Nunca la amenazó?

—No le entiendo. ¿Qué quiere usted decir?

—Es igual... ¿No tiene usted idea alguna sobre la posible identidad de la persona que la asesinó?

—No, no, en absoluto.

Molly hablaba ahora con evidente seguridad.

—Bien. Le estamos muy agradecidos, señora Kendal. Habrá visto que esto ha sido menos malo de lo que se figuró al principio.

—¿Es eso todo?

—Eso es todo, por ahora.

Daventry se puso en pie, abriendo la puerta de la habitación para que Molly saliera. Quedóse unos momentos plantado en el umbral, mirándola.

—Tim tendría que estar enterado de eso —manifestó en el instante de sentarse nuevamente—. En cambio afirma categóricamente que su mujer no era portadora de ningún cuchillo.

Weston indicó gravemente:

—Creo que eso es lo que cualquier esposo se sentiría obligado a declarar.

—Un cuchillo de mesa se me antoja un instrumento muy burdo para cometer un crimen.

—Tenga en cuenta, señor Daventry, que dentro de su clase era un tipo especial. En la cena de la noche en que se cometió el asesinato fueron servidos unos suculentos bistecs. Sí. Figuraban en el menú. Con seguridad que los cuchillos con que los comensales desmenuzaron aquéllos estaban bien afilados.

—Lo cierto es que no puedo creer que la chica con quien hemos estado hablando hace unos minutos sea la autora del crimen, inspector.

—No es necesario creer eso todavía, señor Daventry. Puede haber ocurrido muy bien que la señora Kendal saliera al jardín antes de la cena con un cuchillo que había retirado de una de las mesas por haber sido puesto de más... Es posible, incluso, que no se diera cuenta de que lo llevaba, dejándolo luego en cualquier parte. Otra persona pudo hacer uso de él... Pienso como usted. Es muy improbable que sea ella la autora del crimen.

—Y, sin embargo —añadió Daventry pensativamente—, estoy convencido de que no nos ha dicho todo lo que sabe. Su vaguedad en lo que se refiere a ciertas cosas es sorprendente... Olvida dónde estaba, qué hacía allí... Aquella noche, según lo manifestado por los comensales, nadie la vio en el comedor, al parecer.

—El esposo se encontraba en su sitio de costumbre, desde luego. Ella no...

—¿ Cree usted que marchó en busca de alguien, de Victoria, por ejemplo ? Quizá concertaran una cita. ¿Cabe tal posibilidad, a su juicio?

—Pues... sí. También puede ser que la señora Kendal sorprendiera a una persona que pensara reunirse con Victoria.

—¿Está pensando en Gregory Dyson?

—Sabemos que éste habló con la joven con anterioridad... Tal vez se pusieran de acuerdo para verse de nuevo más tarde... Todo el mundo se movía libremente por la terraza, por el salón. Se bebía, se bailaba, se entraba y salía del bar a cada paso...

—Esas estrepitosas orquestas modernas pueden proporcionar a veces unas coartadas excelentes —observó Daventry con una mueca.

Capítulo XVI
 
-
Miss Marple Busca Ayuda

Cualquiera que hubiese visto a aquella dama ya entrada en años que se encontraba frente a su «bungalow» de pie, en actitud meditativa, se habría figurado que pensaba única y exclusivamente en la manera de sacar el máximo fruto posible de la jornada que tenía por delante... ¿Qué hacer? Quizá no fuese mala idea visitar el Castillo de Cliff, o ir a Jamestown... Tampoco era mal plan comer en Penguins Point, o pasar tranquilamente la mañana en la playa...

Pero la dama en cuestión pensaba en aquellos instantes en cosas muy distintas. La verdad era que interiormente había adoptado una actitud militante, una actitud abocada a la acción.

«Es preciso hacer algo»,
se había dicho.

Además, estaba convencida de que no había tiempo que perder. Era indispensable actuar con toda urgencia. Ahora bien, ¿a quién hubiera podido convencer ella a su vez de que no andaba completamente equivocada?

Con tiempo de sobra se creía capaz de descifrar el enigma que contemplaba por sí misma. Ya había averiguado muchos detalles en relación con aquél. Pero no todos los que precisaba. Y el plazo de tiempo de que disponía era muy breve. Había advertido ya que dentro de aquella isla paradisíaca no contaba con ninguno de sus aliados habituales.

Pensó, apenada, en sus amigos de Inglaterra... En sir Henry Clithering, eternamente dispuesto a escucharla con la mayor indulgencia. En Dermot, su ahijado, quien, a pesar de su alta calificación en Scotland Yard, creía firmemente que cuando miss Marple emitía una opinión ésta era merecedora de un detenido análisis porque, normalmente, contenía algo sustancial...

En cambio, ¿qué atención podía prestar a las sugerencias de una anciana dama extranjera aquel policía indígena de la voz melosa que ella conocía? ¿Cabía pensar en el doctor Graham? No. Éste no era el hombre que ella necesitaba. Resultaba demasiado suave en sus maneras, demasiado vacilante... No era hombre de vivos reflejos, de rápidas decisiones.

Miss Marple, sintiéndose una humilde delegada del Altísimo, llegó casi a proclamar en alta voz su necesidad de aquellos instantes con bíblicas frases.

—¿Quién vendrá por mí? ¿A quién seré enviada?

El sonido que percibió poco después no fue reconocido instantáneamente por ella como una respuesta a su plegaria... No, no. En absoluto. Mentalmente lo registró como la posible llamada de un hombre, pendiente de su perro.

—¡Eh!

Miss Marple, muy perpleja, prefirió apartar la atención de aquella voz.

—¡Eh!

Ahora el tono era más ronco. Miss Marple echó un vistazo a su alrededor.

—¡Eh! —gritó mister Rafiel impaciente, añadiendo—: ¡Sí, usted...! A miss Marple le costó trabajo comprender que aquella llamada iba dirigida a ella. Tratábase de un método para establecer comunicación acerca del cual carecía de experiencia. Desde luego, el procedimiento tenía bien poco o nada de cortés. Miss Marple no se ofendió porque nadie se ofendía nunca con mister Rafiel, quien hacía muchas cosas arbitrariamente. La gente le aceptaba como era, igual que si dispusiera de una autorización especial. Miss Marple miró hacia el «bungalow» vecino. El viejo le hizo señas.

—¿Me estaba usted llamando? —inquirió miss Marple.

—Naturalmente que la estaba llamando —respondió mister Rafiel—. ¿A quién cree usted que llamaba si no? ¿A algún gato? Vamos, acérquese.

Miss Marple volvió la cabeza, buscando su bolso, lo cogió y cruzó el espacio que separaba una casita de otra.

—A menos que alguien me ayude, no puedo ir hacia usted —replicó mister Rafiel—, de manera que no hay más remedio que invertir los términos.

—Le comprendo perfectamente, mister Rafiel.

Éste le señaló una silla.

—Siéntese. Quiero charlar con usted. Algo muy extraño está ocurriendo en nuestra isla.

—Así es, en efecto —respondió ella, tomando asiento, de acuerdo con la indicación del anciano.

Impulsada por un hábito muy arraigado, miss Marple sacó del bolso sus agujas y su lana.

—Deje usted su labor a un lado —dijo mister Rafiel—. No puedo soportarla. Me disgustan las mujeres que pasan el tiempo entretenidas con esas tareas. Me sacan de quicio.

Miss Marple volvió a guardar dócilmente sus cosas en el bolso. En su gesto no hubo el menor amago de rebeldía. Antes bien, adoptó el aire de la enfermera dispuesta a tolerar las extravagancias de un enfermo veleidoso.

—Se habla mucho por ahí y apostaría lo que fuese a que usted está al corriente de eso —declaró el anciano—. Y lo que digo ahora de usted hágalo extensivo al canónigo y a su hermana.

—En vista de lo sucedido en el hotel recientemente parece muy natural que la gente formule comentarios de muy diversas clases —alegó miss Marple.

—Veamos... Esa chica nativa es hallada entre unos arbustos, asesinada. Ese incidente quizá no ofrezca nada de particular. Es posible que el hombre que vivía con ella fuese celoso y... También puede ser que anduviera con otra mujer, y la muchacha provocara una riña. Ya sabe usted lo que son estas cosas en el trópico. Algo por este estilo tiene que haber ocurrido. ¿Usted qué opina?

—No por ahí —dijo miss Marple vagamente, moviendo la cabeza.

—Las autoridades adoptan idéntica posición...

—Aquéllas le informarían a usted mejor que a mí siempre —señaló miss Marple.

—Sin embargo, estoy seguro de que usted está más enterada que yo. No en balde ha prestado oídos a cuanto se ha dicho por aquí sobre este asunto.

—Eso es cierto.

—Usted, aparte de eso, tiene poco que hacer, ¿eh?

—No hay otro modo de hacerse con una información de utilidad.

—Debo confesarle una cosa... —declaró mister Rafiel, estudiando detenidamente a miss Marple—. He incurrido en un error con respecto a usted. Yo no suelo equivocarme con la gente. Usted no es como yo me la imaginé en un principio... Estaba pensando en todos los rumores puestos en circulación con motivo de la muerte del comandante Palgrave. Usted cree que fue asesinado, ¿verdad?

—Mucho me temo que sí —contestó miss Marple.

—Yo estoy absolutamente convencido de ello.

Miss Marple contuvo el aliento.

—Es una respuesta categórica la suya, ¿no le parece?

—Sí que lo es —reconoció el viejo—. Se la debo a Daventry. No estoy traicionando ninguna confidencia porque al final habrá de ser conocido el resultado de la autopsia. Usted le dijo a Graham algo; éste se fue a ver a Daventry; Daventry visitó al administrador; la Brigada de Investigación Criminal fue informada oportunamente... Luego convinieron todos que existían algunas cosas nada claras en la muerte del pobre Palgrave. Optaron por desenterrar el cadáver de éste y echarle un vistazo, a fin de averiguar a qué causas obedeció la muerte.

—¿Y qué es lo que encontraron? —preguntó miss Marple.

—Descubrieron que le había sido administrada una dosis mortal de un producto cuyo nombre sólo es capaz de pronunciarlo bien un médico. Por lo que yo recuerdo suena como di-cloro-exagonaletilcarbenzol. Por supuesto, ésa no es su denominación. Puedo decir que me he aprendido la música, pero no la letra. El médico del servicio policiaco utilizó esa palabra, u otra semejante, para que nadie supiera tanto como él. Lo más probable es que la droga lleve un nombre muy corriente, que se llame Evipan, Veronal o Jarabe de Easton... Algo así, en fin. Con la denominación oficial se chasca a los hombres de leyes. Bueno, el caso es que una pequeña dosis del producto es capaz de causar la muerte. Los síntomas que se presentan son los mismos que sufren los sujetos que padecen de hipertensión... agravada por el descuido y la afición al alcohol y a las veladas alegres. Por eso, al empezar toda la historia de la muerte de Palgrave la gente acogió ésta como algo natural, sin recelos. Todos exclamaron: «¡Pobre viejo!», apresurándose a darle cristiana sepultura. Ahora los investigadores dudan de que tuviera el menor indicio de tensión. ¿Le confesó a usted algo en tal sentido el comandante?

—No.

—¡Exacto! Y, no obstante, todo el mundo dio eso por descontado.

—Me parece que el comandante Palgrave habló con algunas personas de eso.

—¡Bah! Es como cuando la gente ve fantasmas —manifestó mister Rafiel—. Jamás da uno con el tipo que afirme haberse encontrado frente al duende de turno. Siempre acaba por ser un primo, en segundo grado, de una tía, un amigo de ésta o un amigo de otro amigo. Todo el mundo pensó en la hipertensión porque en el dormitorio de la víctima fue hallado un frasco de tabletas, un preparado que acostumbran recetar los médicos a los pacientes aquejados de esa enfermedad. Ahora llegamos al punto más interesante de la cuestión... Yo creo que la muchacha indígena fue asesinada por haber dicho que las tabletas podían haber sido colocadas en el estante del lavabo de Palgrave no por éste, sino por otra persona. El frasco de tabletas lo había visto antes, en la habitación de un individuo llamado Greg...

—El señor Dyson padece de hipertensión. Su esposa lo declaró así

—apuntó miss Marple.

—Repito: su frasco fue dejado en la habitación de Palgrave para sugerir su enfermedad y hacer aparecer su muerte como natural.

—Exacto. Luego se puso en circulación, hábilmente, un cuento: Palgrave dijo allí que padecía de tensión arterial... Bueno, ya lo sabe usted, resulta bastante fácil difundir un rumor. Sí, muy fácil. Yo he tenido ocasión de comprobarlo más de una vez prácticamente.

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