Read Misterio En El Caribe Online
Authors: Agatha Christie
—Ha pensado usted detenidamente en esto, ¿eh?
Miss Marple asintió. Con voz firme, casi dictatorial, nada acostumbrada en ella, dijo:
—Tenemos que impedir que suceda
eso
, mister Rafiel.
Tiene usted que impedirlo
.
—¿Yo? —inquirió el viejo, atónito—. ¿Por qué yo?
—Porque usted es un hombre rico e importante —dijo miss Marple—. La gente se inclinará a hacer lo que usted diga o sugiera. De mí no harían el menor caso. Todos afirmarían que soy una vieja dada a idear fantasías.
—Y puede que tuvieran razón —manifestó mister Rafiel con su brusquedad de siempre—. Claro que en este caso demostrarían ser unos necios. Yo me inclinaría a pensar que no habría ni una sola persona que la creyese con cerebro suficiente para discurrir como lo ha hecho. Razona usted, en verdad, de una manera muy lógica. Son pocas las mujeres capaces de acometer con éxito tal empresa —mister Rafiel, incómodo, se agitó penosamente en su silla—. ¿Dónde diablos se encontrarán Esther y Jackson? Necesito cambiar de posición. No. No lograremos nada con que usted intente ayudarme. Le faltan a usted fuerzas para eso. No sé qué es lo que se propondrá esa pareja dejándome aquí solo.
—Iré en su busca.
—Usted no va a ir a ninguna parte. Se quedará aquí, conmigo. Trataremos los dos de descifrar el enigma. ¿Quién es el asesino? ¿El brillante Greg? ¿El silencioso Edward Hillingdon? ¿Jackson, mi querido servidor? Uno de los tres tiene que ser, ¿no?
—Lo ignoro —replicó miss Marple.
—¡Ahora me sale usted con ésas! ¿Qué queda entonces de lo que hemos estado hablando por espacio de veinte minutos?
—Acaba de ocurrírseme que puedo estar equivocada.
Mister Rafiel miró a miss Marple con cierta expresión de disgusto.
—¡Vaya! ¡Tan segura como parecía estar de sus afirmaciones!
—¡Oh! Tengo seguridad en todo lo que al
crimen
se refiere... Dudo, en cambio, en las cosas que atañen al
criminal
. Fíjese en esto: el comandante Palgrave, según he averiguado, solía contar más de una historia del corte de aquella a la cual he venido refiriéndome. Usted mismo me dijo que le había relatado otra que hacía pensar en una especie de Lucrecia Borgia reencarnada...
—Es verdad. Pero no se parecía en nada a la otra.
—Ya lo sé. Por su parte, la señora Walters me ha hablado de una tercera en la que el criminal empleaba el gas para sus tenebrosos fines...
—En cambio, en la que le contó a usted...
Miss Marple se permitió interrumpir a su interlocutor. Para el anciano mister Rafiel aquello constituía una experiencia inédita. Expresóse en unos términos en los que resaltaba una desesperada formalidad y una moderada incoherencia.
—Compréndalo... Me es muy difícil mostrarme
segura
, respecto a ciertos puntos. Todo radica en que, a menudo, una se distrae, no escucha. Pregúntele a la señora Walters. A ella le pasó lo mismo. Se empieza escuchando atentamente al que cuenta algo. Luego la mente se fija en otras cosas y de repente se advierte que nos hemos perdido parte del relato, del que fingimos estar pendientes. Me he preguntado si no hubo un
hueco
entre la alusión al protagonista de la historia por parte de Palgrave y el momento en que éste sacó la cartulina de su cartera para preguntarme: «¿Le gustaría ver la fotografía de un asesino?»
—Sin embargo, usted pensó que en todo el relato el comandante estuvo refiriéndose a un hombre, ¿no?
—Así es. Nunca se me ocurrió pensar lo contrario. No obstante, ¿cómo puedo estar ahora absolutamente segura de ello?
Mister Rafiel se quedó muy pensativo...
—Lo peor de usted es que resulta excesivamente escrupulosa —dijo por fin—. Es ése un gran error... Fórmese siempre su composición de lugar y no divague. ¿Quiere que le diga lo que estoy pensando? Bien... Yo me figuro que en sus charlas con la hermana del canónigo y los demás se ha enterado de algo que la tiene intranquila.
—Tal vez esté usted en lo cierto.
—Bueno, pues olvídese es eso de momento. Siga la línea de sus reflexiones iniciales. Sí, porque nueve veces de cada diez el juicio original resulta acertado. Aquí habla la experiencia, miss Marple. Tenemos tres sospechosos. Examinemos su situación respectiva. ¿Tiene preferencia por alguno?
—No.
—Empezaremos por Greg, entonces. No puedo resistir a ese individuo. Sinceramente, me carga. Claro que no por eso le voy a convertir en un asesino. No obstante, hay una o dos cosas en contra de él. Las tabletas para la hipertensión proceden de su botiquín personal. El medicamento, por lo visto, lo tenía siempre a mano...
—Esto parece una cosa natural, ¿no? —objetó miss Marple.
—No sé... El caso era que había que hacer algo rápidamente. Disponía de sus tabletas, careciendo de tiempo para buscarse otras. Digamos que Greg es nuestro nombre. Conforme. Si deseaba quitar de en medio a su querida esposa, Lucky... (una tarea elogiable, afirmaría yo, y por eso apruebo su propósito), no llego a dar con el móvil. Él es hombre rico. El dinero procede de su primera esposa, que se lo dejó en abundancia. Con respecto a ella encaja como asesino probable. Pero esto es cosa del pasado. El caso de Lucky es distinto. Lucky estaba emparentada con su mujer. Era una pariente pobre. Aquí no hay «pasta», de modo que si Greg aspira a deshacerse de ella es porque pretende casarse con otra. ¿Circulan rumores en este sentido?
Miss Marple movió la cabeza de un lado a otro.
—No he oído decir nada... Ese hombre..., ¡ejem...!, es muy atento siempre con las mujeres.
—Esa es una manera muy delicada de señalarle —manifestó mister Rafiel—. Nos encontramos ante un Don Juan, un conquistador. ¡No es suficiente! Queremos hallar algo más. Pasemos a Edward Hillingdon, un tipo de lo más corriente...
—Yo no le tengo por hombre feliz —opinó miss Marple.
—¿Cree usted acaso que un criminal puede serlo? Miss Marple tosió.
—He tenido relación con esa clase de personas —arguyó.
—No creo que su experiencia sea tan dilatada —dijo mister Rafiel, convencido.
Esta suposición, como miss Marple hubiera podido demostrarle, era errónea. Pero aquélla se prohibió a sí misma rebatir la apreciación del anciano. Sabía muy bien que a los hombres no les gustaba que les hiciesen ver sus equivocaciones.
—Este Hillingdon... —comenzó a decir mister Rafiel—. Sospecho que pasa algo raro entre él y su esposa. ¿No ha notado usted nada extraño en sus relaciones?
—¡Oh, sí! Sí que lo he notado. El comportamiento de esa pareja en público, con todo, es impecable. No cabría esperar menos de ellos.
—Seguro que usted sabe más que yo acerca de esa gente. Todo marcha bien, pues... Pero estimo que existe la probabilidad de que de un modo caballeresco Edward haya pensado en deshacerse de Evelyn. ¿Está usted de acuerdo conmigo?
—De ser así tiene que haber por en medio una mujer...
—Sí, ¿pero cuál?
Miss Marple movió la cabeza, contrariada.
—Hay que reconocer que no es fácil dar con la solución del problema... —confesó.
—¿A quién vamos a estudiar ahora? ¿A Jackson? Yo me quedaré fuera de todo esto.
Miss Marple sonrió por vez primera.
—¿Y por qué se excluye usted de la lista de sospechosos, mister Rafiel?
—Si usted se empeña en discutir las posibilidades de que yo sea un criminal habrá de buscarse otra persona para conversar. Hablando de mí no haríamos otra cosa que perder el tiempo. Bueno, pero, ¿es que yo me encuentro en condiciones de desempeñar semejante papel? No me puedo valer por mí mismo, me tienen que vestir, tengo que ir de un lado para otro en esta silla, necesito contar con otra persona para dar un simple paseo... ¿Qué oportunidades se me pueden presentar a mí de matar a cualquiera de manera que no se entere nadie?
—Probablemente, decidido a seguir ese camino, disfrutaría de tantas oportunidades como cualquier otro hombre —contestó miss Marple sin la menor vacilación.
—A ver, a ver... Dígame algo más.
—No irá a negarme que usted es un hombre inteligente, ¿verdad?
—Desde luego que soy inteligente. Yo diría que soy tan inteligente como el que más de esta comunidad y que probablemente le dejo atrás —declaró mister Rafiel.
—Desplegando alguna inteligencia se pueden vencer los inconvenientes de tipo físico.
—¡Creo que eso me costaría bastante trabajo!
—Sí que le costaría trabajo —dijo miss Marple—. Pero luego, la satisfacción por lo conseguido, le compensaría los esfuerzos realizados.
Mister Rafiel fijó la mirada en miss Marple largo rato y después, inesperadamente, se echó a reír.
—¡Usted es una mujer que tiene algo detrás de la frente, sí, señor! No me recuerda en nada a las viejas damas de su porte, miss Marple. Por consiguiente, me cree usted un asesino, ¿no?
—No. No creo que sea usted un asesino.
—Y..., ¿por qué?
—Pues porque es usted un hombre inteligente. Utilizando su cerebro ha podido conseguir más cosas que si hubiera recurrido al crimen. El crimen es siempre una estupidez.
—Además, ¿a quién diablos iba yo a querer asesinar?
—He ahí una pregunta muy interesante —señaló miss Marple—. Necesitaría hablar con usted mucho más tiempo del que llevo hablando para poder elaborar una teoría relacionada con ese tema. Es decir, no le conozco a usted todavía lo suficiente para eso.
La sonrisa de mister Rafiel se acentuó.
—Conversar con usted puede ser algo peligroso —declaró.
—Las conversaciones son siempre peligrosas... cuando se intenta ocultar esto o aquello —repuso sencillamente miss Marple.
—Quizá tenga usted razón. Continuemos con Jackson. ¿Qué opina de Jackson?
—Me es muy difícil responder a su pregunta. No he cruzado nunca una palabra con ese hombre.
—Por lo tanto, no puede usted facilitarme ninguna impresión sobre él...
—Le diré que me recuerda en cierto modo —contestó miss Marple, tras haber reflexionado unos segundos—a un joven que trabajaba en una oficina del Ayuntamiento situado en las proximidades de mi casa. El joven en cuestión se llama Jonas Parry.
—¿Y qué tal era?
—Era ése un muchacho que dejaba que desear.
—A Jackson le pasa lo mismo. Claro, que a mí me va relativamente bien con él. En su trabajo se desenvuelve como el mejor y no le importa que le chille. Se sabe pagado espléndidamente y está dispuesto a aceptar lo que venga. Nunca le hubiera dado un cargo de confianza, pero, al fin, esto es distinto. Probablemente, su pasado es limpio, aunque también puede ocurrir que no sea así. Las referencias que aportó al entrar en mi casa eran correctas. Sin embargo, a mí me pareció descubrir tras ellas una nota como de reserva. Afortunadamente no soy hombre de secretos censurables, de modo que no tengo por qué temer a los chantajistas.
—Usted tendrá también sus secretos; los relativos a sus actividades de hombre de negocios —observó miss Marple.
—Jackson no podrá nunca sorprenderlos. Caen fuera de su alcance. No. A Jackson no se le pueden oponer reparos, pero la verdad, no lo considero un probable criminal. Yo diría, incluso, que tal actividad no coincide con su carácter.
Mister Rafiel hizo una pausa. Luego, de pronto, comenzó a hablar:
—¿Quiere que le diga una cosa? Si uno se retira un poco para contemplar el escenario en que se desarrolla este fantástico asunto del comandante Palgrave y sus absurdas historias y todo lo demás, cabe llegar en el plano de simple espectador a una conclusión: yo soy una presunta víctima, la persona en quien el asesino debiera concentrar su atención.
Miss Marple miró al anciano, fuertemente sorprendida.
—Es una pauta, un modelito estereotipado —le explicó mister Rafiel—. ¿Quién es invariablemente la víctima en las novelas policíacas? El hombre de edad cargado de dinero...
—...a cuyo alrededor se mueve mucha gente, animada por excelentes razones para desear su pronta muerte, único procedimiento para hacerse con su fortuna —terminó miss Marple—
¿No es cierto eso también?
—Desde luego. Bien... —consideró mister Rafiel—. Yo podría contar hasta cinco o seis hombres en Londres que no estallarían precisamente en sollozos si leyeran mi esquela en
The Times
. Pero hay que decir también que son incapaces de hacer algo con vistas a mi eliminación definitiva. Y a fin de cuentas, ¿por qué tomarse tal molestia? El día menos pensado moriré. Esos granujas están asombrados. No se explican cómo duro tanto. Y los médicos comparten también su sorpresa.
—Por supuesto, es fácil apreciar en usted una gran voluntad, unos enormes deseos de vivir —declaró miss Marple.
—¿Le produce extrañeza ese fenómeno?
Miss Marple movió la cabeza, denegando.
—¡Oh, no! Me parece muy natural. La vida se nos antoja más llena de interés cuando estamos a punto de perderla. No debiera ser así, pero... Cuando se es joven, cuando se posee una salud espléndida y se tiene por delante toda una existencia, no suele dársele mucha importancia. Son los jóvenes quienes van fácilmente al suicidio, desesperados por efecto de algún fracaso amoroso, arrastrados a veces por las desilusiones y las preocupaciones. Sólo los viejos saben cuan valiosa es la vida, cuan interesante resulta...
—¡ Ah! —exclamó mister Rafiel, con un bufido—.¡De que reflexiones son capaces este par de carcamales!
—¿Es que no considera usted cierto lo que acabo de decir? —le preguntó miss Marple.
—¡Oh, sí! Por supuesto que sí. Ahora bien, ¿no cree usted a su vez que tengo razón cuando afirmo que conforme a las normas clásicas en este género de asuntos, yo debiera ser una de las víctimas? —Eso depende de los beneficios que reportara su muerte al asesino.
—Nadie se beneficiaría realmente con mi desaparición. Aparte, como ya he dicho, de mis competidores dentro del mundo de los negocios, quienes, por otro lado, saben que no duraré ya mucho tiempo. No soy tan estúpido como para dejar una fuerte cantidad de dinero dividida entre mis parientes. A poco tocarán éstos cuando el Gobierno haya entrado a saco en mi fortuna. ¡Oh, sí! Hace años que arreglé esa cuestión. Ciertas instituciones se la llevarán casi en su totalidad.
—Jackson, por ejemplo, ¿no sacaría nada en limpio?
—No obtendría ni un penique —dijo mister Rafiel gozosamente—. A ese joven le estoy pagando un salario que representa el doble de lo que percibiría en cualquier otro trabajo. Por tal motivo soporta con paciencia mi mal genio y se da cuenta perfectamente de que cuando yo muera él experimentará una gran pérdida.