Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen (52 page)

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Authors: Hans Christian Andersen

Tags: #Cuentos

BOOK: Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen
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Colás el Chico dio al campesino el saco con la piel seca, y recibió a cambio una fanega de dinero bien colmada. El campesino le regaló todavía un carretón para transportar el dinero y el arca.

—¡Adiós! —dijo Colás, alejándose con las monedas y el arca que contenía al sacristán.

Por el borde opuesto del bosque fluía un río caudaloso y muy profundo; el agua corría con tanta furia, que era imposible nadar a contra corriente. No hacía mucho que habían tendido sobre él un gran puente, y cuando Colás estuvo en la mitad dijo en voz alta, para que lo oyera el sacristán:

—¿Qué hago con esta caja tan incómoda? Pesa como si estuviese llena de piedras. Ya me voy cansando de arrastrarla; la echaré al río, si va flotando hasta mi casa bien, y si no, no importa.

Y la levantó un poco con una mano, como para arrojarla al río.

—¡Detente, no lo hagas! —gritó el sacristán desde dentro. Déjame salir primero.

—¡Dios me valga! —exclamó Colás, simulando espanto—. ¡Todavía está aquí! ¡Echémoslo al río sin perder tiempo, que se ahogue!

—¡Oh, no, no! —suplicó el sacristán—. Si me sueltas te daré una fanega de dinero.

—Bueno, esto ya es distinto —aceptó Colás, abriendo el arca. El sacristán se apresuró a salir de ella, arrojó el arca al agua y se fue a su casa, donde Colás recibió el dinero prometido. Con el que le había entregado el campesino tenía ahora el carretón lleno.

«Me he cobrado bien el caballo», se dijo cuando de vuelta a su casa, desparramó el dinero en medio de la habitación.

«¡La rabia que tendrá Colás el Grande cuando vea que me he hecho rico con mi único caballo!; pero no se lo diré».

Y envió a un muchacho a casa de su compadre a pedirle que le prestara una medida de fanega.

«¿Para qué la querrá?», preguntóse Colás el Grande; y untó el fondo con alquitrán para que quedase pegado algo de lo que quería medir. Y así sucedió, pues cuando le devolvieron la fanega había pegadas en el fondo tres relucientes monedas de plata de ocho chelines.

«¿Qué significa esto?», exclamó, y corrió a casa de Colás el Chico.

—¿De dónde sacaste ese dinero? —preguntó.

—De la piel de mi caballo. La vendí ayer tarde.

—¡Pues si que te la pagaron bien! —dijo el otro, y, sin perder tiempo, volvió a su casa, mató a hachazos sus cuatro caballos y, después de desollarlos, marchóse con las pieles a la ciudad.

—¡Pieles, pieles! ¿Quién compra pieles? —iba por las calles, gritando. Acudieron los zapateros y curtidores, preguntándole el precio.

—Una fanega de dinero por piel —respondió Colás.

—¿Estás loco? —gritaron todo—. ¿Crees que tenemos el dinero a fanegas?

—¡Pieles, pieles! ¿Quién compra pieles? —repitió a voz en grito; y a todos los que le preguntaban el precio respondíales:—. Una fanega de dinero por piel.

—Este quiere burlarse de nosotros —decían todos, y, empuñando los zapateros sus trabas y los curtidores sus mandiles, pusiéronse a aporrear a Colás.

—¡Pieles, pieles! —gritaban, persiguiéndolo—. ¡Ya verás cómo adobamos la tuya, que parecerá un estropajo! ¡Echadle de la ciudad!—. Y Colás no tuvo más remedio que poner los pies en polvorosa. Nunca le habían zurrado tan lindamente.

«¡Ahora es la mía!», dijo al llegar a casa. «¡Ésta me la paga Colás el Chico! ¡Le partiré la cabeza!».

Sucedió que aquel día, en casa del otro Colás, había fallecido la abuela, y aunque la vieja había sido siempre muy dura y regañona, el nieto lo sintió, y acostó a la difunta en una cama bien calentita, para ver si lograba volverla a la vida. Allí se pasó ella la noche, mientras Colás dormía en una silla, en un rincón. No era la primera vez.

Estando ya a oscuras, se abrió la puerta y entró Colás el Grande, armado de un hacha. Sabiendo bien dónde estaba la cama, avanzó directamente hasta ella y asentó un hachazo en la cabeza de la abuela, persuadido de que era el nieto.

—¡Para que no vuelvas a burlarte de mí! —dijo, y se volvió a su casa.

«¡Es un mal hombre!», pensó Colás el Chico. «Quiso matarme! Suerte que la abuela ya estaba muerta; de otro modo, esto no lo cuenta».

Vistió luego el cadáver con las ropas del domingo, pidió prestado un caballo a un vecino y, después de engancharlo a su carro, puso el cadáver de la abuela, sentado, en el asiento trasero, de modo que no pudiera caerse con el movimiento del vehículo, y partió bosque a través. Al salir el sol llegó a una gran posada, y Colás el Chico paró en ella para desayunarse.

El posadero era hombre muy rico. Bueno en el fondo, pero tenía un genio, pronto e irascible, como si hubiese en su cuerpo pimienta y tabaco.

—¡Buenos días! —dijo a Colás—. ¿Tan temprano y ya endomingado?

—Sí, respondió el otro —. Voy a la ciudad con la abuela. La llevo en el carro, pero no puede bajar. ¿Queréis llevarle un vaso de aguamiel? Pero tendréis que hablarle en voz alta, pues es dura de oído.

—No faltaba más —respondió el ventero, y, llenando un vaso de aguamiel, salió a servirlo a la abuela, que aparecía sentada, rígida, en el carro.

—Os traigo un vaso de aguamiel de parte de vuestro hijo —le dijo el posadero. Pero la mujer, como es natural, permaneció inmóvil y callada.

—¿No me oís? —gritó el hombre con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Os traigo un vaso de aguamiel de parte de vuestro hijo!

Y como lo repitiera dos veces más, sin que la vieja hiciese el menor movimiento, el hombre perdió los estribos y le tiró el vaso a la cara, de modo que el liquido se le derramó por la nariz y por la espalda.

—¡Santo Dios! —exclamó Colás el Chico, saliendo de un brinco y agarrando al posadero por el pecho—. ¡Has matado a mi abuela! ¡Mira qué agujero le has hecho en la frente!

—¡Oh, qué desgracia! —gritó el posadero llevándose las manos a la cabeza—. ¡Todo por la culpa de mi genio! Colás, amigo mío, te daré una fanega de monedas y enterraré a tu abuela como si fuese la mía propia; pero no digas nada, pues me costaría la vida y sería una lástima.

Así, Colás el Chico cobró otra buena fanega de dinero, y el posadero dio sepultura a la vieja como si hubiese sido su propia abuela.

Al regresar nuestro hombre con todo el dinero, envió un muchacho a casa de Colás el Grande a pedir prestada la fanega.

«¿Qué significa esto?», pensó el otro. «Pues, ¿no lo maté? Voy a verlo yo mismo». Y, cargando con la medida, se dirigió a casa de Colás el Chico.

—¿De dónde sacaste tanto dinero? —preguntó, abriendo unos ojos como naranjas al ver toda aquella riqueza.

—No me mataste a mí, sino a mi abuela —replicó Colás el Chico—. He vendido el cadáver y me han dado por él una fanega de dinero.

—¡Qué bien te lo han pagado! —exclamó el otro, y, corriendo a su casa, cogió el hacha, mató a su abuela y, cargándola en el carro, la condujo a la ciudad donde residía el boticario, al cual preguntó si le compraría un muerto.

—¿Quién es y de dónde lo has sacado? —preguntó el boticario.

—Es mi abuela —respondió Colás—. La maté para sacar de ella una fanega de dinero.

—¡Dios nos ampare! —exclamó el boticario—. ¡Qué disparate! No digas eso, que pueden cortarte la cabeza —. Y le hizo ver cuán perversa había sido su acción, diciéndole que era un hombre malo y que merecía un castigo. Asustóse tanto Colás que, montando en el carro de un brinco y fustigando los caballos, emprendió la vuelta a casa sin detenerse. El boticario y los demás presentes, creyéndole loco, le dejaron marchar libremente.

«¡Me la vas a pagar!», dijo Colás cuando estuvo en la carretera. «Ésta no te la paso, compadre». Y en cuanto hubo llegado a su casa cogió el saco más grande que encontró, fue al encuentro de Colás el Chico y le dijo:

—Por dos veces me has engañado; la primera maté los caballos, y la segunda a mi abuela. Tú tienes la culpa de todo, pero no volverás a burlarte de mí —. Y agarrando a Colás el Chico, lo metió en el saco y, cargándoselo a la espalda le dijo:

—¡Ahora voy a ahogarte!

El trecho hasta el río era largo, y Colás el Chico pesaba lo suyo. El camino pasaba muy cerca de la iglesia, desde la cual llegaban los sones del órgano y los cantos de los fieles. Colás depositó el saco junto a la puerta, pensando que no estaría de más entrar a oír un salmo antes de seguir adelante. El prisionero no podría escapar, y toda la gente estaba en el templo; y así entró en él.

—¡Dios mío, Dios mío! —suspiraba Colás el Chico dentro del saco, retorciéndose y volviéndose, sin lograr soltarse. Mas he aquí que acertó a pasar un pastor muy viejo, de cabello blanco y que caminaba apoyándose en un bastón. Conducía una manada de vacas y bueyes, que al pasar, volcaron el saco que encerraba a Colás el Chico.

—¡Dios mío! —continuaba suspirando el prisionero—. ¡Tan joven y tener que ir al cielo!

—En cambio, yo, pobre de mí —replicó el pastor—, no puedo ir, a pesar de ser tan viejo.

—Abre el saco —gritó Colás—, métete en él en mi lugar, y dentro de poco estarás en el Paraíso.

—¡De mil amores! —respondió el pastor, desatando la cuerda. Colás el Chico salió de un brinco de su prisión.

—¿Querrás cuidar de mi ganado? —preguntóle el viejo, metiéndose a su vez en el saco. Colás lo ató fuertemente, y luego se alejó con la manada.

A poco, Colás el Grande salió de la iglesia, y se cargó el saco a la espalda. Al levantarlo parecióle que pesaba menos que antes, pues el viejo pastor era mucho más desmirriado que Colás el Chico. «¡Qué ligero se ha vuelto!», pensó. «Esto es el premio de haber oído un salmo». Y llegándose al río, que era profundo y caudaloso, echó al agua el saco con el viejo pastor, mientras gritaba, creído de que era su rival:

—¡No volverás a burlarte de mí!

Y emprendió el regreso a su casa; pero al llegar al cruce de dos caminos topóse de nuevo con Colás el Chico, que conducía su ganado.

—¿Qué es esto? —exclamó asombrado—. ¿Pero no te ahogué?

—Sí —respondió el otro—. Hace cosa de media hora que me arrojaste al río.

—¿Y de dónde has sacado este rebaño? —preguntó Colás el Grande.

—Son animales de agua —respondió el Chico—. Voy a contarte la historia y a darte las gracias por haberme ahogado, pues ahora sí soy rico de veras. Tuve mucho miedo cuando estaba en el saco, y el viento me zumbó en los oídos al arrojarme tú desde el puente, y el agua estaba muy fría. Enseguida me fui al fondo, pero no me lastimé, pues está cubierto de la más mullida hierba que puedas imaginar. Tan pronto como caí se abrió el saco y se me presentó una muchacha hermosísima, con un vestido blanco como la nieve y una diadema verde en torno del húmedo cabello. Me tomó la mano y me dijo: «¿Eres tú, Colás el Chico? De momento ahí tienes unas cuantas reses; una milla más lejos, te aguarda toda una manada; te la regalo». Entonces vi que el río era como una gran carretera para la gente de mar. Por el fondo hay un gran tránsito de carruajes y peatones que vienen del mar, tierra adentro, hasta donde empieza el río. Había flores hermosísimas y la hierba más verde que he visto jamás. Los peces pasaban nadando junto a mis orejas, exactamente como los pájaros en el aire. ¡Y qué gente más simpática, y qué ganado más gordo, paciendo por las hondonadas y los ribazos!

—¿Y por qué has vuelto a la tierra? —preguntó Colás el Grande. Yo no lo habría hecho, si tan bien se estaba allá abajo.

—Sí —respondió el otro—, pero se me ocurrió una gran idea. Ya has oído lo que te dije: la doncella me reveló que una milla camino abajo —y por camino entendía el río, pues ellos no pueden salir a otro sitio— me aguardaba toda una manada de vacas. Pero yo sé muy bien que el río describe muchas curvas, ora aquí, ora allá; es el cuento de nunca acabar. En cambio, yendo por tierra se puede acertar el camino; me ahorro así casi media milla, y llego mucho antes al lugar donde está el ganado.

—¡Qué suerte tienes! —exclamó Colás el Grande—. ¿Piensas que me darían también ganado, si bajase al fondo del río?

—Seguro —respondió Colás el Chico—, pero yo no puedo llevarte en el saco hasta el puente, pesas demasiado. Si te conformas, con ir allí a pie y luego meterte en el saco, te arrojare al río con mucho gusto.

—Muchas gracias —asintió el otro—. Pero si cuando esté abajo no me dan nada, te zurraré de lo lindo; y no creas que hablo en broma.

—¡Bah! ¡No te lo tomes tan a pecho! —y se encaminaron los dos al río. Cuando el ganado, que andaba sediento, vio el agua, echó a correr hacia ella para calmar la sed.

—¡Fíjate cómo se precipitan! —observó Colás el Chico—. Bien se ve que quieren volver al fondo.

—Sí, ayúdame —dijo el tonto—; de lo contrario vas a llevar palo —. Y se metió en un gran saco que venía atravesado sobre el dorso de uno de los bueyes.

—Ponle dentro una piedra, no fuera caso que quedase flotando —añadió.

—Perfectamente —dijo el Chico, e introduciendo en el saco una voluminosa piedra, lo ató fuertemente y, ¡pum!, Colás el Grande salió volando por los aires, y en un instante se hundió en el río. «Me temo que no encuentres el ganado», dijo el otro Colás, emprendiendo el camino de casa con su manada.

El patito feo

(Den grimme ælling)

¡
Q
ué hermosa estaba la campiña! Había llegado el verano: el trigo estaba amarillo; la avena, verde; la hierba de los prados, cortada ya, quedaba recogida en los pajares, en cuyos tejados se paseaba la cigüeña, con sus largas patas rojas, hablando en egipcio, que era la lengua que le enseñara su madre. Rodeaban los campos y prados grandes bosques, y entre los bosques se escondían lagos profundos. ¡Qué hermosa estaba la campiña! Bañada por el sol levantábase una mansión señorial, rodeada de hondos canales, y desde el muro hasta el agua crecían grandes plantas trepadoras formando una bóveda tan alta que dentro de ella podía estar de pie un niño pequeño, mas por dentro estaba tan enmarañado, que parecía el interior de un bosque. En medio de aquella maleza, una gansa, sentada en el nido, incubaba sus huevos. Estaba ya impaciente, pues ¡tardaban tanto en salir los polluelos, y recibía tan pocas visitas!

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