Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen (50 page)

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Authors: Hans Christian Andersen

Tags: #Cuentos

BOOK: Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen
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Sin embargo, fue una gran osadía por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle en la cara: —¿Me quieres por marido?—. Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre había llegado muy lejos. Más de cien princesas lo habrían aceptado, pero, ¿lo querría ella?

Pues vamos a verlo.

En la tumba del padre del príncipe crecía un rosal, un rosal maravilloso; florecía solamente cada cinco años, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de fragancia tal, que quien la olía se olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. Además, el príncipe tenía un ruiseñor que, cuando cantaba, habríase dicho que en su garganta se juntaban las más bellas melodías del universo. Decidió, pues, que tanto la rosa como el ruiseñor serían para la princesa, y se los envió encerrados en unas grandes cajas de plata.

El Emperador mandó que los llevaran al gran salón, donde la princesa estaba jugando a «visitas» con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que contenían los regalos, exclamó dando una palmada de alegría:

—¡A ver si será un gatito! —pero al abrir la caja apareció el rosal con la magnífica rosa.

—¡Qué linda es! —dijeron todas las damas.

—Es más que bonita —precisó el Emperador—, ¡es hermosa!

Pero cuando la princesa la tocó, por poco se echa a llorar.

—¡Ay, papá, qué lástima! —dijo—. ¡No es artificial, sino natural!

—¡Qué lástima! —corearon las damas—. ¡Es natural!

—Vamos, no te aflijas aún, y veamos qué hay en la otra caja —, aconsejó el Emperador; y salió entonces el ruiseñor, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de manifestar nada en su contra.

—¡Superbe, charmant! —exclamaron las damas, pues todas hablaban francés a cual peor.

—Este pájaro me recuerda la caja de música de la difunta Emperatriz —observó un anciano caballero—. Es la misma melodía, el mismo canto.

—En efecto —asintió el Emperador, echándose a llorar como un niño.

—Espero que no sea natural, ¿verdad? —preguntó la princesa.

—Sí, lo es; es un pájaro de verdad —respondieron los que lo habían traído.

—Entonces, dejadlo en libertad —ordenó la princesa; y se negó a recibir al príncipe.

Pero éste no se dio por vencido. Se embadurnó de negro la cara y, calándose una gorra hasta las orejas, fue a llamar a palacio.

—Buenos días, señor Emperador —dijo—. ¿No podríais darme trabajo en el castillo?

—Bueno —replicó el Soberano—. Necesito a alguien para guardar los cerdos, pues tenemos muchos.

Y así el príncipe pasó a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido y mísero cuartucho en los sótanos, junto a los cerdos, y allí hubo de quedarse. Pero se pasó el día trabajando, y al anochecer había elaborado un primoroso pucherito, rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a cocer las campanillas se agitaban, y tocaban aquella vieja melodía:

¡Ay, querido Agustín,

todo tiene su fin!

Pero lo más asombroso era que, si se ponía el dedo en el vapor que se escapaba del puchero, enseguida se adivinaba, por el olor, los manjares que se estaban guisando en todos los hogares de la ciudad. ¡Desde luego la rosa no podía compararse con aquello!

He aquí que acertó a pasar la princesa, que iba de paseo con sus damas y, al oír la melodía, se detuvo con una expresión de contento en su rostro; pues también ella sabía la canción del «Querido Agustín». Era la única que sabía tocar, y lo hacía con un solo dedo.

—¡Es mi canción! —exclamó—. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto. Oye, vete abajo y pregúntale cuánto cuesta su instrumento.

Tuvo que ir una de las damas, pero antes se calzó unos zuecos.

—¿Cuánto pides por tu puchero? —preguntó.

—Diez besos de la princesa —respondió el porquerizo.

—¡Dios nos asista! —exclamó la dama.

—Éste es el precio, no puedo rebajarlo —, observó él.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó la princesa.

—No me atrevo a repetirlo —replicó la dama—. Es demasiado indecente.

—Entonces dímelo al oído —. La dama lo hizo así.

—¡Es un grosero! —exclamó la princesa, y siguió su camino; pero a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan lindamente:

¡Ay, querido Agustín,

todo tiene su fin!

—Escucha —dijo la princesa—. Pregúntale si aceptaría diez besos de mis damas.

—Muchas gracias —fue la réplica del porquerizo—. Diez besos de la princesa o me quedo con el puchero.

—¡Es un fastidio! —exclamó la princesa—. Pero, en fin, poneos todas delante de mí, para que nadie lo vea.

Las damas se pusieron delante con los vestidos extendidos; el porquerizo recibió los diez besos, y la princesa obtuvo la olla.

¡Dios santo, cuánto se divirtieron! Toda la noche y todo el día estuvo el puchero cociendo; no había un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en él se cocinaba, así el del chambelán como el del remendón. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas.

—Sabemos quien comerá sopa dulce y tortillas, y quien comerá papillas y asado. ¡Qué interesante!

—Interesantísimo —asintió la Camarera Mayor.

—Sí, pero de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija del Emperador.

—¡No faltaba más! —respondieron todas—. ¡Ni que decir tiene!

El porquerizo, o sea, el príncipe —pero claro está que ellas lo tenían por un porquerizo auténtico— no dejaba pasar un solo día sin hacer una cosa u otra. Lo siguiente que fabricó fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos los valses y danzas conocidos desde que el mundo es mundo.

—¡Oh, esto es superbe! —exclamó la princesa al pasar por el lugar.

—¡Nunca oí música tan bella! Oye, entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero nada de besos, ¿eh?

—Pide cien besos de la princesa —fue la respuesta que trajo la dama de honor que había entrado a preguntar.

—¡Este hombre está loco! —gritó la princesa, echándose a andar; pero se detuvo a los pocos pasos—. Hay que estimular el Arte —observó—. Por algo soy la hija del Emperador. Dile que le daré diez besos, como la otra vez; los noventa restantes los recibirá de mis damas.

—¡Oh, señora, nos dará mucha vergüenza! —manifestaron ellas.

—¡Ridiculeces! —replicó la princesa—. Si yo lo beso, también podéis hacerlo vosotras. No olvidéis que os mantengo y os pago—. Y las damas no tuvieron más remedio que resignarse.

—Serán cien besos de la princesa —replicó él— o cada uno se queda con lo suyo.

—Poneos delante de mí —ordenó ella; y, una vez situadas las damas convenientemente, el príncipe empezó a besarla.

—¿Qué alboroto hay en la pocilga? —preguntó el Emperador, que acababa de asomarse al balcón. Y, frotándose los ojos, se caló los lentes—. Las damas de la Corte que están haciendo de las suyas; bajaré a ver qué pasa.

Y se apretó bien las zapatillas, pues las llevaba muy gastadas.

¡Demonios, y no se dio poca prisa!

Al llegar al patio se adelantó callandito, callandito; por lo demás, las damas estaban absorbidas contando los besos, para que no hubiese engaño, y no se dieron cuenta de la presencia del Emperador, el cual se levantó de puntillas.

—¿Qué significa esto? —exclamó al ver el besuqueo, dándole a su hija con la zapatilla en la cabeza cuando el porquerizo recibía el beso número ochenta y seis.

—¡Fuera todos de aquí! —gritó, en el colmo de la indignación. Y todos hubieron de abandonar el reino, incluso la princesa y el porquerizo.

Y he aquí a la princesa llorando, y al porquerizo regañándole, mientras llovía a cántaros.

—¡Ay, mísera de mí! —exclamaba la princesa—. ¿Por qué no acepté al apuesto príncipe? ¡Qué desgraciada soy!

Entonces el porquerizo se ocultó detrás de un árbol, y, limpiándose la tizne que le manchaba la cara y quitándose las viejas prendas con que se cubría, volvió a salir espléndidamente vestido de príncipe, tan hermoso y gallardo, que la princesa no tuvo más remedio que inclinarse ante él.

—He venido a decirte mi desprecio —exclamó él—. Te negaste a aceptar a un príncipe digno. No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruiseñor, y, en cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. ¡Pues ahí tienes la recompensa!

Y entró en su reino y le dio con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse fuera y ponerse a cantar:

¡Ay, querido Agustín,

todo tiene su fin!

Los zapatos rojos

(De røde sko)

É
rase una vez una niña muy linda y delicada, pero tan pobre, que en verano andaba siempre descalza, y en invierno tenía que llevar unos grandes zuecos, por lo que los piececitos se le ponían tan encarnados, que daba lástima.

En el centro del pueblo habitaba una anciana, viuda de un zapatero. Tenía unas viejas tiras de paño colorado, y con ellas cosió, lo mejor que supo, un par de zapatillas. Eran bastante patosas, pero la mujer había puesto en ellas toda su buena intención. Serían para la niña, que se llamaba Karen.

Le dieron los zapatos rojos el mismo día en que enterraron a su madre; aquel día los estrenó. No eran zapatos de luto, cierto, pero no tenía otros, y calzada con ellos acompañó el humilde féretro.

Acertó a pasar un gran coche, en el que iba una señora anciana. Al ver a la pequeñuela, sintió compasión y dijo al señor cura:

—Dadme la niña, yo la criaré.

Karen creyó que todo aquello era efecto de los zapatos colorados, pero la dama dijo que eran horribles y los tiró al fuego. La niña recibió vestidos nuevos y aprendió a leer y a coser. La gente decía que era linda; sólo el espejo decía:

—Eres más que linda, eres hermosa.

Un día la Reina hizo un viaje por el país, acompañada de su hijita, que era una princesa. La gente afluyó al palacio, y Karen también. La princesita salió al balcón para que todos pudieran verla. Estaba preciosa, con un vestido blanco, pero nada de cola ni de corona de oro. En cambio, llevaba unos magníficos zapatos rojos, de tafilete, mucho más hermosos, desde luego, que los que la viuda del zapatero había confeccionado para Karen. No hay en el mundo cosa que pueda compararse a unos zapatos rojos.

Llegó la niña a la edad en que debía recibir la confirmación; le hicieron vestidos nuevos, y también habían de comprarle nuevos zapatos. El mejor zapatero de la ciudad tomó la medida de su lindo pie; en la tienda había grandes vitrinas con zapatos y botas preciosos y relucientes. Todos eran hermosísimos, pero la anciana señora, que apenas veía, no encontraba ningún placer en la elección. Había entre ellos un par de zapatos rojos, exactamente iguales a los de la princesa: ¡qué preciosos! Además, el zapatero dijo que los había confeccionado para la hija de un conde, pero luego no se habían adaptado a su pie.

—¿Son de charol, no? —preguntó la señora—. ¡Cómo brillan!

—¿Verdad que brillan? —dijo Karen; y como le sentaban bien, se los compraron; pero la anciana ignoraba que fuesen rojos, pues de haberlo sabido jamás habría permitido que la niña fuese a la confirmación con zapatos colorados. Pero fue.

Todo el mundo le miraba los pies, y cuando, después de avanzar por la iglesia, llegó a la puerta del coro, le pareció como si hasta las antiguas estatuas de las sepulturas, las imágenes de los monjes y las religiosas, con sus cuellos tiesos y sus largos ropajes negros, clavaran los ojos en sus zapatos rojos; y sólo en ellos estuvo la niña pensando mientras el obispo, poniéndole la mano sobre la cabeza, le habló del santo bautismo, de su alianza con Dios y de que desde aquel momento debía ser una cristiana consciente. El órgano tocó solemnemente, resonaron las voces melodiosas de los niños, y cantó también el viejo maestro; pero Karen sólo pensaba en sus magníficos zapatos.

Por la tarde se enteró la anciana señora —alguien se lo dijo de que los zapatos eran colorados, y declaró que aquello era feo y contrario a la modestia; y dispuso que, en adelante, Karen debería llevar zapatos negros para ir a la iglesia, aunque fueran viejos.

El siguiente domingo era de comunión. Karen miró sus zapatos negros, luego contempló los rojos, volvió a contemplarlos y, al fin, se los puso.

Brillaba un sol magnífico. Karen y la señora anciana avanzaban por la acera del mercado de granos; había un poco de polvo.

En la puerta de la iglesia se había apostado un viejo soldado con una muleta y una larguísima barba, más roja que blanca, mejor dicho, roja del todo. Se inclinó hasta el suelo y preguntó a la dama si quería que le limpiase los zapatos. Karen presentó también su piececito.

—¡Caramba, qué preciosos zapatos de baile! —exclamó el hombre—. Ajustad bien cuando bailéis —y con la mano dio un golpe a la suela.

La dama entregó una limosna al soldado y penetró en la iglesia con Karen.

Todos los fieles miraban los zapatos rojos de la niña, y las imágenes también; y cuando ella, arrodillada ante el altar, llevó a sus labios el cáliz de oro, estaba pensando en sus zapatos colorados y le pareció como si nadaran en el cáliz; y se olvidó de cantar el salmo y de rezar el padrenuestro.

Salieron los fieles de la iglesia, y la señora subió a su coche. Karen levantó el pie para subir a su vez, y el viejo soldado, que estaba junto al carruaje, exclamó: —¡Vaya preciosos zapatos de baile!—. Y la niña no pudo resistir la tentación de marcar unos pasos de danza; y he aquí que no bien hubo empezado, sus piernas siguieron bailando por sí solas, como si los zapatos hubiesen adquirido algún poder sobre ellos. Bailando se fue hasta la esquina de la iglesia, sin ser capaz de evitarlo; el cochero tuvo que correr tras ella y llevarla en brazos al coche; pero los pies seguían bailando y pisaron fuertemente a la buena anciana. Por fin la niña se pudo descalzar, y las piernas se quedaron quietas.

Al llegar a casa los zapatos fueron guardados en un armario; pero Karen no podía resistir la tentación de contemplarlos.

Enfermó la señora, y dijeron que ya no se curaría. Hubo que atenderla y cuidarla, y nadie estaba más obligado a hacerlo que Karen. Pero en la ciudad daban un gran baile, y la muchacha había sido invitada. Miró a la señora, que estaba enferma de muerte, miró los zapatos rojos, se dijo que no cometía ningún pecado. Se los calzó —¿qué había en ello de malo?— y luego se fue al baile y se puso a bailar.

Pero cuando quería ir hacia la derecha, los zapatos la llevaban hacia la izquierda; y si quería dirigirse sala arriba, la obligaban a hacerlo sala abajo; y así se vio forzada a bajar las escaleras, seguir la calle y salir por la puerta de la ciudad, danzando sin reposo; y, sin poder detenerse, llegó al oscuro bosque.

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