Christie hereda una horrosa cazadora de su hermano. En el colegio se burlan de ella, así que la joven cuenta su secreto: la prenda perteneció a Indiana Jones. La noticia causa gran revuelo y a Cristhie no le queda más remedio que alquilarla por horas.
Asun Balzola
La cazadora de Indiana Jones
Barco de Vapor - Serie Roja nº 53
ePUB v1.0
Wertmon12.09.12
Título original:
La cazadora de Indiana Jones
Asun Balzola, 1989.
Editor original: Wertmon (v1.0)
ePub base v2.0
Para Andrea Ruiz Balzola
y para Cati Balzola
porque las dos
me recuerdan a Christie
El día que fui al colegio con la cazadora de mi hermano Jaime, se armó la gris. Yo ya lo sabía. Lo sabía desde que mi madre me miró especulativamente, prenda en mano. Entonces comprendí que la maldita cazadora pasaba a mi y que yo iba a ser el hazme reir de mi clase. Sentí eso que ponen en las novelas de que el destino es inexorable. Y mi madre también es inexorable.
—Pero, mama, ¡qué estoy horrible! —había dicho yo, una luz puesta la cazadora, que me quedaba larga y ancha.
—¡Qué va! ¡Estas muy bien! ¡Tiene estilo! —mi madre, tan contenta.
Y es que mama tiene unas ideas muy particulares sobre la elegancia. La idea fundamental es que lo que digan los demás no tiene la menor importancia; pero, claro, ella no va a mi colegio. Además, no esta gorda como yo; todo le cae bien. Y es inglesa, ya los extranjeros de verdad se les permite todo, o casi.
Una de las desventajas de ser la pequeña de los hermanos es ésta precisamente: estoy siempre heredando cosas. Generalmente me pasan la ropa de mi hermana Susana; aunque, por lo visto, ahora van a empezar a vestirme de señor…
Un día empecé a protestar, pero me salió mal. Estábamos en la sala, tomando el té, porque como somos medio ingleses tenemos esa manía y mi madre pone la mesa con las tacitas chinas de porcelana transparente. Y yo empecé a hablar de vestidos y de herencias.
—Es que tú, mama, a lo mejor no te das cuenta, porque eres inglesa y tal; pero a mi me parece que yo siempre resulto distinta de los demás. Cuando era más pequeña, recuerdo que todas las niñas, mamá, llevaban trenkas y yo tenia que apechugar con un abrigo de Suzy, horroroso. Y ahora, lo mismo. Que todas las chicas tienen camisas vaqueras y yo, nada, jersey heredado…
—Pero, Christie, ¿crees de verdad que es tan importante llevar lo que llevan los demás? ¿Lo que lleva todo el mundo?
—Si no es sólo eso… Es que yo quiero algo mio, sólo mio. Y elegirlo yo. Y, además, las camisas vaqueras son preciosas…
Me había puesto tan nerviosa, como siempre que quiero defender una idea por tonta o absurda que sea, que me atraganté.
Mi hermano el mayor, Pedro, que tiene veinte años, llevaba un rato diciendo: «Que se dispara, que se dispara…». Y yo, bestia de mi, no me di cuenta de que era una advertencia, hasta que al atragantarme me tuve que callar. Entonces mamá se levantó y salió de la habitación.
—Chica, es que eres de burra… —dijo Jaime.
—Pero ¿por qué? ¿Qué he dicho?
Se miraban entre ellos, mis hermanos Pedro, Jaime y Suzy. Muy serios.
—¡Con todo lo mayor que eres, todavía no te enteras de que mama no tiene un duro…! ¡Por lo menos, un duro de sobra!
—Pero…, pero… ¡si vamos a esquiar!
—¿Qué prefieres: ir a esquiar o tener la maldita camisa de marras? A eso se le llama orden de prioridades, lela, más que lela. Si lo que prefieres es ir a la moda, las próximas Navidades te quedas en casa con la camisa puesta y nosotros te mandamos una postalita de la nieve —dijo Pedro, que es la mar de irónico.
—¿Es que no te das cuenta de que, desde que murió papa, mama se las ve y se las desea para sacarnos adelante?
Suzy me lleva dos años y es casi peor que Pedro. Dice las cosas de una manera que se corta el aire y, encima, es todo lo que yo no soy: educada, responsable, delgada, etcétera.
Me empecé a sentir mal. Fatal. Me estaba poniendo como un tomate. Iba a llorar de un momento a otro. Entonces Jaime, que siempre me saca de apuros, dijo:
—¡Christie y yo nos vamos a dar una vuelta! ¡Vosotros, recuperad a mamá!
Salimos a la calle. Llovía a mares porque aquí siempre está lloviendo y todo está mojado y húmedo.
Jaime me agarraba muy fuerte del brazo. Lo bueno de la lluvia es que, si lloras, no se nota.
—¡Venga, nena!, ¡No te pongas furiosa! ¡Ahora mismo compramos unos pasteles para la merienda!
Cuando volvimos, gracias al cielo, mamá estaba normal y yo me sentí mejor.
Y sé que es horrible que mama esté sola y tener muy poco dinero y todo eso, pero, de todos modos, el día que tuve que ir al cole con la cazadora de Jaime, lo pasé de pena.
Suzy y yo vamos al Colegio Inglés. A mi me parece un colegio majo; los otros son así medio cursis. Vamos, pijos. En mi colegio también hay algún pijo que otro, pero menos. Claro, que todo tiene un límite: hasta en un colegio que no es pijo el llevar una cazadora tres tallas mayor suscita escándalo.
El día de la cazadora no pude protestar mucho porque me acordaba de la discusión de la camisa vaquera y de lo tristes que nos habíamos puesto todos, así que me fui con Suzy arrastrándome escaleras abajo.
Hacia mucho frio. La cosa no tenía remedio: imposible circular sin cazadora.
Además, Suzy se hubiera chivado. ¡Seguro!
—¡Venga, Christie! ¡No pongas esa cara, mujer!
—¡Si es que estoy de pena!
—No le des tanta importancia. Pasado mañana a todo el mundo se le habrá olvidado…
—¡Ya! ¡Cómo se nota que no la llevas tu, maja!
¡Es que es la monda, la tía! ¡Siempre esta por encima de todo, la pelmaza esa! Suzy se ofendió tanto que no volvió a abrir la boca en todo el camino.
Llegué a clase mirándome a los pies, intentando confundirme con el ambiente. Deseé en vano ser invisible, tierra trágame, etc. Pero antes de poderme quitar la cazadora y colgarla en los colgadores del pasillo que queda frente a nuestra puerta, se oyó la voz estentórea de Erik:
—¡Mirad a Garayo vestida de emigrante!
Y todos los demás, naturalmente, coreando la gracia como becerros: ¡Jiji, jaja!
—¡Qué ya se ha acabado la guerra!
—¡Refugiada!
—¡Pobretona, más que pobretona! —remachó algún original.
Hasta mis amigas se reían. Todas menos Vanessa; aunque, como Vanessa es todavía más pobre que yo, no tenia mucho mérito. Dela rabia me estaban doliendo hasta las tripas y no tuve más remedio que salir por donde salí.
Creo que, si no, les hubiera roto la cara.
—¿Ah, si? ¿Os parece de pobre? Se ve que no entendéis de cazadoras…
—¿Y eso?
—Pues, mira… ¡Esta cazadora tiene historia, guapo! ¡Qué no es lo mismo que puedes decir tú de la tuya!
Erik se puso pálido porque su cazadora forrada de borrego es la envidia de todo el mundo. Por algo es el chico más rico del colegio.
En ese momento llegó míster Grant, director del cole y además nuestro profesor de literatura inglesa.
Nos sentamos precipitadamente en nuestros sitios y yo tuve tres cuartos de hora exactos para inventar la historia de mi cazadora, mientras Grant nos recitaba esa balada tan preciosa del novio que abre la tumba de su novia y llora mientras la besa.
Sonó la campana, se fue Grant y todos me rodearon bocadillo en mano, porque era recreo. Para entonces yo ya estaba lanzada.
—Resulta que, como sabréis, tengo un tío pelotari, que juega en Estados Unidos.
—¿Y qué tiene que ver tu tío?
—¿Me dejas que lo explique o me callo?
—Que lo explique, que lo explique —decían los demás, intrigados.
Yo ponía cara de estar por encima de ellos, que me sale muy bien. Es una cara que ensayo mucho delante del espejo.
—Pues eso. que mi tío vive en Miami y viaja muchísimo y nos trae regalos cuando viene por aquí. Entonces, resulta que pasó por Hollywood y le llevaron a un sitio muy especial que hay, donde venden las ropas de los actores de cine. Y esta cazadora, ahí donde la ves, es la que llevaba Harrison Ford en la película…
¡Indiana Iones!
Todos se tiraron sobre la cazadora, mientras yo ponía cara de falsa modestia —que me sale peor que la otra, pero bueno…
O sea que pasé una mañana de gloria.
Todos se querían poner la cazadora. Terminé por alquilarla. Bastante cara, además. ¡Por idiotas!
Cuando salimos de clase, todo el colegio hablaba de mi, de la cazadora y de
Indiana Iones.
Mi hermana me esperaba para volver a casa. ¡Se traía un cabreo…! ¡Todo el colegio la había bombardeado a preguntas!
—Y tú, ¿qué has dicho?
—Que es cosa tuya. Que yo no sabia nada.
Típico de Suzy. La condenada no se pringa.
Las cosas empeoraban por momentos. Todo el mundo hablaba de la cazadora de Indiana Iones y los profesores y profesoras me miraban con una cara muy extraña, aunque nadie me preguntó nada directamente.
Tenía la sensación de que la bola de nieve se convertía en un alud que amenazaba con sepultarme. Eso que llaman angustia, vamos.
El tercer día salí del colegio hundida, arrastrando los pies.
Estaba muy triste. De pronto tuve una idea: coger el tren y ver el mar. Fui a la estación, saqué un billete y me senté en una esquina del vagón, junto a la ventanilla, envuelta en la cazadora de Indi y comiendo pipas frenéticamente. Tengo comprobado que las pipas son antidepresivas. Me sentía muy desgraciada. Más que nada porque no se me ocurría cómosalir del lío y tenia claro que lo que es salir, tenia que salir.
El tren echó a andar entre pitidos y resoplidos a Jo largo de la ría. Veía pasar las gabarras y los barcos entre una lluvia muy fina, los fuegos de los altos hornos y las pirámides de mineral, grises, negras y rojas. Ese paisaje tan raro siempre me ha gustado, a pesar del humo y de lo sucio que está todo; pero vivir allí, como los obreros de altos hornos…, eso no puede ser vivir. Y mira que ahora no hacemos más que hablar de ecología. Pues mi hermano Jaime tiene un amigo de Baracaldo que dice que hay días que cuelga las camisas a secar, y cuando las recoge tienen aguja ritos, porque el humo es corrosivo. O sea, que lo tenemos claro.
Llegamos traqueteando hasta el mar y me bajé con un grupo de aldeanas vestidasde azul que volvían de laciudad.
Una de ellas me debía de conocer, porque nosotros íbamos allí a veranear cuando vivía papá. Ahora veraneamos si se puede, y si no, no.
—¡Oye, chiqui! —me dijo.
—¿Si?
—¿No eres tú, pues, la hija de «la inglesa»?
—Si, señora —contesté bastante aza rada, porque todo el grupo me miraba con curiosidad.
—¡Lo maja que es tu madre! ¡Y tu padre lo majo que era! ¡Qué pena más grande, hijachu!
Me zarandeaba cariñosamente por el brazo y a mi se me llenaban los ojos de lágrimas como cada vez que alguien me habla de papá, que murió hace seis años.
—Desde mi casa los veía jugar al tenis. ¡Qué buena pareja hacían! Mira, le vas a llevara tu madre esta lechuga. Le dices que es de parte de Juana, la del puesto del mercado de Las Arenas. ¡Y que volváis pronto!