—Pues yo creo que antes de planear nada, Cristianno debería explicarnos todo lo que sabe. ¿No, hermano? —dijo Valerio acusándome con la mirada—. Anoche me telefoneó para que entrara en la base de datos del Plaza.
Bajé los ojos y suspiré. Tenía que darles otra noticia que no les iba a gustar nada.
—¿El hotel? —preguntó mi abuelo.
—Exacto. Al parecer, nuestra querida Virginia es la amante de Jago —remató Valerio.
Todos se quedaron boquiabiertos, excepto mi primo y mis amigos; a ellos ya se lo había explicado antes de ir al cementerio.
Domenico se levantó pausadamente. Como si de ese modo consiguiera dominarse. Todo el mundo había enmudecido.
—¿Mi hijo ha muerto por culpa de esa mujer? —El silencio fue más atronador tras escuchar la voz herida de mi abuelo—. Quiero acabar con esto. Quiero ver cómo esa mujer vomita sus propias tripas. Quiero que me suplique que la mate y que después arda en los infiernos.
Mi abuelo terminó mirándome y me dio permiso para que explicara lo que sabía.
—Fabio, en su lecho de muerte, le entregó a Kathia un USB. —Cogí aire mientras todas las miradas de aquella sala me observaban atentas. Mi abuelo comenzaba a tranquilizarse. Lo supe por su forma de mirarme. Le gustaba que yo tuviera el control—. En él, está todo, desde lo que sabemos hasta lo que no.
Alessio frunció el ceño.
—¿Qué no sabemos? —preguntó mi tío.
Enrico ya les había contado la parte de Hong Kong y los tratos con Wang Xiang, pero la parte más difícil me tocó a mí.
—Fabio tuvo un hijo con una tal Hannah Thomas Andersen. Nació y murió el mismo día, el 13 de abril de 1993. —Mi padre desvió la mirada y caminó hasta la ventana. Los demás hacían esfuerzos por no abrir más los ojos y mantener la compostura. No me creían; Fabio no tenía hijos y nadie sabía que los hubiera tenido alguna vez, aunque fuera en una relación extramatrimonial. Continué—: Lo más extraño es que el recién nacido desapareció y Fabio no pudo hacerle la autopsia que deseaba. En el informe ponía que las causas de la muerte eran desconocidas.
Se volvió a hacer el silencio durante unos minutos eternos. Nadie salía del asombro. ¿Fabio había sido padre con una mujer que nadie conocía y ni siquiera lo había dicho? Me giré hacia mi padre, él lo notó pero no se atrevió a mirarme a la cara. ¿Acaso él conocía a Hannah?
Kathia
—Me gustaría saber qué has visto en él —dijo Valentino, asqueado, sin dejar de contemplar la carretera.
El olor a ambientador de pino me estaba revolviendo las tripas y tenía un fuerte dolor de cabeza. Mi cuerpo estaba totalmente magullado y notaba la hinchazón de mi mejilla. Quise abrir la ventanilla, pero aquel capullo me lo impidió.
—Vamos, puedes contármelo. —Intentaba sonar algo más juguetón. Esperaba que le contestara.
—Es mucho más hombre que tú.
Valentino soltó una sonrisa socarrona y detuvo el coche lentamente frente a mi casa. Unas horas antes, Cristianno me esperaba al final de aquella calle y ahora me encontraba pensando en si me alejarían de él para siempre. No sabía cómo se encontraba, cómo tenía aquella herida. Cuando salió del coche no parecía dolerle, pero estaba segura de que había fingido para no preocuparme. A Cristianno se la daba muy bien mentir.
—Eso no lo sabes… A mí no me has probado… todavía. —Me guiñó un ojo queriendo acariciar mi muslo.
Le retiré la mano de un manotazo.
—Vete a la mierda.
De repente, me cogió de los brazos y me atrajo hasta su pecho.
—No te equivoques, Kathia —me dijo observándome con aquella mirada esmeralda que tanto odiaba. Incluso me había hecho aborrecer el color verde—, yo estoy en la mierda, pero tú conmigo. Por cierto, te ha quedado estupenda la huida. ¿Pensabas que no te veríamos? Somos demasiado listos, mi amor. Sabíamos que algo tramabas y así fue.
—Mientes…
Una vaga idea me rondaba por la cabeza. Valentino era el rey de las artimañas y no era de extrañar que quisiera lograr una verdad desde una mentira. Tal vez con otros le había funcionado pero conmigo, no.
—¿También miente el chip localizador que tienes en el reloj? —Soltó una carcajada—. Es una mala costumbre quitárselo antes de dormir. Nunca se sabe lo que alguien puede hacer con él.
Miré mi muñeca, pero no por mi reloj, sino por el de Fabio que Cristianno me había entregado. Dios mío, debía protegerlo como fuera.
—Nos llevaste hasta el cementerio. Muchas gracias —añadió, susurrando en mis labios—. Además, Virginia ya nos había advertido de la caja fuerte que hay en el despacho de Fabio.
La había cagado. Una vez más, Cristianno llevaba razón. No había sido una buena idea que hubiera ido. De otra forma, no lo habrían herido y mis amigos no habrían corrido peligro.
—Vamos, mi amor, no te enfades conmigo. Te prometo que te consolaré, no notarás su ausencia. Lo olvidarás en un abrir y cerrar de ojos en cuanto… —Volvió a tocarme.
Se arrimó a mí y comenzó a besarme con brusquedad. Me resistí, pero no pareció importarle. Cogí su labio entre mis dientes y mordí hasta que sentí su sangre. Fue exactamente lo mismo que le hice a Giulio, pero imprimiendo aún más odio. Escupí antes de que me abofeteara contundentemente.
Salió del coche tocándose el labio con el dorso de la mano y se dirigió a una furgoneta blanca que había justo enfrente de la casa. Dos hombres esperaban fuera aprovechando que había dejado de llover. Se pusieron firmes en cuanto vieron a Valentino (como si fuesen militares saludando al general) y escucharon atentos lo que les decía. Me sorprendió ver el respeto que le tenían al menor de los Bianchi. Aquellos hombres parecían doblarle la edad.
Entonces, aproveché para esconder en mejor lugar el reloj de pulsera de Fabio.
Sin dejar de mirarles, lo saqué de mi bolsillo y pulsé la manecilla como Cristianno había hecho en el cementerio. La esfera se abrió con brusquedad; dentro se encontraba la tarjeta que abría la caja fuerte de Fabio. La cogí con disimulo y pensé dónde podía guardarla. No tenía demasiados lugares para escoger, así que la escondí en mi calcetín. Me erguí con disimulo y lancé el reloj entre los arbustos de la verja de mi casa. Ya no importaba que lo encontraran, no había nada dentro.
En ese momento, los dos hombres vinieron a por mí. Uno, con una bolsa de tela negra en la mano. El otro se quedó más rezagado y no pude ver lo que llevaba. Valentino se cruzó de brazos y esperó sonriente.
Abrieron la puerta y cogieron mis manos. Por un instante, pensé que me habían descubierto trasteando el reloj, pero no fue así. Lo que aquel hombre llevaba era cinta aislante. Me ataron las manos antes de sacarme del coche.
—¿Qué estáis haciendo? ¿Adónde me lleváis? —grité antes de que me sellaran la boca con un trozo de cinta adhesiva.
Después, me cubrieron la cabeza con la bolsa.
Cristianno
—¿Qué más información hay en ese USB? —preguntó Enrico.
—No lo sé. Todo lo demás está protegido.
—Puedo encargarme de ello —dijo Valerio, recomponiéndose aún de todo lo que había escuchado—. ¿Lo tienes?
—Sí.
Terminé de explicarles lo que Kathia había descubierto en las carpetas del USB que no estaban bloqueadas. Las fotos de Virginia con Jago, las sospechas que teníamos de que Virginia estaba tras la muerte de Fabio… todo.
—De acuerdo, entonces, pero ¿qué hay tan importante en la caja fuerte para que hayas exhumado la tumba de tu tío? —preguntó Alessio todavía sin comprender.
Suspiré estirando los hombros hacia atrás. No podía dejar de pensar en cómo estaría Kathia.
—No lo sé, pero estoy seguro de que debe ser importante, porque si no, ¿a qué viene que los Carusso también irrumpieran en el cementerio? Si lo mataron fue porque había un motivo. Tal vez en la caja fuerte encontremos una explicación.
—Pues abramos la caja y salgamos de dudas —dijo mi abuelo antes de levantarse de su asiento y colocarme la mano en el hombro.
Negué con la cabeza y cerré los ojos. Volví a suspirar.
—Solo se puede abrir mediante una tarjeta y el escáner ocular. —Miré el ojo—. El examen no se puede pasar sin antes introducir la tarjeta. Y la tarjeta la tiene Kathia.
—Así que tú tienes el ojo y ella la llave —remarcó mi padre arrastrando las palabras.
—Así es —murmuré.
Entonces, Enrico se incorporó de golpe y apoyó sus codos en la madera.
—Pero ellos no lo saben. Conozco a Kathia y sé que preferiría morir antes de decir algo. Quiere demasiado a Cristianno y hablar sería ponerle en peligro —dijo, provocándome una punzada en el corazón.
«Me quiere demasiado… Si supieras lo que yo te quiero, Kathia…»
—O sea, que la menor de los Carusso nos está protegiendo —musitó Domenico presionando sus sienes.
—Indudablemente… —dijo Mauro.
Nos miramos y fundimos nuestros pensamientos. Él quería rescatarla tanto como yo.
—Tenemos que ir a buscarla —dijo Eric con energía.
—Puede estar en cualquier parte, Eric. Si los Carusso no quieren, será imposible encontrarla —añadió Alex.
—No, no es imposible —murmuré mientras una idea comenzaba a dominar mi mente.
Solo quedaban veinticuatro horas para las elecciones y Adriano ganaría. Después de aquello, la fiesta en honor del alcalde tendría lugar en el puerto; concretamente, en el yate de Annalisa Costa, la esposa de Adriano.
Acababan de despertar a los gigantes, a los reyes de Roma.
—Todos sabemos que Adriano ganará las elecciones mañana y también cómo se celebrará.
Me miraron con aire inquisitivo durante unos segundos, pero al ver la malicia en mi rostro, comenzaron a comprender. Enrico fue el primero; torció el gesto y sonrió pasándose la lengua por el labio inferior.
—El yate… —musitó.
—Exacto. —Arqueé las cejas asintiendo—. ¿Queréis venganza?
Mi padre se acercó, al fin, a la mesa y dio un golpe sobre la madera. Sonrió y esta vez se llevó un puro a la boca que prendió con el mechero que le extendió Alessio.
—¿Cuál es el plan? —preguntó mi padre aspirando su habano.
—Primero capturar a Virginia.
—No creo que vuelva. A estas alturas, ya debe sospechar que sabemos que es la rata —dijo Valerio torciendo el gesto.
—No, no lo creo. No he visto nada raro en casa de los Carusso y sé que la harán volver para que siga infiltrada. Ella es la que está advirtiéndoles de nuestros pasos —explicó Enrico.
—¿Y qué pretendéis hacer en el yate? —La vena sanguinaria de mi hermano Diego comenzaba a hincharse.
Él sabía que en mi plan reinaría la sangre, y ya se estaba frotando las manos, impaciente con la idea de ver a todos aquellos bastardos morir entre gritos de dolor.
—Verles vomitar sus propias tripas y hacerlos arder en el infierno. —La comisura de mis labios dibujó una sonrisa malévola al repetir las palabras de mi abuelo minutos antes—. Nitroglicerina —dije mirando a Valerio—. ¿Crees que Paulo podrá tener el mejunje preparado en dos días?
—Cuenta con ello en unas horas —contestó mi hermano con los ojos alegres.
Paulo, mi primo e hijo de Branko, era el experto en explosivos.
—Perfecto. Considerémoslo como una ofrenda. Una especie de fuegos artificiales con las extremidades de nuestros amigos de por medio —dije.
—Me gusta. Los eliminaríamos de golpe —dijo Diego, excitado.
Pensé en los invitados. Y entre ellos apareció Kathia… La obligarían a ir, seguro.
—Solo hay un problema.
—¿Cuál? —preguntaron casi todos a la vez.
Me pellizqué el entrecejo con los ojos cerrados recordando el primer día que la vi. Todavía no podía creer que en aquel tropiezo tan tonto fuera a conocer a la mujer de mi vida. Kathia era la única mujer que había podido conquistarme, y lo había hecho para siempre.
—Seguramente Kathia estará allí. Valentino aprovechará el triunfo de Adriano, y me apuesto lo que queráis a que querrá hacer público su compromiso con ella. Estará en el barco y…
Mi padre se acercó a mí negando con la cabeza. No me dejó terminar y se lo agradecí tragando saliva. Colocó su mano en mi cuello y me zarandeó débilmente para que le mirara.
—La sacaremos antes del alboroto. No consentiré que le pase nada, hijo mío. Confía en mí.
Confiaba en él, no hacía falta que me lo pidiera.
Enrico me miró.
—Yo la sacaré. Tú espéranos en la bahía. Allí podrás reunirte con ella.
Kathia
Reboté contra un amasijo de hierros en cuanto la furgoneta se detuvo. Segundos después, me hallaba caminando a trompicones, arrastrada por alguien que me hizo resbalar y caer de rodillas al suelo. Se rieron antes de empujarme por unas escaleras de metal. Me presionaban con fuerza los brazos y no podía ver quiénes eran. Todo estaba oscuro debajo de aquella tela que me raspaba la cara.
Por fin toqué suelo firme. Pisaba cemento y al arrastrar los pies notaba arenilla suelta; seguramente, estábamos en una fábrica de las afueras de Roma.
Me sentaron en una silla y retiraron el saco de mi cabeza. Una luz cegadora me dio la bienvenida y, aunque sabía que había más de dos personas allí dentro, no pude verlas hasta que pasaron unos minutos.
Era el sótano de alguna nave. Todo estaba lleno de polvo y al fondo de la sala había varias estanterías de hierro con objetos amontonados y cubiertos por unas sábanas amarillentas por la suciedad. La única luz era la de aquel foco orientado directamente hacia mí, como si se tratara del interrogatorio de alguna película de espionaje.
Algo se movió detrás de mí y al mirar vi varias ratas hurgando en la pared. Entonces, una de ellas explotó a causa de un disparo y sus restos se incrustaron en la pared. Las otras corrieron a esconderse. Aquel sobresalto me hizo mirar al hombre que le había disparado. Era gordo y alto (muy grande), y su pelo, canoso, hacía resaltar más el traje completamente negro que llevaba adornado con un pañuelo rojo que caía expresamente por el bolsillo de la chaqueta.
Aquello era la mafia. No era un sueño, ni un libro, ni una película. Yo estaba allí, amordazada y rodeada de asesinos mafiosos.
Y mi padre, ni se inmutaba.
Me observaba petulante, con un gesto irónico. No me hubiera extrañado que en cualquier momento se echara a reír. Me contempló con aquellos ojos azules que tanto me recordaban a los de Marzia. Él también llevaba un pañuelo rojo. Se levantó de la silla que había delante de una gran mesa de hierro y comenzó a caminar lentamente hacia mí.