Todo se hizo de manera responsable, cuidadosamente, pensando en el medio ambiente. Hacia la década de los veinte la gente creía que los frigoríficos eran algo bueno. Por razones de comodidad, de salud pública, por la posibilidad de enviar frutas, verduras y productos lácteos a gran distancia y combinar manjares sabrosos, todo el mundo quería tener uno (se acabaron los pesados bloques de hielo; ¿qué mal podía haber en eso?), pero ocurría que el fluido operante, cuyo calentamiento y posterior enfriamiento provocaban la refrigeración, tenía que ser amoníaco o dióxido de azufre, gases venenosos y malolientes. Un escape resultaba horrible. Se requería un sustituto que fuese líquido en las condiciones adecuadas, a fin de que circulase dentro del frigorífico, pero que no causara ningún perjuicio en caso de avería o cuando se lo convirtiese en chatarra. Para ello hacía falta encontrar un material que no fuera ponzoñoso ni inflamable, que no causase corrosión ni quemara los ojos ni atrajese bichos ni molestase al gato siquiera. No parecía que en la naturaleza existiera un material semejante.
Así, químicos estadounidenses y alemanes inventaron un tipo de moléculas inexistentes hasta entonces. Las llamaron clorofluorocarbonos (CFC), y estaban constituidas por uno o más átomos de carbono a los que se unían átomos de cloro y de flúor. He aquí una:
(C, carbono; Cl, cloro; F, flúor.)
El éxito superó ampliamente las expectativas de sus inventores. Se convirtieron en el fluido principal no sólo de los frigoríficos, sino también de los acondicionadores de aire. Encontraron amplias aplicaciones, como aerosoles, espumas aislantes, disolventes industriales y agentes limpiadores (sobre todo en la industria microelectrónica). El más famoso de estos productos fue el freón, una marca comercial de DuPont. Empleado durante décadas, nunca pareció que causase daño alguno. Todo el mundo imaginaba que era completamente seguro. Por todo esto, al cabo de cierto tiempo, un volumen sorprendente de la producción industrial química dependía de los CFC.
A comienzos de la década de los setenta se fabricaban cada año un millón de toneladas de estas sustancias. Imaginemos que estamos en el cuarto de baño aplicándonos desodorante en las axilas. El aerosol de CFC difunde una tenue neblina. Las moléculas impulsoras de CFC propelentes no se nos adhieren al cuerpo; revolotean cerca del espejo y llegan a las paredes. Algunas escapan por la ventana o por debajo de la puerta, y con el paso del tiempo —días o incluso semanas— son transportadas por las corrientes de convección en torno de edificios y postes del teléfono para, impulsadas por la circulación atmosférica global, recorrer el planeta. Con escasas excepciones, no se degradan ni se combinan químicamente con otras moléculas. En la práctica son inertes. De esta forma, al cabo de unos cuantos años llegan a la alta atmósfera.
El ozono se forma de manera natural a unos 25 kilómetros de altitud. La luz ultravioleta —la misma que producía la chispa de mi transformador deficientemente aislado— desintegra las moléculas de O
2
en átomos de oxígeno, que se recombinan formando ozono.
En esas altitudes una molécula de CFC sobrevive, por término medio, un siglo antes de que la luz ultravioleta le arranque su cloro; éste es el catalizador que destruye las moléculas de ozono sin aniquilarse a sí mismo. Hacen falta unos dos años para que el cloro retorne a la baja atmósfera y sea arrastrado por la lluvia. En ese tiempo, un átomo de cloro puede haber participado en la destrucción de cien mil moléculas de ozono.
La reacción es como sigue:
O
2
+ luz UV
2O
2Cl [de los CFC] + 2O
3
2ClO + 2O
2
2ClO + 2O
2Cl [regenerando el Cl] + 2O
2
El resultado neto es:
2O
3
3O
2
Han sido destruidas dos moléculas de ozono; se han formado tres moléculas de oxígeno, y los átomos de cloro quedan disponibles para nuevos desaguisados.
¿A quién puede importarle todo esto? Allá arriba, en el cielo, algunas moléculas invisibles son destruidas por otras moléculas invisibles elaboradas aquí en la Tierra. ¿Por qué deberíamos preocuparnos?
Porque el ozono es nuestro escudo contra la luz ultravioleta del Sol. Si todo el ozono de las alturas se sometiese a la temperatura y presión que hay en torno a nosotros, en este momento la capa tendría un espesor de sólo tres milímetros. No parece mucho, pero es todo lo que hay entre nosotros y las abrasadoras radiaciones ultravioleta procedentes del Sol.
El peligro asociado a la luz ultravioleta del que se suele hablar es el de cáncer de piel. Las personas de piel clara resultan especialmente vulnerables; las morenas, en cambio, disponen de una generosa cantidad de melanina para su protección. (Tostarse al sol constituye una adaptación; las pieles pálidas desarrollan una mayor protección cuando se les expone a la radiación ultravioleta.) Se diría que existe una remota justicia cósmica en el hecho de que fuesen blancos los inventores de los CFC, mientras que la gente de piel oscura, que poco tuvo que ver con tan maravilloso invento, disfruta de una protección natural. Según se ha informado, la incidencia de cánceres malignos de piel es hoy diez veces mayor que en la década de los cincuenta. Aunque parte de este aumento aparente puede deberse al perfeccionamiento del diagnóstico, la pérdida de ozono y el incremento de la exposición a la luz ultravioleta también parecen estar implicados. Si las cosas empeorasen mucho, las personas de piel pálida tendrían que utilizar prendas protectoras especiales durante sus excursiones habituales, al menos en alturas y latitudes elevadas.
Lo peor de todo, sin embargo, no es el incremento del cáncer de piel como consecuencia directa del aumento de las radiaciones ultravioleta, ni tampoco la mayor incidencia de cataratas oculares. Más serio es el hecho de que los rayos ultravioleta afectan el sistema inmunitario (el mecanismo del cuerpo para combatir las enfermedades), pero, otra vez, los afectados son sólo aquellos que carecen de protección. Ahora bien, por grave que esto se nos antoje, el auténtico peligro radica en otra parte.
Expuestas a la luz ultravioleta, las moléculas orgánicas que constituyen toda la vida planetaria se desintegran o forman combinaciones químicas indeseables. Los seres que más abundan en el océano son unas minúsculas algas unicelulares que flotan cerca de la superficie del agua: el fitoplancton. No pueden sumergirse más para rehuir la radiación ultravioleta porque viven gracias a la luz solar. Ciertos experimentos han mostrado que incluso un moderado incremento de radiación ultravioleta daña las algas unicelulares comunes en el océano Antártico y otros lugares. Se puede esperar que incrementos mayores causen en esos seres grandes pérdidas y, en última instancia, un aniquilamiento masivo.
Las mediciones preliminares de la población de estas plantas microscópicas revelan que en las aguas antárticas se ha registrado recientemente una mengua asombrosa —hasta del 25 %— cerca de la superficie del mar. Al ser tan pequeños, los seres que integran el fitoplancton carecen de las pieles duras de animales y plantas superiores que absorben la luz ultravioleta. Amén de una serie de repercusiones en cascada en la cadena alimentaria oceánica, la muerte del fitoplancton elimina la capacidad del océano para extraer dióxido de carbono de la atmósfera, y con ello contribuye al calentamiento global. Éste es uno de los diversos modos en que se relacionan el debilitamiento de la capa de ozono y el calentamiento de la Tierra (aunque sean cuestiones fundamentalmente diferentes, porque en el caso de la disminución del ozono el responsable es la luz ultravioleta, mientras que en el del calentamiento global lo son la luz visible y la infrarroja).
Ahora bien, si incide sobre el océano una mayor cantidad de luz ultravioleta, el peligro no queda limitado a estas pequeñas algas, porque son el alimento de animales microscópicos (el zooplancton) que a su vez son devorados por pequeños crustáceos (como los de mi mundo de cristal número 4210), a su vez devorados por peces pequeños, a su vez devorados por los grandes, a su vez devorados por los delfines, las ballenas y los hombres. La destrucción de las algas en la base de la cadena alimentaria determina el colapso de ésta. Existen, en la tierra y en el agua, muchas cadenas alimentarias, y todas parecen vulnerables a los daños producidos por las radiaciones ultravioleta. Por ejemplo, las bacterias de las raíces de los arrozales que fijan el nitrógeno del aire son sensibles a la luz ultravioleta; un incremento de ésta podría poner en peligro las cosechas y posiblemente comprometer incluso el abastecimiento alimentario humano. Los estudios de laboratorio sobre cosechas a latitudes medias indican que muchas resultan desfavorablemente afectadas por la luz ultravioleta cercana que se filtra al adelgazarse la capa de ozono.
Al permitir la destrucción de la capa de ozono y el aumento de la intensidad de la radiación ultravioleta en la superficie terrestre, estamos planteando retos de gravedad desconocida pero inquietante al tejido de la vida planetaria. Ignoramos las complejas dependencias mutuas de los seres de la Tierra y cuáles serán las consecuencias derivadas de la desaparición de algunos microbios especialmente vulnerables de los que dependen organismos mayores. Estamos tirando del tapiz biológico planetario y no sabemos si sólo arrancaremos un hilo o si se desbaratará todo el tejido.