Cada generación piensa que sus problemas son singulares y, en potencia, fatales, y aun así cada generación ha dado paso a la siguiente. Todo tiene, pues, solución.
Sea cual fuere el mérito que haya podido tener esta argumentación —y desde luego proporciona un contrapeso útil a la histeria— hoy su fuerza ha menguado bastante. De vez en cuando se oye hablar del «océano» de aire que envuelve la Tierra; sin embargo, el grosor de la mayor parte de la atmósfera —contando la implicada en el efecto invernadero— sólo supone un 0,1 % del diámetro terrestre. Aun tomando en consideración la alta estratosfera, la atmósfera no llega a constituir el 1 % del diámetro de nuestro planeta. «Océano» suena a enorme, imperturbable. Sin embargo, en relación al planeta entero, el espesor de la capa de aire equivale al del revestimiento de goma laca de un globo terráqueo escolar. El espesor de la capa de ozono estratosférica en relación al diámetro de la Tierra guarda una proporción de uno a 4.000 millones. Al nivel de la superficie resultaría prácticamente invisible. Muchos astronautas han declarado que, después de haber visto el aura delicada, fina y azul en el horizonte de la hemisfera terrestre a la luz del día —aura que representa el grosor de toda la atmósfera— de forma inmediata y espontánea han tomado conciencia de su fragilidad y su vulnerabilidad y se han sentido inquietos. Tienen razones para estarlo.
En la actualidad nos enfrentamos a una circunstancia absolutamente nueva, sin precedentes en toda la historia humana. Cuando empezamos nuestra singladura, hace centenares de miles de años, quizá con una densidad media de población de una centésima de individuo (o menos) por kilómetro cuadrado, los triunfos de la tecnología estaban representados por las hachas y el fuego. No habríamos conseguido provocar grandes cambios en el entorno global aunque nos lo hubiéramos propuesto. Éramos pocos y débiles, pero con el paso del tiempo, y con el progreso de la tecnología, nuestro número creció exponencialmente. Ahora la densidad de población media es de unas 10 personas por kilómetro cuadrado, nos concentramos en ciudades y disponemos de un sobrecogedor arsenal tecnológico cuyo poder sólo en parte entendemos y controlamos.
Dado que nuestra vida depende de cantidades minúsculas de gases como el ozono, los motores de la industria pueden producir un gran quebranto ambiental a escala incluso planetaria. Las limitaciones impuestas al empleo irresponsable de la tecnología son débiles y a menudo tibias, y casi siempre están subordinadas a intereses nacionales o empresariales a corto plazo. Ahora somos capaces, voluntaria o involuntariamente, de alterar el entorno global. Sigue siendo materia de debate entre los estudiosos hasta qué punto hemos llegado en el camino hacia las diversas catástrofes planetarias profetizadas. Ya nadie discute que son una posibilidad real.
Quizá lo que ocurre es que los productos de la ciencia son, sencillamente, demasiado poderosos y peligrosos para nosotros. Tal vez no hayamos madurado lo bastante para manejarlos. ¿Sería juicioso regalar una pistola a un bebé, o a un niño, o a un adolescente? También podrían tener razón quienes han sugerido que ningún civil debería poseer armas automáticas, porque en un momento u otro a todos nos puede cegar la pasión; ante una tragedia pensamos muchas veces que de no haber habido un arma al alcance de la mano nunca se habría producido. (Se formulan, desde luego, razones para la posesión de armas, y puede que sean válidas en determinadas circunstancias; lo mismo podemos decir de los productos de la ciencia.) He aquí una complicación adicional: imaginemos que, después de apretar el gatillo de una pistola, pasan décadas antes de que la víctima o el asaltante reconozca que alguien ha sido alcanzado; en ese caso aún resultaría más difícil comprender los peligros de las armas. La analogía es imperfecta, pero algo semejante pasa con las repercusiones ambientales globales de la moderna tecnología industrial.
Tenemos aquí, a mi juicio, un buen motivo para hablar claro, para concebir nuevas instituciones y nuevas formas de pensar. Sí, la moderación es una virtud y puede influir en un oponente sordo a las más fervientes demandas filosóficas. Sí, es absurdo pretender que todo el mundo cambie su manera de pensar. Sí, podemos ser nosotros los equivocados y no nuestros oponentes (ha sucedido a veces). Sí, es raro que, en una discusión, una parte convenza a la otra (Thomas Jefferson dijo que jamás había visto tal cosa, pero me parece una afirmación un tanto exagerada; en la ciencia ocurre constantemente). Ahora bien, éstas no son razones legítimas para rehuir el debate público.
La ciencia y la tecnología han transformado espectacularmente nuestra vida a través del progreso de la medicina, la farmacopea, la agricultura, los anticonceptivos, los transportes y las comunicaciones, pero también han traído nuevas armas devastadoras, efectos secundarios imprevistos de la industria y la tecnología, y retos amenazadores a concepciones del mundo de larga raigambre. Muchos luchamos para no quedarnos rezagados, a veces comprendiendo sólo poco a poco las consecuencias de los nuevos avances. Según la antigua tradición, los jóvenes captan el cambio con mayor rapidez que los demás, y no sólo en lo que al manejo de ordenadores personales y la programación de vídeos se refiere, sino también en cuanto a la adaptación a las nuevas ideas acerca del mundo y de nosotros mismos. El ritmo actual de cambio supera en velocidad el de una vida humana, hasta el punto de desunir las generaciones. Esta sección intermedia del libro está consagrada a la comprensión de los trastornos ambientales que, tanto para bien como para mal, han provocado la ciencia y la tecnología.
Me concentraré en el debilitamiento de la capa de ozono y el calentamiento global como indicadores de los dilemas a los que nos enfrentamos, pero son muchas más las consecuencias ambientales inquietantes de la tecnología y la capacidad de expansión del ser humano: la extinción de un vasto número de especies, cuando se necesitan desesperadamente medicinas para el cáncer, las enfermedades cardiacas y otras afecciones mortales, medicinas que proceden de especies raras o en peligro; la lluvia ácida; las armas nucleares, biológicas y químicas, y los productos tóxicos (incluyendo los venenos radiactivos), a menudo vertidos cerca de los más pobres y menos poderosos. Recientemente, y de forma inesperada, se ha descubierto (aunque otros científicos lo han puesto en duda) un declive precipitado de la producción de espermatozoides en Norteamérica, Europa occidental y otras regiones, posiblemente como consecuencia de productos químicos y plásticos que imitan las hormonas sexuales femeninas (según algunos, la mengua es tan abrupta que, de continuar, los varones occidentales podrían empezar a volverse estériles hacia mediados del siglo XXI).
La Tierra constituye una anomalía. Por lo que hasta ahora sabemos, es el único planeta habitado en todo el sistema solar. La especie humana es una entre millones en un mundo rebosante de vida. Sin embargo, la mayor parte de las especies que han existido en el pasado ya no existen. Los dinosaurios se extinguieron tras un florecimiento de 150 millones de años. Hasta el último; no ha quedado ni uno. Ninguna especie tiene garantizada su permanencia en este planeta. Nosotros, que estamos aquí desde hace no más de un millón de años, somos la primera especie que ha concebido los medios para su autodestrucción. Somos una especie rara y preciada porque estamos capacitados para reflexionar y tenemos el privilegio de influir en nuestro futuro y, quizá, de controlarlo. Creo que tenemos el deber de luchar por la vida en la Tierra y no sólo en nuestro beneficio, sino en el de todos aquellos, humanos o no, que llegaron antes que nosotros y ante quienes estamos obligados, así como en el de quienes, si somos lo bastante sensatos, llegarán después. No hay causa más apremiante, ni afán más justo, que proteger el futuro de nuestra especie. Casi todos los problemas que padecemos son obra de los seres humanos y pueden ser resueltos por éstos. No existe convención social, sistema político, hipótesis económica o dogma religioso que revista mayor importancia.
Todo el mundo experimenta al menos una sensación vaga de ansiedad por diversos motivos, que casi nunca desaparece por completo. La mayor parte de éstos se refiere a nuestra vida cotidiana. Este zumbido de recuerdos soterrados, la evocación dolorosa de antiguos errores, el ensayo mental de respuestas posibles a problemas inminentes, poseen un claro valor para la supervivencia. Para demasiados de nosotros la ansiedad se ciñe a la búsqueda del sustento para la prole. La ansiedad es un compromiso evolutivo que hace posible una nueva generación, pero que resulta dolorosa para la actual. El truco, digámoslo así, consiste en optar por las ansiedades precisas. En algún punto entre el optimismo ingenuo y la ansiedad nerviosa hay un estado mental al que deberíamos aspirar.
Con la excepción de los milenaristas de diversas confesiones y de la prensa amarilla, el único grupo humano que parece preocuparse de forma habitual por la posibilidad de nuevos desastres —catástrofes jamás conocidas en la historia de nuestra especie— es el de los científicos. Han llegado a entrever cómo funciona el mundo, y esto los induce a pensar que podría ser muy diferente. Un tironcito de aquí, un empujoncito por allá bastarían, quizá, para producir grandes cambios. Como los seres humanos estamos por lo general bien adaptados a las circunstancias (desde el clima global al político) es probable que cualquier cambio resulte perturbador, doloroso y caro. Por ello solemos exigir a los científicos que se aseguren bien de lo que dicen antes de echarnos a correr para protegernos de un peligro imaginario. Sin embargo, algunos de los presuntos riesgos parecen tan graves que es inevitable pensar que sería prudente tomar en serio la probabilidad, por mínima que fuese, de un peligro extremo.
Las ansiedades de la vida cotidiana operan de la misma manera. Contratamos pólizas de seguros y advertimos a los niños que no deben hablar con extraños. Aun así, y pese a todas las inquietudes, a veces se nos pasan por alto los riesgos. «Lo que me preocupaba jamás sucedió. Todo lo malo llegó sin avisar», nos dijo una vez un conocido a mi esposa Annie y a mí.
Cuanto peor es la catástrofe, más cuesta mantener el equilibrio. O bien nos dedicamos a hacer caso omiso de ella o bien invertimos todos nuestros recursos en soslayarla. Resulta muy difícil contemplar nuestras circunstancias y prescindir por un instante siquiera de la ansiedad asociada a ellas. Es mucho lo que está en juego. En las páginas siguientes intento describir algunas de las formas de proceder de nuestra especie que parecen peligrosas (en cuanto al modo de conducirnos con el planeta y de organizar nuestra política). Trato de presentar las dos caras de la moneda pero, lo reconozco, tengo un punto de vista que procede de mi estimación del peso de la evidencia. Allí donde los seres humanos crean problemas, los mismos seres humanos pueden lograr soluciones, y he pretendido mostrar el modo de hacerlo, al menos en ciertos casos. Algunos quizá piensen que debería darse prioridad a otros problemas o que hay otros remedios, pero confío en que esta sección del libro les sirva para pensar más en el futuro. No deseo aumentar innecesariamente su carga de ansiedades —ya tenemos de sobra—, pero me parece que hay algunas cuestiones sobre las que no hemos reflexionado bastante. Este tipo de examen de las consecuencias futuras de acciones presentes tiene un glorioso historial entre nosotros los primates, y es uno de los secretos de lo que en buena parte constituye la asombrosa historia de éxitos de los seres humanos sobre la Tierra.
Hace falta valor para temer.
M
ONTAIGNE
,
Essais,
III, 6 (1588)
A
POLO, MORADOR DEL OLIMPO
, era dios del Sol. También se ocupaba de otras materias, una de ellas la profecía. Todos los dioses olímpicos podían entrever el futuro, pero Apolo era el único que sistemáticamente brindaba este don a los seres humanos. Estableció varios oráculos, el más famoso de los cuales estaba en Delfos, donde consagró a una sacerdotisa, llamada Pitia por la pitón que constituía una de sus encarnaciones. Reyes y aristócratas, y de vez en cuando plebeyos, acudían a Delfos para implorar a la pitonisa que les dijera lo que iba a suceder.
Uno de ellos fue Creso, rey de Lidia. Lo recordamos por la expresión «rico como Creso», todavía habitual. Tal vez su nombre se convirtió en sinónimo de riqueza porque fue en su época y bajo su reinado donde se inventaron las monedas, acuñadas por Creso en el siglo VII a. de C. (Lidia se hallaba en Anatolia, la Turquía contemporánea). El dinero de arcilla era una invención sumeria muy anterior. Su ambición desbordaba los límites de su pequeña nación. Así, según Herodoto, se le metió en la cabeza invadir y someter Persia, entonces la superpotencia del Asia occidental. Ciro había unido a persas y medos, forjando un poderoso imperio. Naturalmente, Creso estaba un tanto inquieto.
Para determinar la prudencia de su empeño, envió a unos emisarios a consultar el oráculo de Delfos. Cabe imaginarlos cargados de opulentos presentes (que, dicho sea de paso, seguían en Delfos un siglo después, en la época de Herodoto). La pregunta que los emisarios formularon en nombre de Creso fue: «¿Qué sucederá si Creso declara la guerra a Persia?»
Pitia respondió sin titubear: «Destruirá un poderoso imperio.»
«Los dioses están con nosotros —pensó Creso (o algo por el estilo)—. ¡Es el momento de atacar!»
Pensando en apoderarse de las satrapías, reunió sus ejércitos de mercenarios. Invadió Persia... y sufrió una humillante derrota. No sólo el poder de Lidia quedó destruido, sino que él mismo se convirtió para el resto de su vida en un patético funcionario de la corte persa, brindando consejos de poca monta a dignatarios que los recibían con indiferencia. Fue como si el emperador Hiro Hito hubiera terminado su existencia como asesor de los ministerios de Washington.
Aquella injusticia le hizo verdaderamente mella. Al fin y al cabo, se había atenido a lo prescrito. Solicitó el consejo de Pitia, pagó espléndidamente y ella lo engañó. Así que envió otro emisario al oráculo (esta vez con regalos mucho más modestos y ajustados a sus menguadas posibilidades) y le encargó que preguntase en su nombre: «¿Cómo pudiste hacerme eso?» He aquí la respuesta, según la
Historia
de Herodoto: