—No, Lolita. Siempre igual de curiosa.
—Por el pueblo se dice que a su madre le ha salido un bigote como el del difunto Stalin.
—El pueblo es sabio, Lolita.
—¿Y nada de Viagra?
—No la necesito. Soy un torete, Lolita.
—¡Así me gusta!
* * *
Cuestan un congo los botes de Depilab. Pero se trata de una inversión benéfica a cortísimo plazo. Me tiemblan las corvas cuando me acomodo en el coche. El ataque por sorpresa es inminente.
En Guadalmazán hay cuatro policías municipales. Dos de ellos están normalmente de servicio en la taberna El Tempranillo, y el resto de la plantilla permanece en el Ayuntamiento. Uno en la puerta principal y el otro en la antesala del despacho del granuja de Cañaveras. Conozco el edificio, y para la huida existe un pasillo que da a las escaleras de servicio y que desemboca en una puerta secundaria.
El guardia de la puerta es Chamorro. Su padre trabajó en casa y cuento con su simpatía.
—Cuando me baje, rodea usted el Ayuntamiento y me espera en la puerta trasera.
—A sus órdenes, señor marqués.
El saludo a Chamorro, cordial y dicharachero.
—Buenos días, Chamorrito. ¿De guardia?
—Buenos días, señor marqués. Aquí de estatua.
—¿Ha llegado el señor alcalde?
—Ha llegado, y de muy mal humor. Ni me ha saludado.
—¿Quién está en la antesala?
—Romero. Gutiérrez y Moraleda andan de patrulla.
—¿Romero es el gordo?
—En efecto, el gordísimo. No entiendo cómo puede ser policía municipal con ese volumen. Mucho saque, señor marqués.
—Bueno, Chamorrito, que tengo que hablar de unas cosas con ese chorizo de alcalde que tenemos.
—Eso no lo he oído, señor.
—Cuida tu sordera.
He subido las escaleras. A la izquierda está la Secretaría. Manuel, el administrativo del Ayuntamiento, también trabajó en casa. Lo echó Mamá porque no iba a misa. No me mira con buenos ojos.
—Buenos días, Manuel.
—Buenas.
Romero, el guardia, se sienta en una silla, que un día cualquiera se va a romper, junto a una mesa en la que despliega el
Marca.
Es muy bético.
—Buenos días, Romero. Me han dicho que Lopera está malito.
—Habladurías, señor marqués. Está de cine.
—¿Puedo pasar a ver al alcalde?
—Un segundito.
Entrada y salida. El alcalde me recibe con mucho gusto.
Ahí está Cañaveras, el muy canalla, leyendo
La Razón
de Sevilla.
—Buenos días. Qué honor su visita. No hay derecho. Mire lo que escriben los de
La Razón
de nuestro pueblo. Que aquí hay corrupción urbanística. Y que el alcalde socialista, es decir, yo mismo, me he comprado un Mercedes.
—¿Se lo ha comprado?
—¡Claro! Pero con mi dinero.
—No va a ser con el mío.
—Dejémoslo estar. ¿Desea algo el señor marqués? ¿Qué tal está la señora marquesa?
El tono de la pregunta me ha hecho ver todo rojo. No he respondido. Me he llegado hasta el alcalde rodeando su mesa y le he arreado de sopetón una bofetada que ni yo mismo podía haberme figurado. Después de la bofetada, un puñetazo en las narices. Y después del puñetazo, ya con Cañaveras en el suelo, una patada en los huevos.
He abandonado el despacho con gran dignidad.
—Romero, el señor alcalde le llama.
Aprovechando su ausencia, he bajado por la escalera de servicio.
—Miroslav, guarda el palo. No es necesario. Nos vamos a casa. A toda pastilla, Miroslav.
Nunca me he sentido mejor.
—¿Le ha dado su merecido, señor marqués?
—No entiendo cómo no he sido boxeador, Miroslav.
Ya en casa, he buscado a Marsa para contárselo. Le ha hecho mucha ilusión el relato.
—¿Y ya en el suelo…?
—Y ya en el suelo, una patada en donde te dije, y el muy cobarde no ha reaccionado. Se ha quedado mudo.
—¿Y antes?
—Una bofetada en el carrillo derecho y un puñetazo en las narices.
—Te van a detener, mi héroe.
—Será un escándalo.
—Vas a ver cómo vienen. Ahora estará denunciándote en el cuartelillo de la Guardia Civil.
—No me importa nada.
—¿Te has acordado de la crema contra los bigotes?
—Aquí la tengo. Dásela a María. Y que no se toque los ojos después de usarla.
—Me preocupa tu detención.
—Cuando un tipo es un sinvergüenza, no se atreve a denunciar a nadie. Estoy tranquilísimo. Y feliz.
No se me olvida detalle alguno. La expresión de estupor de Cañaveras cuando ha recibido el sopapo. Su ¡ay, ay, ay! al notar el impacto de mi puño derecho en sus narices. Y el ¡oh, oh, oh! con los que saludó mi diestra patada en sus nísperos. Me hubiese encantado ser el guardia Romero para verlo con más detenimiento. A Tomás mi ataque por sorpresa al munícipe le ha parecido glorioso.
—De homenaje con discursos, señor marqués.
Toda la tarde en espera de una reacción o la visita de la Guardia Civil. Nada. A las ocho de la tarde, llamada de Chamorro.
—Señor marqués, menuda la ha armado.
—Cuenta, Chamorrito.
—Romero está riéndose todavía. La nariz rota, señor. Y los huevos como sandías.
Ha dicho que se va a enterar usted, pero no se atreve a poner la denuncia. Manuel, el administrador le azuza, pero él no quiere. Creo que los socialistas y comunistas van a manifestarse ante el Ayuntamiento, pero el alcalde tampoco quiere manifestaciones.
Todo muy raro, señor marqués. Ha dado usted un buen golpe de mano.
—Gracias, Chamorrito. Si hay novedades, me llamas.
Lo que esperaba. Un delincuente jamás denuncia. Siento que estoy levitando.
Nunca pude figurarme la contundencia de mi fuerza. Orzowei.
Mañana luminosa. Desayuno reconfortante y muy inglés. Dicen los enemigos de Inglaterra que para comer bien en Londres hay que desayunar tres veces al día.
Tomás nos ha preparado unos huevos fritos con bacón, y para darle un tono castizo a las bandejas, churritos. Un desayuno para levantar a un muerto. Después, baño largo, con patito de goma e interpretación de diversas canciones, mientras Marsa asiste al concierto con una sonrisa permanente. La canción que mejor me ha salido —sin olvidar
La balada de noviembre
de Anna Wanderloove— no ha podido ser otra que
¿Qué pasa en el Congo?
de aquel gran compositor y letrista que fue Dodó Escolá.
¿Qué pasa en el Congo?
¿Qué pasa en el Congo?
Que a blanco que pillan
lo hacen mondongo.
No han faltado las bellas canciones rusas. Soy un gran experto. Cuando he principiado los acordes de
La campanilla monótona,
Marsa, entusiasmada, se me ha metido en el baño.
Adnasvutchna grimit kalakolchnik
y daroga pilitsa esliejka,
ni umilla pa rodnamu pollu
raslivaietsna piest yamsilka.
Es curioso. Marsa es puro Caribe, pero le enloquecen las canciones melancólicas de la nevada estepa rusa. Tomás ha dado unos golpes en la puerta del cuarto de baño.
—Señor, que dice la señora marquesa viuda que deje inmediatamente de cantar.
—Dile a mi madre que no sólo no voy a dejar de cantar, sino que voy a dedicarle la próxima pieza. Repíteselo textualmente. «Y a mi madre, que tanto quiero y tanto me quiere, le dedico
Le Plat Pays,
de Jacques Brel.»
—
¿Le plat
qué?
—
Pays. Le Plat Pays.
Raudo, Tomás.
Y aquí, debo reconocerlo, he estado cumbre.
Avec le vent du nord…
Sencillamente impresionante.
En vista de ello, Marsa ha sentido lo que cualquier miembro de un club de fans. Y después de gritar con frenesí y chapotear en el agua introduciéndome un poco de jabón en el ojo izquierdo, se ha lanzado hacia el artista, y casi nos ahogamos ambos, el artista y la fan.
Menos mal que la noche ha sido rica en amores y me quedaba poco en las cántaras, pues de suceder al contrario, la pasión en el agua se habría producido.
—Me encanta tu versatilidad, mi amor. Pasas de cosaco ruso a romántico belga en un segundo.
—Los buenos cantantes somos así, Marsa. Y me queda el homenaje a tu tierra.
Colombia, tierra dulce de mi amor,
jardín de nuestra América del Sur.
Y la reacción del público, apoteósica.
En el corredor que da a la recoleta, Mamá toma el sol. La he saludado con un beso de refilón, y su comentario ha intentado socavar la moral del artista.
—A tu edad no se canta en el cuarto de baño. Y de hacerlo, se canta bien.
—Mamá, no entiendes de esto. ¿Te ha gustado la que te dediqué?
—Me ha parecido repugnante.
—Gracias, Mamá.
Ha vuelto a las asperezas. Las flores de santa Calamanda tienen la culpa. No se ha dirigido a Marsa en el encuentro, y para mí, que a Marsa le ha importado un higo.
Es día de paseo largo. A pesar de todo, me muestro amable con mi hacedora.
—¿Quieres que te acompañe a dar una vuelta en el mamamóvil?
Lo tenemos que amortizar.
—No.
Amable y expresiva.
En vista de ello, he tomado a Marsa por la cintura, y salido hacia la dehesa, que ya está llorada de oro sobre las encinas. Las encinas, en los principios de la primavera se coronan de lluvia dorada. Nos hemos topado con Bubú, que anda de orugas.
—Buenos días, y muchis gracias, señores marqueses.
—Muchis no, Bubú, muchas.
—Pues muchas muchis.
Palomo perdido.
Mucho movimiento de caderas.
Excesiva expresividad en tanta inmensidad de hombre.
Se lo voy a decir a Modesto. Lo de «muchas muchis» me ha sentado como una patada en el hígado.
* * *
Largo paseo. Andalucía no sabe dominarse. Cuando quiere romper en guapa, no levanta amores, sino lujurias.
La dehesa parece un cuadro surrealista. Todo son colores en el suelo, verdes en las encinas, dorados en las copas y azules cobaltos en el cielo. Que el cielo es también paisaje de la dehesa. Allá, a los lejos, se advierte la suave ondulación de la lomilla de las adelfas. Ni yo lo comento ni Marsa la mira. Tras la cerca, un galope de estampida controlada. El ganado bravo corre para beber entre perfiles de jinetes voceadores.
Uno de ellos será Jerónimo, pero la distancia mitiga mis malos pensamientos. El Guadalmecín baja de dulce, casi torrentera en pleno mayo, y ha quedado un grupo de ánsares despistados, o más bien, inteligentísimos, que se han resistido en los médanos y arenales inmediatos a la albariza para no volver a los fríos nórdicos.
Como si hubieran encargado a los volvedores que saluden a sus padres y hermanos de su parte, pero que ellos se quedan. Ni los gansos se parecen los unos a los otros.
Marsa ha superado todos sus traumas. No ha pasado nada. El jeep de Modesto que se acerca.
—¿Todo bien, señor marqués?
—Todo de maravilla, Modesto. Pero habla con Bubú. Que no diga «muchas muchis».
—Es una bromilla que nos gastamos entre nosotros.
—De acuerdo, pero siempre en casa, Modesto. Jamás fuera de ella.
—Bubú está feliz con lo de su contrato.
—Y yo muy contento de haberos complacido. Pero otro «muchas muchis» y lo largo al Camerún.
—No volverá a decirlo, señor. Se lo aseguro. A propósito, Jerónimo, el mayoral, me ha pedido la liquidación. Quiere cambiar de aires. Tiene una oferta de no recuerdo quién, y prefiere otros horizontes. Ya le he dicho, señor, que como en La Jaralera no se está en ninguna parte, pero no atiende a razonamientos. ¿Qué hago?