—A las siete en punto, señora. Es usted una heroína.
—En vista de ello, voy a tomarme otra ginebra antes de sentarnos a comer.
—Yo mismo se la preparo y sirvo, señora.
—Gracias, don Crispín.
Y a mí, sin mirarme. Y lo que es peor. Tampoco me ha dirigido la palabra Marsa, que sigue rara, que la conozco, vaya si sigue rara. Rarísima.
Era viernes. Marsa estaba nerviosa. Había quedado con Jerónimo al mediodía en la lomilla de las adelfas. Conocía y asumía su riesgo, pero nada podía impedir que fuera a la cita. En esta ocasión, nada le dijo a su marido. El pobre Cristian no soportaría una traición callada, una mentira rompedora del pacto de sinceridad que habían establecido entre ellos. No se le borraba de la imaginación el perfil hembrero de Jerónimo, su pasión de animal enloquecido mientras la montaba. Hacia Jerónimo iría cuando Cristian partiera hacia Sevilla, donde tenía que visitar al director del banco y comer en Pineda con los miembros del Canica's Club. Todo parecía reunirse para que ella tuviera unas horas de libertad.
—Adiós, mi amor. Volveré a media tarde. ¿Quieres acompañarme?
—No, Cristian. No pinto nada entre esos vejestorios de las canicas.
—El año que viene, el Campeonato del Mundo de Canicas sobre Alfombras de la Real Fábrica de Tapices se celebrará en casa.
—Intentaré que sea el mejor. Y que lo ganes, mi amor.
—Cuídate, chiquita.
—Y tú. ¿Te lleva Miroslav?
—No. Me voy con Pepillo. Miroslav llevará a Mamá a ver a un escultor. Otro capricho de mi madre. No tengo ni idea de lo que pretende.
—Será una bobada. Vuelve pronto, Cristian.
El Bentley conducido por Pepillo tomó rumbo a Sevilla. El mamamóvil conducido por Miroslav hacia Lebrija, donde vivía un escultor, discípulo de Juan de Ávalos, al que la marquesa viuda quería conocer. Faltaba un cuarto de hora para las doce, y Marsa trotaba por la dehesa camino de la lomilla de las adelfas. En el suelo del gran encinar, millones de flores nuevas, de primavera alzada.
Marsa sudaba. Sentía que la camisa campera se pegaba a su cuerpo, y que bajo sus brazos nacía un río de deseo incontenible. Llegaría a tiempo. Tenía que hacerlo para recibir a Jerónimo como había prometido. Desnuda bajo el gran eucalipto del primer encuentro. A esa hora, en Andalucía, la primavera se somete al calor y deja de sonar.
Un campo callado. Marsa se desnudó en un minuto, y como las mujeres que volvían loco a Fernando Villalón, el poeta de las marismas, se quitó los botos y las bragas «a patas». No se sentía ridícula desnuda en la soledad campera. Hubiera preferido para entregarse de nuevo a Jerónimo un lugar más fresco. Quizá, el Soto de las Oropéndolas, rebosado de verdes nuevos, junto al Guadalmecín. Pero el mayoral mandaba. Vaya si mandaba. Ella era una esclava. Y se excitaba pensándolo.
Al fondo, un hombre a caballo. Con garrocha y todo. Muy lentamente se acercaba.
Era Jerónimo. Al llegar a la lomilla, miró a Marsa
de pies
a cabeza, que había salido a recibirlo de la sombra del eucalipto. Marsa desnuda, sudada, mostrada voluntariamente al hombre que, otra vez, la iba a tener. Pero Jerónimo no descabalgó.
—Gracias por cumplir con su palabra, señora. Pero vístase.
—No le entiendo, Jerónimo.
—Quería saber si era usted una mujer de palabra. Y ya lo sé. Ahora, vístase y vaya a su casa. Prefiero no volver a tocarla a volverme loco. No he podido olvidarme de su piel. Si me la tiro otra vez, no habrá otra mujer en el mundo que usted. Y usted no me pertenece. Usted no me pertenece ni en la ilusión ni en el sueño. Vístase, señora. Se lo pido con todo el amor y la honestidad que Dios me ha dado. Usted es un imposible.
No nos merecemos sufrir. Y hágalo ya, que no respondo. Tenerla y gozarla es un placer infinito. No tenerla para siempre, una tortura. Váyase, señora.
—Una última vez, Jerónimo, por favor.
—Lo imposible puede ser una realidad sólo en sueño, señora. Y lo de la otra tarde fue un sueño. Intentar repetirlo sería un desastre. Para usted y para mí.
—Aquí me tiene, Jerónimo. Toda para usted.
—Ya la tuve. Y no he dormido pensando en este momento. Pero algo me dice que tengo que marcharme, que estoy a punto de morir calcinado por ir hacia el fuego.
Señora, soy un mayoral de ganadería. Hijo de mayoral y nieto de mayoral. Mi hijo, si las cosas no se le tuercen, también será mayoral. El campo y la dehesa son mi vida. Y usted es un milagro. Déjeme vivir sin estar pendiente de otro milagro. Vístase, señora, y guarde mi recuerdo como yo guardaré el suyo. Hasta la muerte.
—Tómeme, Jerónimo.
—Siempre con Dios, señora.
A un trote poco convencido se alejó Jerónimo de la lomilla de las adelfas. De nuevo Marsa, sola y desnuda frente a la dehesa. Nunca le costó tanto vestirse. Nunca, mientras cubría su cuerpo, consideró tan inútil su belleza. Todo en ella era humedad contrariada. Jerónimo desapareció de su vista y ella permanecía callada, peleada con el mundo. Al fin reaccionó, montó sobre el caballo y al paso, muy al paso, inició el retorno hacia la casa, hundida de pesares, mujer rechazada por el mejor jinete de su vida.
* * *
La visita al banco sin problemas. La comida en Pineda con los socios del Canica's Club divertida, instructiva y alentadora. El año que viene se celebrará en casa el Campeonato del Mundo, y voy a ser un anfitrión de tronío. Al sentarnos a la mesa se ha rezado un Padrenuestro con sus correspondientes Avemaría y Gloria, por el alma del canalla de Nando Labrús, vizconde de Labrús, que actuó de arbitro en el último campeonato en La Tinajona, la finca de Jimmy Monteñoño, birlándome el Bolón de Oro por una nueva regla que se sacó de la manga. Me enteré de la muerte de Labrús por una esquela, pero ni acudí a su entierro, ni fui al funeral ni mandé a su viuda ninguna carta de pésame. Si ha existido alguien en mi vida que me ha hecho daño, ese alguien fue el sinvergüenza de Labrús.
Sobrevivimos los ocho participantes de la última edición. A saber: Mamoncho Castromerzo, Tato López-Sanders, Salva Collado Mustio, Sesé Guadalcastillo, Ilde Llodio, Jimmy Monteñoño, Tomasón Bouvier —el vigente campeón— y yo. Se decidió que en 2008 el campeonato se celebre en La Jaralera. Simultáneamente, y también por unanimidad, pedir al hijo de Pepito Rompido, nuestro entrañable e inolvidado conde del Rompido, por tres veces Campeón del Mundo de Canicas sobre Alfombras de la Real Fábrica de Tapices, tres Bolones de Oro en su haber deportivo, que haga de árbitro, sustituyendo al fallecido Nando Labrús, que Dios haya enviado al fuego eterno, junto a Lucifer. Richi Rompido, actual conde del Rompido, es mucho más joven que nosotros, pero conoce al dedillo el reglamento de nuestro campeonato, y estamos seguros de que aceptará nuestro ruego. Durante el café, ya con algunas copitas en la sangre, la conversación ha subido de tono, y por Sesé Guadalcastillo hemos sabido que el finado Nando Labrús era bastante palomo, y que un día le sorprendió en una calle de Albarreda de los Geranios dándose morritos con un jovenzuelo. Y Jimmy Monteñoño ha confirmado la revelación de Sesé, al hacernos partícipes de un secreto que tenía bien guardado. Nando Labrús fue expulsado del Gimnasio «Elastic» de Marbella porque se encaprichó de un masajista. Y ya, puestos al chisme y a la calumnia, Ilde Llodio ha colocado la guinda al pastel certificando que Nando Labrús financiaba una de las carrozas que desfilan por Madrid el Día del Orgullo Gay. Y creía que no nos íbamos a enterar.
Con esa chispa especial que se adquiere, mediante ingestiones variadas, en las comidas con los amigos —se me ha olvidado decir que el bueno de Tomasón Bouvier también sabía que Labrús era un maricón de los de antes de la guerra—, he aterrizado en la parte posterior del Bentley para que Pepillo me devuelva a casa.
Llegado a ella, me he encontrado con un ambiente enrarecido. Marsa tiene la mirada en otras nubes, y Mamá me saluda sonriente y cariñosa. Encantadora es la palabra justa. Sólo Tomás, como siempre, acierta con sus intuiciones.
—Ha bebido más de la cuenta, señor marqués.
—¿Te acuerdas del vizconde de Labrús, Tomás?
—¿El forajido que le robó el último campeonato, señor?
—Exactamente. La ha cascado. Y era marica.
—Ya notaba yo algo raro, señor.
—El año que viene se celebra en casa.
—Pues hay que empezar a entrenarse. El Bolón de Oro no puede escaparse de nuevo, señor marqués.
—De ninguna manera. ¿Pasa algo en casa, Tomás?
—Pues que su mujer está mustia y su madre como una moto.
—Me voy a recoger un rato y más tarde indagaré los motivos.
—¿Le despierto a las ocho?
—Menos cuarto, Tomás.
Mamá, que intenta retardar mi contacto con las sábanas:
—Susú, hijo, no te puedes figurar qué maravilla.
—¿Cuál es la maravilla, Mamá?
—Sus esculturas.
—A las ocho me lo cuentas.
Marsa que me rehúye.
—¿Te pasa algo, mi amor?
—Melancolía, Cristian. Quizá me falta algo de Caribe.
—A las ocho hablamos.
Tomás, no sé cómo, me ha abierto la cama. En la mesilla, un termo con agua helada. Me pesa un poco la cabeza. He abusado de las copitas de orujo. En efecto, el orujo es muy digestivo, pero arrea de lo lindo. Las sábanas del sobre, fresquitas y limpias, como a mí me gustan. Tengo que gratificar al sector doméstico que se encarga de su mantenimiento y limpieza. No afectará a mi fortuna El director del banco me ha dicho que tengo más dinero que las hermanas Koplowitz. Lo sabía, pero me gusta que me lo confirmen. Me hace ilusión.
Una clausura de los ojos, un no se sabe qué apacible, y la pérdida total del conocimiento.
No he entrado en coma.
Simplemente, me he dormido.
—Las ocho menos cuarto, señor marqués. No duerma más porque no va a tener sueño por la noche.
Cumplidor Tomás. No sé qué haría sin su ayuda y colaboración. Me da vueltas la cabeza. Ahora recuerdo que he concedido audiencias a Marsa y a Mamá. A mi mujer, para estar al tanto de su expresión melancólica. A mi madre, porque quiere hablarme de un escultor. Baño rápido, sin patito de goma, y a las ocho en punto en el salón.
Pepillo el jardinero me informa de los últimos movimientos de mi cónyuge.
—Está paseando con don Crispín por la fresneda. Anda tristona la señora marquesa, señor.
—Le falta el Caribe, Pepillo.
—Algo más que el Caribe, señor marqués.
Pepillo lleva en casa veinte años, se casó con Flora, la antigua ponebaños de Mamá, y es un tipo en el que confío. En un principio le tuvo ojeriza a Marsa, porque los dos, Flora y Pepillo, eran íntimos amigos de Marisol, mi primera mujer. Pero Marsa se ha ganado el cariño de todos, y no se les escapa su melancolía.
Pepillo está de vacaciones conyugales, lo mismo que yo de filiales. Flora se ha llevado a Elena y los niños a pasar una temporada a una casa que tienen alquilada en Zahara de los Atunes. La verdad es que algo echo de menos a los cinco chicos, pero aún más a Elena, que siempre ajusta las opiniones. Volverán la próxima semana.
En el salón, Mamá me aguarda. No se le ha pasado la excitación.
—Es sencillamente maravilloso, Susú.
—¿A quién te refieres, Mamá?
—A Stéfano Polvorini, el escultor italiano que vive en Lebrija. Es discípulo de Juan de Ávalos, y le encanta esculpir grandes bloques de granito. Eso sí, no es barato. Le tengo que adelantar trescientos mil euros.
—¿En concepto de qué, Mamá? Ese Polvorini me parece un sinvergüenza, por buen escultor que sea.
—Es un artista. Y no necesito pedirte dinero. El director del banco me ha informado que tengo en la cuenta corriente, a mi plena disposición, más de veintitrés millones de euros. La obra de arte cuesta un millón trescientos mil euros. Estará terminada en junio de 2008.
—A ver, Mamá, cuéntame. No entiendo nada.
No se ha calmado, pero al menos ha hecho un esfuerzo para reprimir su excitación.
—Oye bien, Susú. Desde que tienes uso de razón, y es un suponer elogioso, he mantenido una ilusión callada. No se la dije ni a tu padre. Pero ahora, a mi edad, voy a cumplirla. Siempre he querido que me hagan un monumento para que perdure mi memoria en La Jaralera. Mi humildad me ha aconsejado, durante una gran parte de mi vida, que no llevara a cabo mi proyecto. Ignoro lo que me queda de vida, y no pienso dejar a tu antojo y albedrío el fundamento de mi recuerdo. Supe de este escultor por una revista, y estoy en conversaciones con él desde diciembre. Al fin me ha mostrado el dibujo de la obra de arte. Susú, me va a hacer un monumento escultórico y quiero que se instale en el alcor de la entrada principal, mirando a poniente.
—Sigo sin entender, Mamá.
—Pues eres tonto. Bueno, no es una novedad. El motivo principal del monumento seré yo. Y la alegoría, mi bondad y desvelo para con la humanidad entera.
—Mamá, me parece muy exagerado. Papá sólo tiene un busto.
—No se puede comparar mi vida a la de tu padre, que se pasó una buena parte de ella organizando indecencias en la casa de los Cazadores.
—Que te haga una estatua, pero no un monumento. Esto es La Jaralera, no «Ambiciones».
—Alcánzame el carpetón que está sobre la cómoda y deja de decir mamarrachadas.
* * *
Lo he hecho, y Mamá me ha mostrado el dibujo del proyecto. Sencillamente espeluznante. Ocuparía más de ciento cincuenta metros cuadrados, según el estafador de Stéfano Polvorini. Forma circular rodeada de un acotamiento ajardinado. Figuras inconcretas que van ascendiendo por figurados peldaños hasta llegar a una cumbre chata, una mesetilla de granito. Y sobre ella, en bronce, Mamá sentada en su silla vigilando el horizonte de poniente.