Mil días en la Toscana (33 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

BOOK: Mil días en la Toscana
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—Lo difícil, algunos días y algunas noches, era dejar pasar las horas. Me la pasaba buscando cosas que hacer para llenar los huecos antes de comer o para quedarme quieta antes del amanecer. Ahora lo único que anhelo es tener tiempo. Esta vida es tan corta y pasa tan rápido… Y no es que quisiera que fuera más lenta, sino que me habría gustado comprender la velocidad.

Cuando piensa que es buen momento para decirlo, una mujer llamada Tullia sugiere:

—Lo que deberíamos hacer, Florì, es bailar. Tendríamos que ponernos a bailar
la tarantella
para enloquecer a los demonios y recordarles que somos mucho más fuertes que ellos.

Una danza de rebeldía contra el dolor y la muerte, un baile obstinado, arrogante y seductor, que rompe los límites, arranca las máscaras, agita los puños y sacude las caderas. Es un baile griego y bohemio, árabe y africano; un baile gitano. Sin embargo, de aquel grupo de toscanas sobrias, solo ella, Tullia, nacida y criada en Salerno, sabe bailar
la tarantella
. Sin embargo, como todos los meridionales, primero quiere hablar. Nos cuenta que, después de la guerra, cuando ella tenía trece años, no quedaba nadie en el piso de dos habitaciones en el que había vivido con sus padres; nadie, salvo el tío que había ido a ocuparse de ella cuando su madre murió y su padre no regresó a casa, pero él tenía manos largas y veloces, dice, y ella se dio cuenta de cuál sería su destino si se quedaba, de modo que le robó a él antes de que él pudiera robarle a ella. Le quitó dinero suficiente para viajar en tren de Salerno a Florencia, donde estaba segura de que encontraría trabajo como doncella. También le robó media hogaza de pan y los tres cortes de
salame
envueltos en papel de estraza que él se había guardado en el bolsillo para cenar, sin importarle demasiado, como siempre, lo que cenaría ella. Había envuelto todo aquello en un mantel, junto con la falda roja de algodón que le quedaba pequeña, pero qpe le gustaba demasiado para dejarla, un camisón que había blanqueado al sol y remendado con puntadas muy pequeñas, el vestido de seda negra con hombreras de su madre, el crucifijo que estaba colgado encima de su cama y una pandereta. Como no tenía zapatos, se había restregado los pies con vinagre, se había alisado el delantal lo mejor que pudo, se había colocado el hatillo encima de la cabeza, como si lo llevara a la fuente pública, y, por el contrario, se había dirigido a la estación. Pan, valor y una pandereta: semillas para cultivar una vida.

Tullia es la única que sabe bailar la
tarantella
.

—Enséñanos —le pedimos—, muéstranos cómo se baila.

Tiene casi setenta años o puede que más y se pone de pie cuan alta es: apenas un metro y medio. Se quita la rebeca rosada y se queda con una camiseta de lana sin mangas con ribetes de encaje. Con zapatillas y medias elásticas y su formal falda azul marino levantada por encima de las rodillas, Tullia se pone en pose. Cierra los ojos y se queda inmóvil como una piedra: supongo que escucha la música, que escucha su juventud. Cuando está lista, echa hacia atrás la cabeza, levanta la barbiila, alza los brazos y comienza una serie lenta y estudiada de giros y deslizamientos y más giros, acompañada por lo que ella misma susurra entre dientes y sus largos quejidos guturales. Me gustaría ver las escenas que le pasan detrás de los ojos apretados y escuchar los sonidos. Rellenita, menuda y delicada, no es ágil, pero se mueve con gracia y no cabe duda de que es hermosa.


Ma, ho bisogno del mio tamburello
, pero necesito mi pandereta —dice y así rompe el hechizo; vuelve a ponerse la rebeca y se envuelve en un chal—.
Vengo subito
, vuelvo enseguida.

Mientras tanto, algunas de nosotras empezamos a probar los movimientos, pero, como toda danza folclórica, esta también hay que bailarla desde dentro, de modo que, delante de la cama de Florì, tres de nosotras probamos extrañas amalgamas de bailes movidos y chachachá mientras yo, a mi manera, bailo un tango, que es el único baile que quise aprender jamás. Cuando Tullia regresa, dispersa nuestra locura con palmaditas y se pone a enseñarnos muy en serio. Nos dice que hemos de tener pensamientos eróticos, de ira, de venganza, de amor y de tristeza. Nos dice que lo mezclemos todo junto, como ocurre en la vida, y entonces, dice, estaremos listas para bailar. No parece haber esperanza para nosotras mientras Tullia le pega a su pandereta.

—Creo que jamás he tenido pensamientos eróticos —dice alguien—, porque las monjas me los quitaron a golpes incluso antes de que se formaran.

Entonces, Florì, para animarnos, dice:

—Bailad por mí, si no lo hacéis por vosotras.

—Ah, no, así no vale. Levántate y baila tú misma —dice Tullia.

Florì se dirige al armario del rincón, lo abre y saca sus manoletinas negras —ya no tan nuevas— compradas en Perugia. Se sienta en la cama para ponérselas. Con su vestido suelto de franela blanca, que pone en evidencia las líneas largas y estrechas de su cuerpo y sus grandes pechos, se pone de pie delante de nosotras y delante de su propio grupo de demonios. Con zapatos negros y labios rojos, Florì baila. Se ve que ha estado prestando atención, porque baila de verdad: el
staccato
de sus tacones sigue el ritmo de la pandereta y no cabe duda de que aquellos sonidos despiertan al demonio y después se burlan de él, como ha dicho Tullia. Cuando se pone colorada; se queda sin aire y chorrea de sudor y de triunfo, abre los ojos y derrama lágrimas antiguas. Pide vino.

La conversación y el baile han despertado todas nuestras sedes y nuestras hambres y se nos antoja algo más que caldo y arroz blanco. Alguien se pone a amontonar harina sobre la mesa de la cocina, forma una montaña y pide que le hagan un cráter en el medio. Otra tiene preparados los huevos y la leche, mantequilla y levadura blanda. Cuatro manos —las de Tullia y las mías— trabajan la masa, la amasan y la golpean hasta dejarla sarinada y clara. Cubierta por un paño blanco, la masa reposa. Otra se ha puesto a calentar a fuego lento un litro y medio de aceite de girasol en una sartén pesada y poco profunda. Me lavo las manos y me las seco en el delantal que Florì me ha puesto y pienso que aquellos lazos son lo que más necesito y quiero en la vida. Por humilde que sea, aquel es mi legado: soy cocinera y panadera. Tengo un oficio de lo más antiguo, que desciende de los que reparten el pan, los guardianes del fuego, los que distribuyen obsequios. Siempre he sabido que estaba actuando cuando he tratado de aprender más sobre negocios, sobre «conseguir que te hagan un pedido» o «llegar hasta el final». Nunca me he engañado a mí misma como tampoco he engañado a los demás y por eso me siento cómoda aquí. Esto es lo que he querido hacer y así he querido que fuera.

Florì ha ido a buscar
la ciliegina
, un vino blanco seco aromatizado con hojas de cerezo que preparó hace un año y guardó en un armario para que se añejara. Ha llegado la ocasión de que haga su debut.

—Es la primera vez en mi vida que bebo vino sin que mi marido esté presente —dice una.

—¡Brindemos por la próxima vez! —dice otra.

Nos turnamos para cocinar
las cincialose
: cortamos trocitos de masa, los estiramos con las yemas de los dedos hasta formar unos pastelillos irregulares, los echamos en el aceite que borbotea, vemos cómo crecen, se ampollan y se doran. Cada una cocina seis unidades, las escurre, las espolvorea con sal o con azúcar, según nos pidan; y las hace circular. La siguiente hace lo mismo y la otra también, mientras mordemos la masa caliente y crujiente entre sorbitos de vino dulce frío. Un recuerdo erótico para todas nosotras.

16

H
AN
S
ALIDO
L
AS
P
RIMERAS
F
LORES
D
E
C
ALABACÍN

Abril ha sido un mes de intensa actividad. El siroco ha subido salvaje y cálido desde el sur y algunos días se peleó de frente con la tramontana, el temerario viento del norte que todavía no está dispuesto a descansar, de modo que en abril ocurrió de todo. Se desataron tormentas, jadearon los vientos y, en los períodos de calma, el sol practicaba para agosto. Ya han madurado las cerezas y también las fresas silvestres. En los mercados hay albahaca, borraja y melones pequeños de pulpa verde y en los prados, trigo maduro. Hoy, primero de mayo, estamos haciendo, aunque con pocas ganas, las maletas para dejarlo todo.

No quiero irme ahora mismo y Fernando tampoco. Él piensa que podemos esperar hasta el otoño para empezar la investigación que debo hacer para escribir un libro sobre el sur de Italia, pero yo sé que no. He trazado un plan de trabajo y tengo muy claro que, si no empiezo enseguida, se me echará encima la fecha de entrega. Estaremos fuera casi dos meses, recorriendo Campania, Basilicata, Puglia, Calabria y Sicilia, y regresaremos pocos días antes de la llegada de los niños para pasar el verano. Hemos planificado las rutas y los colegas me han puesto en contacto con cocineros, panaderos y vitivinicultores.

—Es hora de marchar.

—Sí, claro, por supuesto, lo que pasa es que aquí está todo tan bonito.

—Aquí siempre es bonito. La belleza seguirá estando aquí cuando regresemos —le digo.

Estoy tratando de meter mi falda de encaje con volantes en la única maleta que hemos asignado para mí, pero compite con todas las demás faldas, chaquetas y chales que probablemente no me pondré jamás entre las cabras y las naranjas, aunque me gusta estar preparada. La maleta de Fernando está medio vacía. La lleno con el encaje color albaricoque y las sandalias con lazos que se atan como si fueran zapatillas de baile. Él siempre elige la maleta roja grande, sabiendo que a mi me faltará espacio, porque le gusta que mezcle mis cosas con las suyas.

—Me alegro de que hayas dejado de ponerte el vestido de fiesta —me dice, mientras me abraza y me alisa el pelo.

Hemos invitado a Barlozzo y a Flori a comer, de modo que me pongo a trabajar. Habrá
frittatine
, tortillitas francesas rellenas con los tallos finos y blandos de los ajos tiernos salteados con flores de borraja, y cordero lechal estofado en mantequilla y cebollas hasta que la carne casi se funda. Una ensalada compuesta solo con hojas de albahaca, enteras y dulces, y fresas del bosque. Un chorrito de aceite, unas cuantas gotas de vinagre balsámico antiguo y un poco de pimienta. Es un menú que no agradará al duque, pero a Florì le encantará.

El timbre de la puerta de entrada interrumpe mi canto y Fernando sube corriendo las escaleras de dos en dos, a sabiendas de que anuncia alguna picardía de Barlozzo.

—Fue esta mañana temprano, parece. Barlozzo fue a llevarle el periódico… el sacerdote… un médico… la ambulancia.

Me limpio las manos en el delantal y bajo al pie de las escaleras. No reconozco la voz del hombre que ha venido y, de los fragmentos que escucho, lo único que recojo son los escalofríos. Entonces siento un ruido detrás de mis ojos, como si algo de acero girara con fuerza y me tapara la luz, y sé que es la verdad de que Florì está muerta. Me rodean los brazos de Fernando, sus manos empujan mi cabeza contra su pecho, me cubren y me mecen.

Han pasado nueve días desde la tarde de los labios rojos y el licor de cereza y hoy está muerta. Bajamos corriendo la colina hasta la curva, subimos la cuesta hasta el pueblo, pero allí sigue siendo verdad: Florì ha muerto. Cuando alguien dice algo, salen frases cortadas, como si se les hiciera un nudo en la mitad. Bebemos el agua que Vera nos ofrece. Dicen que mañana al atardecer habrá una procesión desde la iglesia hasta el camposanto. Se celebrará una misa por la mañana; Nadie habla de qué ni de cómo. Con camisa blanca almidonada y pantalones de color gris oscuro, el pelo recién lavado y peinado hacia atrás a partir de la frente quebrada; Barlozzo baja.a la plaza desde el camino que serpentea más allá, desde la casa de ella. Estrecha manos y, con rigidez, acepta abrazos mientras avanza. Cuando se acerca a la entrada del bar, Fernando da unos cuantos pasos hacia él y yo lo sigo. Ellos dos hablan y yo paso por detrás de mi esposo para cogerle la mano: piel apergamüiada sobre huesos largos. Aprieta mi mano redondeada dentro de su mano redondeada, mientras sigue hablando con Fernando. No nos miramos.


Ciao
—dice—.
Ciao
—repite, tragándose la palabra junto con todas las demás que es incapaz de decir.

Cuando regresamos a casa, Fernando va derecho al escritorio y se pone a escribir notas para las personas que nos estarán esperando en nuestras primeras escalas; dice que más tarde las enviará por fax desde el bar. No nos marcharemos. Abrimos todas las puertas y ventanas de la casa: queremos que las condiciones atmosféricas se hagan cargo de nosotros, que hagan ruido y que tapen el ruido. Nos desvestimos y volvemos a meternos en nuestra cama sin hacer.

—Ansiaba la muerte. Hace un mes, tal vez menos, cuando se hizo el chequeo periódico, en las exploraciones aparecieron masas nuevas. Ella cogió el bolso y la rebeca mientras el médico le explicaba lo que había que hacer a continuación; le dio las gracias y le sonrió como si la visita hubiese sido muy agradable. Tanto él como yo nos dimos cuenta de que ya estaba decidida a morirse.

Acaba de oscurecer y estamos sentados en el suelo de la terraza: Fernando y yo con las espaldas apoyadas en las piedras del establo y el duque frente a nosotros.

—Poco después os llamó a todas a jugar en su casa con ella. Creo que ya había empezado a oír aquel revuelo, aquel runrún que llega con la muerte. La gente lo sabía. Ella lo sabía, pero, hasta que no vio aquellas placas angustiosas colgadas delante de la luz blanca, no empezó a prestarle atención. Estoy seguro de que ella creía que su muerte prolongada y lenta no era la mejor manera de amarme y por eso jamás le supliqué, ni una sola vez. Nunca me enfadé con ella, nunca le pregunté el porqué. Y ella, lo más rápido que pudo, se fue. Sin miedo. Sin esperanza. Una manera antigua de enfrentar la vida y enfrentar la muerte. No hubo nada de desesperación en estos últimos días. Yo lloraba lejos de ella y, si Florì lloraba, lo hacía sola. Quiso lavar las paredes, todas las paredes de su casa, así que eso hicimos. Ella se dedicaba a la parte inferior y después daba un paso atrás y levantaba la vista para mirar lo que fregaba yo y me indicaba las partes que había descuidado. Así estuvimos todo el día y, cuando le pregunté por qué le preocupaba tanto tener las paredes limpias, me dijo: «Porque es algo que puedo decidir yo». Dijo que no quería manchas en las paredes, como tampoco las quería en la belleza de estos últimos meses juntos. Creo que estaba satisfecha. Había vivido la vida que anhelaba desde que era pequeña y no le importaba tanto la duración de esa vida como que finalmente se hubiese hecho realidad, pero yo estaba seguro de que teníamos tiempo. Empecé a pensar en términos de meses, tal vez un año; a veces me atrevía a pensar en más. No importaba cuándo llegase: yo nunca habría estado preparado para esta mañana y ella lo supo antes que yo. Me decía que me quería mucho. Me lo decía una y otra vez, como si probara las palabras con todas sus voces: su voz de niña, su voz de mujer joven, su voz de antes de enfermar… Creo que Florì experimentó el dolor y el placer a partes iguales. Me dejó una nota. —Saca un sobrecito del bolsillo de su camisa blanca (era el tipo de sobre que acompaña un ramo de flores) y extrae una tarjeta—. Me dejó siete palabras —dice—: «Quería que la muerte me encontrara bailando».

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