Una profunda oscuridad reinaba en la sala.
Ivan Ogareff, de pie, cerca de una ventana, esperaba que llegase el momento de actuar. Evidentemente, la señal no podía darla nadie más que él. Una vez dada, cuando la mayor parte de los defensores de Irkutsk hubieran sido llamados a los puntos abiertamente atacados, tenía el proyecto de salir del palacio para ir a cumplir su obra.
Esperaba, pues, en las tinieblas, como una fiera dispuesta a lanzarse sobre su presa.
Sin embargo, algunos minutos antes de las dos, el Gran Duque pidió que Miguel Strogoff —era el único nombre que podía darle a Ivan Ogareff— fuese llevado a su presencia. Un ayudante de campo se acercó a la habitación cuya puerta estaba cerrada y llamó…
Ivan Ogareff, inmóvil cerca de la ventana e invisible en las sombras, se guardó muy bien de responder.
El ayudante comunicó al Gran Duque que el correo del Zar no se encontraba en Palacio en aquel momento.
Dieron las dos. Era el momento de iniciar el asalto convenido con los tártaros, los cuales estaban ya preparados.
Ivan Ogareff abrió la ventana de su habitación, cruzó la terraza y fue a apostarse en el ángulo norte de la misma.
Por debajo de él, entre las sombras, pasaban las aguas del Angara, que rugían al chocar contra las aristas de los pilares.
Ivan Ogareff sacó un fósforo del bolsillo, lo encendió y prendió fuego a un puñado de estopa impregnado en pólvora, el cual lanzó al agua.
¡Los torrentes de aceite mineral que flotaban sobre la superficie del Angara habían sido arrojados por orden de Ivan Ogareff!
Más arriba de Irkutsk, entre el pueblo de Poshkarsk y la ciudad, estaban en explotación varios yacimientos de nafta. Ivan Ogareff había decidido emplear este terrible medio para llevar el incendio a la capital, por lo que se apoderó de las incalculables reservas acumuladas en los depósitos de combustible líquido que había allí, siendo suficiente demoler un muro para que se derramara a borbotones.
Esto había sido realizado durante la noche, varias horas antes, y es por lo que la balsa que transportaba al verdadero correo del Zar, a Nadia y los demás fugitivos, flotaba sobre una corriente de aceite mineral.
A través de las brechas abiertas en los depósitos que contenían millones de metros cúbicos, la nafta se había precipitado como un torrente y, siguiendo la pendiente natural del terreno, se había esparcido sobre la superficie del río, donde su densidad le permitía flotar.
¡Así era como entendía la guerra Ivan Ogareff!
Aliado de los tártaros, se comportaba como ellos. ¡Y contra sus propios compatriotas!
La estopa cayó sobre las aguas del Angara y, en un instante, como si la corriente hubiera sido de alcohol, todo el río se inflamó arriba y abajo con la rapidez de un rayo. Volutas de llamas azuladas se retorcían, deslizándose entre las dos orillas. Espesos vapores de humo negro se elevaban por encima de ellas. Los pocos témpanos que iban a la deriva, rodeados por el fuego, se fundían como la cera sobre la superficie de un horno, y el agua, vaporizada, se escapaba en el aire con un silbido ensordecedor.
En ese mismo momento estalló el fuego de fusilería en el norte y en el sur de la ciudad. Las baterías del campamento del Angara disparaban sin tregua. Varios millares de tártaro se lanzaron al asalto de las fortificaciones. Las balsas de la orilla, hechas de madera, ardían por todas partes. Una inmensa claridad disipó las sombras de la noche.
—¡Al fin! —dijo Ivan Ogareff.
Tenía motivos para aplaudirse. El asalto que había sido imaginado era terrible. Los defensores de Irkutsk se encontraban entre el ataque de los tártaros y el desastre del incendio. Sonaron las campanas y toda persona que estuviera en condiciones se dirigió a los puntos atacados y a las casas que devoraba el fuego y que amenazaba con extenderse por toda la ciudad.
La puerta de Bolchaia estaba casi libre. Apenas si habían quedado algunos defensores que, por inspiración del traidor y para que los acontecimientos que iban a producirse pudieran ser explicados dejándole a él al margen (siendo atribuidos al odio político), esos pocos defensores habían sido escogidos entre el pequeño cuerpo de exiliados.
Ivan Ogareff volvió a entrar en su habitación, ahora brillantemente iluminada por las llamas del Angara, que sobrepasaban la balaustrada de la terraza, disponiéndose a abandonar el palacio.
Pero, apenas había abierto la puerta, cuando una mujer, con las ropas destrozadas y el cabello en completo desorden, se precipitó dentro de la habitación.
—¡Sangarra! —gritó Ivan Ogareff en el primer momento de sorpresa, no imaginando que aquella mujer pudiera ser otra que la gitana.
Pero no era Sangarra, sino Nadia.
En el momento en que, estando refugiada sobre el bloque de hielo, la joven había lanzado un grito al ver propagarse el incendio sobre la corriente del Angara, Miguel Strogoff la había tomado en sus brazos y se había lanzado con ella al agua para buscar en las profundidades del río un abrigo contra las llamas.
Como se sabe, el bloque de hielo que los transportaba no se encontraba más que a una treintena de brazas del primer muelle, más arriba de Irkutsk.
Después de haber nadado bajo las aguas, Miguel Strogoff consiguió llegar al muelle con Nadia.
¡Al fin había llegado al final de su viaje! ¡Estaba en Irkutsk!
—¡Al palacio del gobernador! —dijo a Nadia.
Menos de diez minutos después, ambos llegaban a la entrada del palacio, cuyos asientos de piedra eran lamidos por las llamas del Angara que, sin embargo, no podían incendiarlo.
Más allá ardían las casas situadas cerca de la orilla.
Miguel Strogoff y Nadia entraron sin ninguna dificultad en el palacio, abierto a todo el mundo. En medio de la confusión general, nadie reparaba en ellos, pese a que su aspecto era lamentable.
Una multitud de oficiales acudía en busca de órdenes y los soldados corrían a ejecutarlas, llenando la gran sala del piso bajo. Allí, Miguel Strogoff y la joven, en un brusco remolino de la multitud, se vieron separados.
Nadia, perdida, corrió a través de las salas bajas, llamando a su compañero y pidiendo ser conducida ante el Gran Duque.
Frente a ella se abrió una puerta que daba a una habitación inundada de luz. Entró en ella y se encontró, inopinadamente, cara a cara con aquel que había visto en Ichim y más tarde en Tomsk; cara a cara con aquel que un instante más tarde, con su mano criminal, entregaría la ciudad a los invasores.
—¡Ivan Ogareff! —gritó Nadia.
Al oír pronunciar su nombre, el miserable se estremeció, porque si alguien le conocía, todos sus planes se vendrían abajo. No tenía más que una cosa por hacer: matar a quien acababa de pronunciar su nombre, fuera quien fuese.
Ivan Ogareff se lanzó sobre Nadia, pero la joven con un cuchillo en la mano, se apoyó contra la pared decidida a defenderse.
—¡Ivan Ogareff! —gritó de nuevo Nadia, sabiendo perfectamente que este nombre atraería en su socorro a quien lo oyese.
—¡Ah! ¡Te callarás! —dijo el traidor.
—¡Ivan Ogareff! —gritó por tercera vez la intrépida joven, con una voz a la que el odio redoblaba la potencia.
Ebrio de furia, Ivan Ogareff sacó un puñal de su cintura, lanzándose sobre Nadia, acorralándola en una esquina de la sala.
Se disponía a asesinarla cuando el miserable, levantado del suelo por una fuerza irresistible, fue a rodar por tierra.
—¡Miguel! —gritó Nadia.
Era Miguel Strogoff.
El correo del Zar había oído las llamadas de Nadia. Guiado por su voz había llegado hasta la habitación, entrando por la puerta que permanecía entreabierta.
—¡No temas, Nadia! —dijo, interponiéndose entre ella e Ivan Ogareff.
—¡Ah! —gritó la joven—. ¡Ten mucho cuidado, hermano! ¡El traidor está armado y ve claro…!
Ivan Ogareff se había levantado, y creyendo que podía dar buena cuenta del ciego, se lanzó sobre Miguel Strogoff.
Pero, con una mano, el ciego asió el brazo del traidor y con la otra desvió su arma, lanzándolo de nuevo al suelo.
Ivan Ogareff, pálido de furor y de rabia, se acordó que llevaba una espada y, desenvainándola, volvió a la carga.
Había reconocido también a Miguel Strogoff. ¡Un ciego! ¡Se enfrentaba, en suma, con un ciego! ¡Tenía la partida ganada!
Nadia, espantada por el peligro que amenazaba a su compañero en una lucha tan desigual, se lanzó hacia la puerta en busca de ayuda.
—¡Cierra la puerta, Nadia! —dijo Miguel Strogoff—. ¡No llames a nadie y déjame hacer! ¡El correo del Zar no tiene hoy nada que temer de ese miserable! ¡Que venga a mí, si se atreve, lo espero!
Mientras tanto, Ivan Ogareff, que se había revuelto sobre sí mismo como un tigre, no pronunció ninguna palabra. Hubiera querido sustraer al oído del ciego el ruido de sus pasos, hasta el de su respiración. Quería abatirle antes de que hubiera advertido su proximidad. El traidor no buscaba la lucha, sino que iba a asesinar a aquel al que había robado el nombre.
Nadia, aterrorizada y confiada a la vez, contemplaba con una muda admiración la terrible escena. Parecía que la calma de Miguel Strogoff la hubiera tranquilizado súbitamente.
Por toda arma el correo del Zar no tenía más que su cuchillo siberiano, y no veía a su adversario, armado con una espada. Esto era cierto. ¿Pero, por qué gracia del cielo parecía dominar al traidor desde una altura increíble? ¿Cómo, casi sin moverse, hacía siempre frente a la punta de la espada?
Ivan Ogareff espiaba con visible ansiedad a su extraño adversario. Esa calma sobrehumana lo intimidaba. En vano hacía llamadas a su razón repitiéndose que en un combate tan desigual toda la ventaja estaba de su parte. Esa inmovilidad del ciego le helaba. Había escogido con la mirada el sitio donde iba a herir a su víctima… y lo había encontrado. ¿Qué le impedía terminar de una vez?
Finalmente, dio un salto, dirigiendo una estocada al pecho del correo del Zar.
Un movimiento imperceptible del cuchillo del ciego paro el golpe. Miguel Strogoff no había sido tocado y, fríamente, sin mostrar desafío, espero un segundo ataque.
Un sudor helado rodaba por la frente de Ivan Ogareff. Retrocedió un paso y se lanzó de nuevo al ataque. Pero obtuvo el mismo resultado que la primera vez. Un simple movimiento del largo cuchillo bastó para desviar la inútil espada del traidor.
Éste, ciego de rabia y de terror en presencia de aquella estatua viviente, fijó su aterrorizada mirada en los ojos totalmente abiertos del ciego. Esos ojos parecían leer hasta el fondo de su alma y, sin embargo, no veían, no podían ver; esos ojos ejercían sobre él una espantosa fascinación.
De pronto, Ivan Ogareff dio un grito. Inesperadamente, la luz se había hecho en su cerebro.
—¡Ve! —gritó—. ¡Ve!
Y como una fiera que trata de volver a su cubil, paso a paso, aterrorizado, retrocedió hasta el fondo de la sala.
Entonces, la estatua viviente se animó; el ciego marchó directamente hacia Ivan Ogareff y, situándose frente a él, dijo:
—¡Sí, veo! ¡Veo la señal con la que te marqué, cobarde traidor! ¡Veo el sitio en donde voy a hundirte el cuchillo! ¡Defiende tu vida! ¡Es un duelo lo que me digno ofrecerte! ¡El cuchillo me basta contra tu espada!
—¡Ve! —se dijo Nadia—. Dios misericordioso, ¿es esto posible?
Ivan Ogareff se vio perdido. Pero con un esfuerzo de voluntad, recobró valor y se lanzó, con la espada por delante, contra su impasible enemigo.
Las dos hojas se cruzaron, pero el cuchillo de Miguel Strogoff, manejado por esa mano de cazador siberiano, hizo volar la espada en dos pedazos y el miserable, con el corazón atravesado, cayó sin vida al suelo.
En ese momento se abrió la puerta, empujada desde fuera, y el Gran Duque, acompañado por varios oficiales, entró en la estancia que había pertenecido a Ivan Ogareff.
—¿Quién ha matado a este hombre? —preguntó.
—Yo —respondió Miguel Strogoff.
Uno de los oficiales apoyó su revólver contra la sien del correo del Zar, dispuesto a hacer fuego.
—¿Tu nombre? —preguntó el Gran Duque, antes de dar la orden de que se le volara la cabeza.
—Alteza —respondió Miguel Strogoff—. ¿Por qué no preguntáis antes el nombre del que está tendido a vuestros pies?
—¡A este hombre le conozco yo! ¡Es un servidor de mi hermano, un correo del Zar!
—¡Este hombre, Alteza, no es un correo del Zar! ¡Es Ivan Ogareff!
—¿Ivan Ogareff? —gritó el Gran Duque.
—¡Sí, Ivan el traidor!
—Entonces ¿quién eres tú?
—Miguel Strogoff.
Miguel Strogoff no estaba, no había estado nunca ciego. Un fenómeno puramente humano, a la vez físico y moral, había neutralizado la acción de la lámina incandescente que el ejecutor de Féofar-Khan había pasado por delante de sus ojos.
Se recordará que en el momento del suplicio, Marfa Strogoff estaba allí, tendiendo las manos hacia su hijo. Miguel Strogoff la miraba como un hijo puede mirar a su madre cuando es por última vez.
Subiéndole del corazón a los ojos, las lágrimas que su valor trataba en vano de reprimir se habían acumulado bajo sus párpados y, al volatilizarse sobre la córnea, le habían salvado la vista. La capa de vapor formada por sus lágrimas, al interponerse entre el sable al rojo vivo y sus pupilas, había sido suficiente para anular la acción del calor. Es un efecto idéntico al que se produce cuando un obrero fundidor, después de haber mojado en agua su mano, la hace atravesar impunemente un chorro de metal fundido.
Miguel Strogoff comprendió inmediatamente el peligro que corría si daba a conocer su secreto, fuera a quien fuese. Presentía el partido que, por el contrario, podía sacar a esta situación para lograr el cumplimiento de sus proyectos.
Le dejaron libre porque lo creían ciego. Era preciso, pues, ser ciego, serlo para todos, incluso para Nadia, y que ningún gesto, en ningún momento, hiciera dudar de la veracidad de su ceguera. Su resolución estaba tomada y hasta debía arriesgar la misma vida para dar a todo el mundo la prueba de esta ceguera. Ya se sabe cómo la arriesgó.
Únicamente su madre conocía la verdad, porque él se lo había dicho al oído en la misma plaza de Tomsk cuando, inclinado sobre ella en la oscuridad, la cubría de besos.
Se comprende, pues, que cuando Ivan Ogareff con ironía situó la carta delante de sus ojos, que creía ciegos, Miguel Strogoff la había podido leer, descubriendo los odiosos proyectos del traidor. De ahí la energía que desplegaba durante la segunda parte del viaje; y por tanto, esa indestructible voluntad de llegar a Irkutsk y transmitir el mensaje de viva voz. ¡Sabía que la ciudad iba a ser entregada y que la vida del Gran Duque estaba amenazada! La salvación del hermano del Zar y de Siberia estaba, pues, todavía en sus manos.