Por lo tanto, cuando se enteró de la inesperada llegada del correo del Zar, tuvo el presentimiento de que éste podría darle noticias de su hija. Probablemente no era más que una esperanza quimérica, pero se agarró a ella. ¿No había estado el correo del Zar prisionero de los tártaros como probablemente lo estaba Nadia?
Wassill Fedor fue al encuentro de Ivan Ogareff, el cual aprovechó la ocasión para entrar en franco contacto con el comandante. ¿Pensaba el renegado explotar esa circunstancia? ¿Juzgaba a todos los hombres por el mismo rasero? ¿Creía que un ruso incluso un exiliado político, podía ser lo bastante miserable como para traicionar a su país?
Sea como fuere, Ivan Ogareff respondió con una cortesía hábilmente fingida a los intentos del acercamiento del padre de Nadia. Éste, al día siguiente de la llegada del pretendido correo, se dirigió al palacio del gobernador general y allí dio a conocer a Ivan Ogareff las circunstancias en las cuales su hija había debido de salir de la Rusia europea, exponiéndole cuáles eran sus inquietudes.
Ivan Ogareff no conocía a Nadia, pese a que se habían encontrado en la parada de postas de Ichim el día en que ella iba todavía con Miguel Strogoff. Pero entonces había prestado tan poca atención a la joven como a los dos periodistas que se encontraban también allí. No podía, pues, dar a Wassili Fedor ninguna noticia de su hija.
—¿En qué época —preguntó Ivan Ogareff debió de salir su hija del territorio ruso?
—Casi al mismo tiempo que usted —respondió Wassili Fedor.
—Yo salí de Moscú el 15 de julio.
—Nadia debió de salir también por esas fechas. Su carta me lo aseguraba formalmente.
—¿Estaba en Moscú el 15 de julio?
—En esa fecha, seguramente sí.
—Pues bien… —respondió Ivan Ogareff; y después, recapacitando, agregó—: Pero no… Me equivoco… Iba a confundir las fechas. Desgraciadamente es muy probable que haya podido traspasar la frontera y no le queda a usted más que una esperanza, y es que se haya quedado esperando noticias de la invasión.
Wassili Fedor bajó la cabeza. Conocía a Nadia y sabía perfectamente que nada le impediría continuar.
Ivan Ogareff, con aquellas palabras, acababa de cometer gratuitamente un acto de verdadera crueldad. Con otras palabras, podía haber tranquilizado a Wassili Fedor, pese a que Nadia había pasado la frontera en las circunstancias que conocemos; Wassili Fedor, al relacionar la fecha en que su hija se encontraba en Nijni-Novgorod con la del decreto que prohibía la salida, hubiera llegado, sin duda, a la conclusión de que Nadia no había podido quedar expuesta a los peligros de la invasión porque, pese a ella, continuaba todavía en el territorio europeo del Imperio.
Ivan Ogareff, obedeciendo a su naturaleza de hombre que no se conmovía por los sufrimientos ajenos, podía haber dicho estas otras palabras, pero no las dijo…
Wassili Fedor, con el corazón partido, se retiró. Después de aquella entrevista se había disipado su última esperanza.
Durante los dos días que siguieron, el 3 y 4 de octubre, el Gran Duque interrogó varias veces al pretendido Miguel Strogoff, haciéndole repetir todo lo que se había hablado en el gabinete imperial del Palacio Nuevo. Ivan Ogareff se había preparado para afrontar cualquier cuestión que se le planteara, por lo que respondió a todo sin vacilación alguna.
No ocultó, intencionadamente, que el Gobierno del Zar había sido sorprendido completamente por la invasión y que la sublevación fue preparada en el mayor secreto; que los tártaros eran ya dueños de la línea del Obi cuando llegaron a Moscú las primeras noticias de la invasión y que, finalmente, nada se había decidido en las provincias rusas para mandar a Siberia las tropas necesarias para rechazar a los invasores.
Después, Ivan Ogareff, enteramente libre de movimientos, comenzó a estudiar Irkutsk, el estado de las fortificaciones y sus puntos débiles, con el fin de aprovechar ulteriormente sus observaciones, en el caso de que cualquier eventualidad le impidiera consumar su traición.
Se detuvo a examinar particularmente la puerta de Bolchaia, que era lo que quería librar a las fuerzas tártaras.
Por la noche se acercó por dos veces a la explanada de la puerta y, sin temor a ser descubierto por los sitiadores, cuyos puestos más avanzados se hallaban a menos de una versta de las murallas, se paseó por el glacis. Sabía perfectamente que no se exponía a ningún peligro y que hasta había sido reconocido, porque distinguió una sombra que se deslizaba hasta el pie de las murallas.
Sangarra, arriesgando su vida, venía a ponerse en comunicación con Ivan Ogareff.
Los sitiados, por otra parte, desde hacía dos días gozaban de una tranquilidad a la que no les habían acostumbrado los tártaros desde el comienzo del asedio.
Era por orden de Ivan Ogareff. El lugarteniente de Féofar-Khan había querido que se suspendiera toda tentativa de tomar la ciudad por asalto. Por eso desde su llegada a Irkutsk, la artillería había quedado completamente muda. Esperaba, además, que así se relajaría la estrecha vigilancia de los sitiados. En cualquier caso, en los puestos avanzados, varios millares de tártaros se mantenían preparados para lanzarse contra la puerta, que estaría desguarnecida de defensores en el instante en que Ivan Ogareff les diera la señal de actuar.
Sin embargo, no podía demorarse ese momento, porque era preciso terminar el asedio antes de que las tropas rusas llegaran a la vista de Irkutsk.
Ivan Ogareff tomó su decisión y aquella misma noche, desde lo alto del glacis, cayó un papel en manos de Sangarra.
El traidor había resuelto entregar Irkutsk la noche siguiente, 5 de octubre, a las dos de la madrugada.
El plan de Ivan Ogareff había sido combinado con el mayor cuidado y, salvo circunstancias imponderables, debía tener éxito. Era preciso que la puerta de Bolchaia estuviera libre de defensores en el momento en que la abriera. Por lo tanto, era indispensable que en aquel momento, la atención de los mismos se dirigiera hacia otro punto de la ciudad. Para ello había combinado con el Emir una serie de acciones que dispersaran la atención de los defensores.
Estas acciones debían llevarse a cabo por el lado de los suburbios de Irkutsk, hacia arriba y hacia abajo del río, sobre su orilla derecha.
El ataque contra los dos puntos debía realizarse con la mayor meticulosidad y, al mismo tiempo, se llevaría a cabo una tentativa de atravesar el Angara sobre la orilla izquierda. La puerta de Bolchaia, probablemente, quedaría casi abandonada, mientras que los puestos avanzados simularían levantar el campo.
Era el 5 de octubre. Antes de veinticuatro horas, la capital de Siberia oriental debía caer en manos del Emir y el Gran Duque, en poder de Ivan Ogareff.
Durante el día se produjo un movimiento desacostumbrado en el campamento tártaro del Angara. Desde las ventanas del palacio y desde las casas de la orilla derecha, podían distinguirse perfectamente los importantes preparativos que se estaban llevando a cabo en la orilla opuesta. Numerosos destacamentos tártaros convergían hacia el campamento y venían a reforzar las tropas del Emir. Eran los ataques convenidos que se estaban preparando de manera ostensible.
Además, Ivan Ogareff no ocultó al Gran Duque que era de temer un ataque por ese lado. Sabía, según dijo, que se llevaría a cabo un asalto por arriba y por abajo de la ciudad, aconsejando al Gran Duque reforzar esos dos puestos más directamente amenazados.
Los preparativos observados venían en apoyo de las recomendaciones hechas por Ivan Ogareff y era urgente tenerlas en cuenta. Así que, después de un consejo de guerra que se reunió con urgencia en el palacio, se dieron órdenes de que se concentrara la defensa sobre la orilla derecha del Angara y en los extremos de la ciudad, en donde las murallas de tierra iban a apoyarse sobre el río.
Era esto precisamente lo que quería Ivan Ogareff. Evidentemente, no cogitaba con que la puerta de Bolchaia quedara completamente desguarnecida de defensores, pero confiaba en que sólo hubiera un pequeño número de ellos. Además, iba a imprimir a los asaltos una importancia tal que el Gran Duque se vería obligado a oponerles todas las fuerzas disponibles.
En efecto, un incidente de una gravedad excepcional, imaginado por Ivan Ogareff, debía ayudar poderosamente a la ejecución de sus proyectos.
Aunque Irkutsk no fuera atacada por los dos puntos alejados de la puerta de Bolchaia y por la orilla derecha del Angara, este incidente hubiera sido suficiente, por sí solo, para emplear a fondo a todos los defensores, precisamente allá en donde Ivan Ogareff quería atraerlos, porque iba a provocar una espantosa catástrofe.
Por tanto, todas las precauciones quedaban tomadas para que a la hora indicada, la puerta de Bolchaia estuviera libre de defensores, entregándola a los millares de tártaros que esperaban cubiertos en los espesos bosques del este.
Durante esta jornada, la guarnición y la población civil de Irkutsk se mantuvieron constantemente alerta.
Estaban tomadas todas las medidas que exigía un ataque inminente en los puntos respetados hasta entonces. El Gran Duque y el general Voranzoff visitaron los puestos que, por orden suya, habían sido reforzados.
El cuerpo especial de Wassili Fedor ocupaba el norte de la ciudad, pero con la orden de acudir allí donde el peligro fuera más inminente. La orilla derecha del Angara quedaba reforzada con la poca artillería de que se disponía.
Con estas medidas, tomadas a tiempo gracias a las recomendaciones de Ivan Ogareff, hechas tan oportunamente, se esperaba que el ataque no tuviera éxito. En ese caso, los tártaros, momentáneamente desmoralizados, tardarían varios días en hacer cualquier otra tentativa de asaltar la ciudad. Entretanto, las tropas que el Gran Duque esperaba podían llegar de un momento a otro. La salvación o la pérdida de Irkutsk estaban, pues, pendientes de un hilo.
Ese día, el sol, que había salido a las seis y veinte de la mañana, se ponía a las cinco y cuarenta de la tarde, después de haber trazado su arco diurno por encima del horizonte durante once horas. El crepúsculo se resistiría a dejar paso a la noche durante dos horas todavía. Después, el espacio se llenaría de tinieblas porque grandes nubes se inmovilizarían en el aire, no permitiendo que la luna hiciera su aparición.
Esta profunda oscuridad iba a favorecer los proyectos de Ivan Ogareff.
Desde hacía varios días, un frío extremado preludiaba los rigores del invierno siberiano y, aquella noche, se dejaba sentir más intensamente todavía.
Los soldados apostados sobre la orilla derecha del Angara, forzados a no revelar su presencia, no habían podido encender hogueras, por lo que sufrían cruelmente con este terrible descenso de la temperatura. Varios pies por debajo de ellos pasaban los hielos que eran arrastrados por la corriente del río. Durante el día se les había visto, en hileras apretadas, derivar rápidamente entre las dos orillas.
Esta circunstancia observada por el Gran Duque y sus oficiales había sido considerada como favorable, porque era evidente que si el lecho del río se obstruía, el paso se haría impracticable, porque los tártaros no podrían maniobrar con balsas ni barcas. En cuanto a admitir que pudieran atravesar el río sobre el hielo, era de todo punto imposible, pues la barrera recientemente formada no ofrecería suficiente consistencia al paso de una columna de asalto.
Esta favorable circunstancia para los defensores de Irkutsk hubiera debido ser indeseable para Ivan Ogareff. Pero no era así, porque el traidor sabía perfectamente que los tártaros no intentarían pasar el Angara y que, al menos por ese lado, la tentativa no sería más que un simulacro.
No obstante, hacia las diez de la noche, se modificó sensiblemente el estado del río, con gran sorpresa de los asediados, y ahora en desventaja para ellos. El paso, impracticable hasta aquel momento, de golpe se hizo posible. El lecho del Angara quedo libre; Los hielos que se deslizaban en número creciente desde hacía varios días desaparecieron aguas abajo y apenas cinco o seis bloques quedaron ocupando entonces el espacio comprendido entre las dos orillas. Pero no presentaban la estructura de los bloques que se forman en condiciones normales y bajo la influencia de un frío intenso. No eran más que simples pedazos arrancados a algún glaciar, cuyas aristas, netamente cortadas, no presentaban rugosidades.
Los oficiales rusos que constataron esta modificación en las condiciones del río, la dieron a conocer al Gran Duque.
Aquello no tenía otra explicación de que en alguna parte, más arriba, en una zona más estrecha del Angara, los hielos debían de haberse acumulado hasta formar una barrera.
Ya se sabe que así era, efectivamente.
El paso del Angara estaba, pues, abierto a los asaltantes, viéndose los rusos en la necesidad de estrechar la vigilancia más que nunca.
Hasta medianoche no se produjo ningún incidente. Por la parte este, más allá de la puerta de Bolchaia, la calma era absoluta. Ni una sola hoguera había encendida en los frondosos bosques que en el horizonte se confundían con las nubes.
En el campamento del Angara había una gran agitación que era atestiguada por el continuo desplazamiento de luces.
A una versta por arriba y por abajo del punto donde la escarpa iba a apoyarse sobre la margen del río, se podía oír un sordo murmullo que probaba que los tártaros estaban de pie, esperando una señal cualquiera para entrar en acción.
Todavía transcurrió una hora sin que se produjera la nueva novedad.
Iban a dar las dos de la madrugada en las campanas de la catedral de Irkutsk y ningún movimiento había mostrado aún las intenciones hostiles de los asaltantes.
El Gran Duque y sus oficiales se preguntaban si no habían sido inducidos a error y si realmente entraba en los planes de los tártaros el intentar sorprender la ciudad. Las noches precedentes no habían gozado, ni mucho menos, de tanta tranquilidad. Las descargas estallaban frecuentemente en dirección a los puestos avanzados y los obuses rasgaban el aire. Sin embargo, esta noche no ocurría nada.
El Gran Duque, el general Voranzoff y su ayudante de campo, pues, esperaban, dispuestos a dar las órdenes según las circunstancias.
Se sabe que Ivan Ogareff ocupaba una habitación del palacio. Era una amplia sala situada en el piso bajo, cuyas ventanas daban a una terraza lateral. Bastaba cruzar esa terraza para dominar el curso del Angara.