Wassili Fedor, una vez en presencia del Gran Duque, se inclinó y esperó a ser interrogado.
—Wassili Fedor —le dijo el Gran Duque—, tus compañeros de exilio han pedido formar un cuerpo de elite. ¿Ignoran que en esta clase de cuerpos es preciso saber morir hasta el último hombre?
—No lo ignoran —respondió Wassili Fedor.
—Te quieren a ti por jefe.
—¿A mí, Alteza?
—¿Consientes ponerte al frente de ellos?
—Sí, si el bien de Rusia lo precisa.
—Comandante Fedor —dijo el Gran Duque—, tú ya no eres un exiliado.
—Gracias, Alteza, pero ¿puedo mandar a los que todavía lo son?
—¡Ya no lo son!
¡Lo que acababa de otorgar el hermano del Zar era el perdón para sus compañeros de exilio, ahora ya sus compañeros de armas!
Wassili Fedor estrechó con emoción la mano que le tendió el Gran Duque y salió de palacio.
Éste, volviéndose hacia sus oficiales, dijo sonriendo:
—El Zar no dejará de aceptar la letra de perdón que he girado a su cargo. Nos hacen falta héroes que defiendan la capital de Siberia y acabo de hacerlos.
Era, efectivamente, un acto de justicia y de buena política este perdón tan generosamente otorgado a los exiliados de Irkutsk.
La noche había llegado ya, y a través de las ventanas del palacio del gobernador general brillaban las hogueras del campamento de los tártaros, que con sus resplandores iluminaban más allá de la orilla del Angara.
El río arrastraba numerosos bloques de hielo, algunos de los cuales quedaban detenidos en su deslizarse sobre las aguas por los pilotes de los antiguos puentes de madera.
Los que la corriente mantenía en el canal derivaban con extrema rapidez. Era evidente, como había observado el alcalde, que el Angara difícilmente se helaría en toda su superficie. El peligró, pues, estaba conjurado por aquella parte, no debiendo preocupar a los defensores.
Acababan de dar las diez de la noche y ya iba el Gran Duque a despedir a sus oficiales, retirándose a sus habitaciones, cuando se produjo un revuelo fuera de palacio.
Casi al instante, se abrió la puerta del salón, apareciendo un ayudante de campo del Gran Duque, el cual, dirigiéndose hacia él, le dijo:
—¡Alteza, un correo del Zar!
Un movimiento simultáneo impulsó a todos los miembros del Consejo hacia la puerta entreabierta del salón: ¡Un correo del Zar había llegado a Irkutsk!
Si los oficiales hubieran reflexionado por un instante la improbabilidad de este hecho, lo hubieran tomado, ciertamente, como por un imposible.
El Gran Duque se dirigió con impaciencia hacia su ayudante de campo, diciéndole:
—¡El correo!
Entró un hombre. Tenía el aspecto de estar abrumado por la fatiga. Llevaba un vestido de campesino siberiano, usado, hecho jirones, y en el cual se apreciaban agujeros practicados por el impacto de las balas. Un gorro moscovita le cubría la cabeza y una cuchillada, mal cicatrizada aún, le cruzaba la mejilla. Este hombre, evidentemente, había hecho un largo y penoso camino. Su calzado, completamente destrozado, indicaba que había tenido que recorrer a pie una parte del viaje.
—¿Su Alteza, el Gran Duque? —preguntó al entrar.
El Gran Duque fue hacia él.
—¿Tú eres correo del Zar? —preguntó.
—Sí, Alteza.
—¿Vienes…?
—De Moscú.
—¿Cuándo saliste de Moscú?
—El 15 de julio.
—¿Cómo te llamas?
—Miguel Strogoff.
Era Ivan Ogareff. Había usurpado el nombre y la condición de aquel al que creía reducido a la impotencia. Ni el Gran Duque ni nadie le conocía en Irkutsk y ni siquiera había tenido necesidad de cambiar sus rasgos, y como estaba en condiciones de poder probar su pretendida personalidad, nadie dudaría de él.
Venía, pues, a precipitar el desarrollo del drama de la invasión apelando a la traición y al asesinato.
Después de la respuesta de Ivan Ogareff, el Gran Duque hizo un gesto y todos sus oficiales se retiraron.
El falso Miguel Strogoff y él quedaron solos en el salón.
El Gran Duque miró a Ivan Ogareff durante algunos instantes, con extrema atención. Después le preguntó:
—¿Estabas en Moscú el 15 de julio?
—Sí, Alteza, y en la noche del 14 al 15, vi a su Majestad, el Zar, en el Palacio Nuevo.
—¿Traes una carta del Zar?
—Aquí está.
Ivan Ogareff entregó al Gran Duque la carta imperial, reducida a dimensiones casi microscópicas.
—¿Esta carta la recibiste en tal estado? —preguntó el Gran Duque, extrañado.
—No, Alteza, pero tuve que romper el sobre con el fin de ocultarla mejor a los soldados del Emir.
—¿Has estado prisionero de los tártaros?
—Sí, Alteza, durante varios días —respondió Ivan Ogareff—, por eso, habiendo salido de Moscú el 15 de julio, no he llegado a Irkutsk hasta el 2 de octubre, después de setenta y nueve días de viaje.
El Gran Duque tomó la carta, la desplegó y reconoció la firma del Zar, precedida de la fórmula sacramental escrita de su propia mano. No había, pues, ninguna duda sobre la autenticidad de la carta ni sobre la identidad del correo. Si su feroz fisonomía había inspirado, de pronto, desconfianza en el Gran Duque, esta desconfianza desapareció enseguida.
El Gran Duque permaneció callado durante algunos instantes, leyendo atentamente la carta con el fin de captar perfectamente todo su sentido.
A continuación, tomó de nuevo la palabra.
—Miguel Strogoff, ¿conoces el contenido de esta carta? —preguntó.
—Sí, Alteza. Podía verme forzado a destruirla para que no cayera en manos de los tártaros y, si llegaba ese caso, quería transmitir su texto exacto a Vuestra Alteza.
—¿Sabes que esta carta nos conmina a morir antes que rendir la ciudad?
—Lo sé.
—¿Sabes también que en ella se indican los movimientos de tropas que han sido combinados para detener la invasión?
—Sí, Alteza, pero esos movimientos no han tenido éxito.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que Ichim, Omsk, Tomsk, por no citar más que las ciudades importantes de las dos Siberias, han sido sucesivamente ocupadas por los soldados de Féofar-Khan.
—¿Pero ha habido combates? ¿Se han enfrentado nuestros cosacos con los tártaros?
—Varias veces, Alteza.
—¿Y han sido rechazados?
—Eran unas fuerzas insuficientes.
—¿Dónde han tenido lugar esos encuentros?
—En Kolyvan, en Tomsk…
Hasta aquí, Ivan Ogareff no había dicho más que la verdad, pero con la intención de desmoralizar a los defensores de Irkutsk, exagerando las ventajas obtenidas por las tropas del Emir, añadió:
—Y por tercera vez en Krasnolarsk.
—¿Y en esta última escaramuza…? —preguntó el Gran Duque, apretando los dientes tan fuertemente que apenas dejó salir las palabras.
—Fue mucho más que una escaramuza, Alteza, fue una batalla —respondió Ivan Ogareff.
—¿Una batalla?
—Veinte mil rusos, llegados de las provincias fronterizas y del gobierno de Tobolsk, lucharon contra ciento cincuenta mil tártaros y, pese a su valor, fueron aniquilados.
—¡Mientes! —gritó el Gran Duque, intentando vanamente contener su cólera.
—¡Digo la verdad, Alteza! —respondió fríamente Ivan Ogareff—. ¡Estuve presente en la batalla de Krasnolarsk y fue allí donde caí prisionero!
El Gran Duque consiguió calmarse y con una seña dio a entender a Ivan Ogareff que no dudaba de la veracidad de sus palabras.
—¿Qué día tuvo lugar la batalla de Krasnoiarsk?
—El 22 de septiembre.
—¿Y ahora, todas las fuerzas tártaras están concentradas alrededor de Irkutsk?
—Todas.
—¿En cuánto las valoras?
—En unos cuatrocientos mil hombres.
Nueva exageración de Ivan Ogareff, al evaluar los efectivos de los tártaros, que pretendía el mismo fin.
—¿No debo esperar refuerzos de las provincias del oeste? —preguntó el Gran Duque.
—No, Alteza, al menos antes de que finalice el invierno.
—¡Pues bien, Miguel Strogoff, escucha esto: aunque no me llegue ninguna ayuda del este ni del oeste y aunque esos bárbaros fuesen seiscientos mil, jamás rendiré Irkutsk!
Ivan Ogareff entornó ligeramente los párpados, como si el traidor quisiera decir que el hermano del Zar no contaba con la traición.
El Gran Duque, de temperamento nervioso, apenas había conseguido conservar la calma al conocer tan desastrosas noticias. Iba y venía por el salón, bajo la mirada de Ivan Ogareff, que le contemplaba como a presa reservada para su venganza.
Se detenía delante de las ventanas, miraba hacia las hogueras del campamento tártaro, intentaba percibir los sonidos, cuya mayor parte provenía de los choques de los bloques de hielo arrastrados por la corriente del Angara.
Se pasó así un cuarto de hora, sin formular ninguna pregunta. Después, volviendo a desplegar la carta, releyó un pasaje y dijo:
—¿Sabes, Miguel Strogoff, que en esta carta se habla de un traidor del que tengo que prevenirme?
—Sí, Alteza.
—Ha de intentar entrar en Irkutsk bajo un disfraz, captar mi confianza y después, llegado el momento, entregar la ciudad a los tártaros.
—Sé todo eso, Alteza, y también sé que Ivan Ogareff ha jurado vengarse personalmente del hermano del Zar.
—Pero ¿por qué?
—Se dice que este oficial fue condenado por Vuestra Alteza a una humillante degradación.
—Sí… ya me acuerdo… ¡Pero lo merecía, ese miserable, que ahora ha traicionado a su país conduciendo una invasión de bárbaros!
—Su Majestad, el Zar —respondió Ivan Ogareff— quería, por encima de todo, que Vuestra Alteza fuera advertido de los criminales proyectos de Ivan Ogareff contra vuestra persona.
—Sí… La carta me informa…
—Su Majestad me dijo personalmente que durante mi viaje por Siberia tenía que desconfiar, sobre todo, de ese traidor.
—¿Has tropezado con él?
—Sí, Alteza, después de la batalla de Krasnoiarsk. Si hubiera podido sospechar que era portador de una carta dirigida a Vuestra Alteza en la que se descubrían sus proyectos, no me habría perdonado.
—¡Sí, hubieras estado perdido! —respondió el Gran Duque—. ¿Y cómo has podido escapar?
—Lanzándome al Irtyche.
—¿Cómo has entrado en Irkutsk?
—Gracias a una salida que se ha efectuado esta misma noche para rechazar a un destacamento tártaro. Me he mezclado entre los defensores de la ciudad y he podido darme a conocer, haciendo que se me condujera inmediatamente ante Vuestra Alteza.
—Bien, Miguel Strogoff —respondió el Gran Duque—. Has mostrado valor y celo en esta difícil misión. No te olvidaré. ¿Quieres pedirme algún favor?
—Ninguno, Alteza, a no ser el de batirme a vuestro lado —respondió Ivan Ogareff.
—Sea, Miguel Strogoff. Quedas desde hoy agregado a mi persona y te alojarás en Palacio.
—¿Y si, conforme a su intención, Ivan Ogareff se presenta ante Vuestra Alteza con nombre falso?
—Le desenmascararemos gracias a ti y haré que muera a golpes de knut. Puedes retirarte.
Ivan Ogareff acababa de desempeñar con éxito su indigno papel. El Gran Duque le había dado plena y enteramente su confianza; podía abusar de ella donde y cuando le conviniera. Habitaría en el mismo palacio y estaría al corriente del secreto de las operaciones de defensa. Tenía, pues, la situación en sus manos. Nadie en Irkutsk le conocía; nadie podía arrancarle su máscara. Estaba resuelto a poner manos a la obra sin retraso.
En efecto, el tiempo apremiaba, porque era preciso que la ciudad cayera antes de la llegada de las tropas rusas del norte y del este, lo cual era cuestión de pocos días.
Una vez dueños de Irkutsk, los tártaros no la perderían fácilmente y, en caso de verse obligados a abandonar la ciudad, no sería sin antes haberla arrasado hasta los cimientos y sin que rodara la cabeza del Gran Duque a los pies de Féofar-Khan.
Ivan Ogareff, teniendo toda clase de facilidades para ver, observar y disponer, se preocupó al día siguiente de visitar las defensas.
Por todas partes fue acogido con cordiales felicitaciones por parte de oficiales, soldados y civiles. Para ellos, el correo del Zar era como el lazo que había venido a atarles al Imperio.
Ivan Ogareff contó, con ese aplomo que nunca le faltaba, las falsas peripecias de su viaje. Después, hábilmente y sin insistir demasiado al principio, habló de la gravedad de la situación, exagerando los éxitos de los tártaros, tal como había hecho ante el Gran Duque, así como el número de las fuerzas de que disponían aquellos bárbaros.
De dar crédito a sus palabras, los refuerzos que se esperaban, si llegaban, serían insuficientes, y era de temer que una batalla librada bajo los muros de Irkutsk tuviera resultados tan funestos como las de Kolyvan, Tomsk y Krasnoiarsk.
Ivan Ogareff no prodigaba estas aviesas insinuaciones, sino que tenía buen cuidado de hacer que penetraran poco a poco en el ánimo de los defensores de Irkutsk. Daba la impresión de que no respondía más que cuando se le apremiaba a preguntas y como si fuera a pesar suyo. En todo caso, siempre añadía que era preciso defenderse hasta el último hombre y hacer volar la ciudad antes que rendirla.
Con esta labor de zapa, hubiera podido causar mucho daño de no ser porque la guarnición y la población de Irkutsk eran demasiado patriotas para dejarse amilanar. De entre aquellos soldados y aquellos ciudadanos, cercados en una ciudad aislada en el extremo del mundo asiático, no hubo uno solo que pensara en la capitulación. El desprecio de los rusos por aquellos bárbaros no tenía límites.
De todas formas le supuso el papel odioso que estaba desempeñando Ivan Ogareff, porque nadie podía adivinar que el pretendido correo del Zar fuese un traidor.
Las naturales circunstancias hicieron que desde su llegada a Irkutsk se establecieran frecuentes contactos entre Ivan Ogareff y uno de los más valientes defensores de la ciudad, Wassili Fedor.
Se sabe qué inquietudes devoraban a aquel desgraciado padre. Si su hija, Nadia Fedor, había abandonado Rusia en la fecha señalada, en su última carta enviada desde Riga, ¿qué le habría ocurrido? ¿Estaba todavía intentando atravesar las comarcas invadidas, o ya había caído prisionera hacía tiempo? Wassili Fedor no encontraba tregua en su dolor más que cuando tenía ocasión de batirse con los tártaros, pero, con gran disgusto suyo, las ocasiones no se presentaban muy frecuentemente.