Miguel Strogoff (34 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Miguel Strogoff
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—Me acuerdo —le dijo entonces Miguel Strogoff—, que más arriba, junto a las últimas casas de Krasnoiarsk, hay un pequeño embarcadero que sirve de refugio a las barcas. Amigo, remontemos el curso del río y miráis si se han dejado olvidada alguna embarcación sobre la orilla.

Nicolás se lanzó hacia la dirección señalada y Nadia, llevando a Miguel Strogoff de la mano, lo guiaba a paso rápido. ¡Una barca, un bote lo suficientemente grande para transportar la
kibitka
, cualquier cosa, ya que si había llegado hasta aquí, no dudaría en intentar la travesía del río!

Veinte minutos después, los tres habían llegado al pequeño muelle del embarcadero, en donde las últimas casas llegaban casi al nivel de las aguas. Aquello parecía una especie de aldea situada por debajo de Krasnoiarsk.

Pero sobre la playa no había una sola embarcación, ni un bote en la estacada que servía de embarcadero, ni siquiera había el material necesario para construir una balsa que bastara para transportar tres personas.

Miguel Strogoff interrogó a Nicolás, pero el joven dio la descorazonadora respuesta de que la travesía del río le parecía absolutamente impracticable.

—¡Pasaremos! —respondió Miguel Strogoff.

Y continuaron buscando, registrando las casas próximas que estaban asentadas sobre la margen del río, abandonadas como todas las demás. No tenían otra cosa que hacer más que empujar la puerta, pero se trataba de cabañas de gente pobre, que estaban enteramente vacías. Nicolás registraba una y Nadia otra, y hasta el mismo Miguel Strogoff intentaba reconocer con el tacto cualquier objeto que pudiera serles de utilidad.

Nicolás y la joven, cada uno por su lado, habían registrado vanamente y se disponían a abandonar su búsqueda, cuando oyeron que les llamaban, alcanzando ambos la orilla y viendo a Miguel Strogoff que les esperaba en el umbral de una puerta.

—¡Venid! —les gritó.

Nicolás y Nadia se apresuraron a ir hacia él y seguidamente, entraron en la casa.

—¿Qué es esto? —preguntó Miguel Strogoff, tocando con la mano un montón de objetos que estaban arrinconados en la cabaña.

—Son odres —respondió Nicolás—, y hay, a fe mía, media docena.

—¿Están llenos?

—Sí, llenos de
kumyss
, y nos vienen a propósito para renovar nuestras provisiones.

El
kumyss
es una bebida elaborada con leche de yegua o de camello, revitalizante y hasta embriagadora, y Nicolás se felicitaba por haberla encontrado.

—Pon uno aparte y vacía todos los demás —le dijo Miguel Strogoff.

—Al instante, padrecito.

—He aquí lo que nos ayudará a atravesar el Yenisei.

—¿Y la balsa?

—Será la misma
kibitka
, que es bastante ligera para flotar. Además, la sostendremos con los odres, así como al caballo.

—¡Bien pensado! —dijo Nicolás—. Y con la ayuda de Dios, llegaremos a buen puerto… ¡Aunque no en línea recta, porque la corriente es rápida!

—¡Qué importa! —le respondió Miguel Strogoff—. Lo primero es pasar. Después ya encontraremos la ruta de Irkutsk en la otra parte del río.

—Manos a la obra —dijo Nicolás, que comenzó a vaciar los odres y a transportarlos hasta la
kibitka
.

Reservaron un odre lleno de
kumyss y los
otros, después de vaciados, llenos de aire de nuevo y cerrados cuidadosamente, los emplearon como flotadores. Dos de los odres fueron atados a los flancos del caballo destinados a sostener al animal en la superficie del agua y otros dos situados entre las barras y las ruedas, tenían por misión asegurar la línea de flotación de la caja, la cual se transformaba, de esta forma, en una balsa.

La operación quedó pronto terminada.

—¿No tendrás miedo, Nadia? —preguntó Miguel Strogoff.

—No, hermano —respondió la joven.

—¿Y tú, amigo?

—¿Yo? —gritó Nicolás—. ¡Por fin realizo uno de mis sueños: navegar en carreta!

La orilla del río, en aquel lugar, formaba una pendiente suave, favorable para el lanzamiento de la
kibitka
al agua. El caballo la arrastró hasta la misma orilla y pronto el aparejo flotaba sobre la superficie del río. Serko se echó al agua valientemente, siguiendo a nado a la carreta.

Los tres pasajeros, que se habían descalzado por precaución, se sostenían de pie sobre la caja, pero gracias a los odres, el agua no les llegaba siquiera a los tobillos.

Miguel Strogoff llevaba las riendas del caballo y, según las indicaciones que le iba suministrando Nicolás, dirigía oblicuamente al animal, pero sin exigirle grandes esfuerzos, porque no quería hacerle luchar contra la corriente.

Mientras la
kibitka
siguió el curso de las aguas, todo fue bien y al cabo de varios minutos habían dejado atrás los barrios de Krasnolarsk, pero cuando empezaron a desviarse hacia el norte, se puso en evidencia que llegarían a la otra orilla muy alejados de la ciudad. Pero esto importaba poco.

La travesía del Yenisei se hubiera realizado, pues, sin grandes dificultades, hasta con aquel aparejo tan imperfecto, si la corriente hubiera sido regular. Pero, desgraciadamente, aquellas tumultuosas aguas estaban cruzadas en su superficie por muchos torbellinos y pronto la
kibitka
, pese al vigor que empleaba Miguel Strogoff para hacer que se desviara, fue irremisiblemente arrastrada hacia uno de aquellos vórtices.

El peligro se hizo mucho mayor porque la carreta ya no oblicuaba hacia la orilla oriental, sino que daba vueltas con extrema rapidez, inclinándose hacia el centro del torbellino como un jinete en la pista de un circo. Su velocidad era excesiva y el caballo apenas podía mantener la cabeza fuera de la superficie del agua, corriendo el peligro de morir ahogado. Serko se había visto obligado a subir a la
kibitka
para encontrar un punto de apoyo.

Miguel Strogoff comprendió lo que pasaba, al sentirse empujado siguiendo una línea circular que se estrechaba poco a poco y del que no podrían salir. No dijo ni una sola palabra, pero sus ojos hubieran querido ver el peligro para evitarlo más fácilmente… ¡Pero no podían ver!

Nadia estaba también callada. Sus manos, asidas con fuerza al vehículo, la sostenían contra los movimientos desordenados del aparato, el cual se inclinaba más y más hacia el centro del vórtice.

En cuanto a Nicolás, ¿es que no comprendía la gravedad de la situación? ¿Era flema, desprecio al peligro, coraje o indiferencia? ¿No tenía valor la vida para él y, siguiendo la expresión de los orientales, pensaba que era una «parada de cinco días» que de grado o por fuerza, hay que dejar al sexto? En cualquier caso, su risueño rostro no se nubló ni un instante.

La
kibitka
estaba, pues, atrapada por aquel torbellino y el caballo había llegado al final de sus fuerzas. De pronto, Miguel Strogoff, deshaciéndose de las ropas que podían molestarle, se lanzó al agua; después, empuñando las riendas con brazo vigoroso, le dio al caballo un impulso tal, que logró empujarlo fuera del radio de atracción, recuperando, enseguida, el curso de la rápida corriente, derivando de nuevo la
kibitka
con toda velocidad.

—¡Hurra! —gritó Nicolás.

Dos horas después de haber dejado el embarcadero, la
kibitka
había atravesado el primer brazo del río y alcanzaba la orilla de una isla, unas seis verstas más abajo de su punto de partida.

Allí, el caballo arrastró la carreta sobre tierra firme y dejaron que el valiente animal se tomara una hora de reposo. Después, atravesando la isla en toda su anchura, a cubierto de los hermosos abedules, la
kibitka
se encontró en el borde del otro brazo del río, algo más pequeño que el anterior.

Esta travesía resultó mucho más fácil porque ningún torbellino rompía el curso de las aguas en este segundo lecho, pero la corriente era tan rápida que no lograron alcanzar la orilla derecha más que después de un recorrido de cinco verstas. Se habían desviado, pues, un total de once verstas.

Estos grandes cursos de agua del territorio siberiano, sobre los cuales todavía no se ha levantado ningún puente, son los más serios obstáculos con que se enfrentan las comunicaciones. Todos ellos habían sido más o menos funestos para Miguel Strogoff. Sobre el Irtyche, el transbordador que le conducía con Nadia había sido atacado por los tártaros. En el Obi, después de morir su caballo, herido por una bala, había podido escapar de milagro de los jinetes que le perseguían. En definitiva, el paso del Yenisei era todavía el que se había realizado con mayor fortuna.

—¡Esto no hubiera sido tan divertido —exclamó Nicolás, cuando ya se encontraban sobre la orilla derecha del río—, si no hubiese sido tan difícil!

—Lo que para nosotros no ha sido más que difícil, puede que sea imposible para los tártaros.

8
Una liebre atraviesa el camino

Miguel Strogoff podía, al fin, creer que la ruta hacia Irkutsk estaba libre. Se había adelantado a los tártaros, retenidos en Tomsk, y cuando los soldados del Emir llegaran a Krasnoiarsk, sólo encontrarían una ciudad totalmente abandonada y sin ningún medio de comunicación inmediato entre las dos orillas del Yenisei, lo que retardaría unos días más su partida, hasta que montasen un puente de barcas, lo cual era difícil, lento y laborioso.

Por primera vez desde su funesto encuentro con Ivan Ogareff en Ichim, el correo del Zar se sentía menos inquieto y podía esperar que ya no surgirían nuevos obstáculos hasta el final del viaje.

La
kibitka
, después de circular oblicuamente hacia el sur durante una quincena de verstas, encontró y volvió a tomar el largo camino abierto en la estepa.

La ruta era buena y esta parte entre Krasnoiarsk e Irkutsk, se considera como la mejor de todo su recorrido. En ella hay menos baches y los viajeros disfrutan de las extensas sombras que les protegen de los ardientes rayos del sol, gracias a los bosques de pinos y de cedros que algunas veces cubren su recorrido por espacio de cien verstas. Ésta no es la inmensa estepa cuya línea circular se confunde en el horizonte con el cielo. Tan rico país estaba ahora vacío, y con todos sus pueblos abandonados. No se veía ni un solo campesino siberiano, entre los cuales predomina la raza eslava. Era un desierto; como se sabe, un desierto por orden superior.

El tiempo era bueno, y el aire ya era fresco durante las noches, que se hacía más cálido, pero ya con muchas dificultades, bajo los rayos del sol. Efectivamente, llegaban los primeros días de septiembre y en esta región, de latitud elevada, el arco descrito por el sol se acorta visiblemente en el horizonte. El otoño es de poca duración, pese a que esta porción del territorio siberiano no está situada más que por encima del paralelo cincuenta y cinco, que es el mismo de Edimburgo y de Copenhague. Algunos años, el invierno sucedía inopinadamente al verano y estos duros inviernos de la Rusia asiática (en los que el termómetro baja hasta la temperatura de congelación del mercurio
[6]
) son tan rigurosos, que por aquellos lugares se considera una temperatura soportable la que marca alrededor de los veinte grados centígrados bajo cero.

El tiempo favorecía, pues, a los viajeros. No había tormentas ni lluvias. El calor era moderado y las noches frescas. La salud de Nadia y de Miguel Strogoff era perfecta y, desde que habían dejado Tomsk, iban recuperándose poco apoco de sus fatigas pasadas.

En cuanto a Nicolás Pigassof, jamás se había encontrado mejor. Para él aquello era un paseo más que un viaje; una excursión agradable en la que empleaba sus vacaciones de funcionario sin destino.

«¡Decididamente —se decía— esto es mucho mejor que permanecer doce horas diarias sentado en una silla manejando el transmisor!»

Mientras tanto, Miguel Strogoff había conseguido de Nicolás que imprimiera un paso más rápido a su caballo. Para hacerle llegar a este resultado, le había contado que Nadia y él iban a reunirse con su padre, exiliado en Irkutsk, y que tenían grandes deseos de llegar. Ciertamente, era preciso no cansar al caballo, porque lo más probable era que no encontrasen otro con que cambiarlo; pero dejándole descansar frecuentemente —por ejemplo, cada quince verstas—, podrían tranquilamente franquear sesenta verstas cada veinticuatro horas. Además, el caballo era vigoroso y, por su misma raza, muy apto para soportar grandes fatigas, y como el rico pasto no le faltaría a lo largo de toda la ruta, porque la hierba era abundante y buena, había la posibilidad de pedirle un mayor rendimiento en su trabajo.

Nicolás se rindió ante estas razones. Se había sentido emocionado por la situación de aquellos dos jóvenes, que iban a compartir el exilio de su padre. Lo encontraba tan patético que, con aquella sonrisa tan suya, dijo a Nadia:

—¡Bondad divina! ¡Qué alegría tendrá el señor Korpanoff cuando sus ojos os contemplen y cuando sus brazos se abran para recibiros! ¡Si llego hasta Irkutsk, lo cual me parece ya lo más probable, me prometéis que estaré presente en esta entrevista! ¿No es así?

Después, dándose un golpe en la frente, continúo:

—¡Pero, ahora que pienso, qué dolor experimentará también cuando vea que su hijo mayor está ciego! ¡Ah! ¡Está todo bien complicado en este mundo!

Como consecuencia de todo esto, el resultado fue que la
kibitka
marchaba con mayor velocidad y, cumpliéndose los cálculos de Miguel Strogoff, recorrían de diez a doce verstas por hora.

Merced a esto, el 28 de agosto los viajeros pasaban por el poblado de Balaisk, a ochenta verstas de Krasnoiarsk, y el 29, por el de Ribinsk, a cuarenta verstas de Balaisk.

Al día siguiente, treinta y cinco verstas más allá, llegaban a Kamsk, población ya mucho más importante, bañada por el río que lleva su mismo nombre, pequeño afluente del Yenisei que desciende de los montes Sayansk. Kamsk, sin embargo, no es una gran ciudad, pero sí un pueblo importante cuyas casas de madera están pintorescamente agrupadas alrededor de una plaza, dominada por el alto campanario de su catedral, cuya cruz dorada resplandece bajo los rayos del sol.

Casas vacías, e iglesia desierta. Ni una parada, ni un albergue habitado, ni un caballo en las cuadras, ni un animal doméstico suelto por la estepa. Las órdenes del gobierno moscovita eran ejecutadas con absoluto rigor. Todo aquello que no había podido ser transportado, fue destruido.

A la salida de Kamsk, Miguel Strogoff hizo saber a Nicolás y Nadia que sólo encontrarían una pequeña ciudad de cierta importancia, Nijni-Udinsk, antes de llegar a Irkutsk. Nicolás respondió que ya lo sabía, tanto más cuanto que esta pequeña ciudad contaba con una estación telegráfica. Por eso, s, Nijni-Udinsk estaba abandonada como Kamsk, no tendría más remedio que buscar trabajo en la capital de Siberia oriental.

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