Pero era evidente que los viajeros que hacían oír sus gritos no estaban muy lejos, aunque el correo del Zar todavía no podía distinguirlos, sea porque habían ido a parar fuera de la carretera o porque la oscuridad lo impedía, pero las palabras llegaban con bastante claridad a sus oídos.
He aquí lo que oyó y que no dejó de producirle cierta sorpresa:
—¡Zopenco! ¿Vas a volver?
—¡Te haré azotar en la próxima parada!
—¿Oyes, postillón del diablo? ¡Eh!
—¿Así es como le conducen a uno en este país?
—¿Y eso es lo que llaman una telega?
—¡Eh! ¡Triple bruto! ¡Sigue marchando y no se para! ¡Aún no se ha dado cuenta de que nos ha dejado en el camino!
—¡Tratarme así, a mí, un inglés acreditado! ¡Me quejaré a la embajada y haré que lo encierren!
El que así hablaba estaba verdaderamente encolerizado pero, de golpe, le pareció a Miguel Strogoff que el segundo interlocutor tomaba partido por la situación y estalló en carcajadas, inesperadas en medio de aquella escena, a las que siguieron estas palabras:
—¡Decididamente esto es demasiado chistoso!
—¡Se atreve usted a reírse! —exclamó agriamente el ciudadano del Reino Unido.
—Cierto, querido colega, y de todo corazón. ¡Y le invito a usted a que haga otro tanto! ¡Palabra de honor que no había visto esto jamás! ¡Es demasiado chistoso…! ¡Nunca lo había visto…!
En aquel momento, un violento trueno retumbó en el desfiladero con un estruendo espantoso, que venía multiplicado por los ecos de las montañas en una grandiosa proporción. Después, cuando el ruido se extinguió, la voz alegre continuó diciendo:
—¡Sí, extraordinariamente chistoso! ¡Esto, desde luego, no ocurriría en Francia!
—¡Ni en Inglaterra! —respondió el inglés.
Sobre el camino, iluminado entonces por los relámpagos, Miguel Strogoff vio a dos viajeros, a unos veinte pasos de él, sentados uno junto al, otro en el banco trasero de un singular vehículo, que parecía profundamente atascado en algún bache.
Se acercó a ellos, mientras uno reía y el otro rezongaba, y reconoció a los dos corresponsales de periódicos que habían embarcado en el
Cáucaso
y viajado con él desde Nijni-Novgorod a Perm.
—¡Eh, buenos días, señor! —gritó el francés—. ¡Encantado de verle, en estas circunstancias! Permítame presentarle a mi íntimo enemigo, el señor Blount.
El reportero inglés saludó y parecía que iba, a su vez, a presentar a su colega, Alcide Jolivet, conforme a las reglas de la etiqueta, pero Miguel Strogoff dijo:
—Es inútil, señores, ya nos conocemos. Hemos ya viajado juntos por el Volga.
—¡Ah, muy bien! ¡Perfectamente, señor…!
—Nicolás Korpanoff, comerciante de Irkutsk —respondió Miguel Strogoff—. Pero ¿quieren ponerme al corriente sobre la aventura que les ha ocurrido, tan chistosa para uno y tan lamentable para el otro?
—Le hago a usted juez, señor Korpanoff —respondió Alcide Jolivet—. Imagínese usted que nuestro postillón ha seguido la ruta con el tren delantero de su infernal vehículo, dejándonos plantados sobre el tren trasero de ese absurdo carruaje. ¡La peor mitad de una telega para dos, sin guía y sin caballos! ¡No es absoluta y superlativamente chistoso!
—¡No del todo! —respondió el inglés.
—¡Sí, colega! ¡Usted no sabe tomarse las cosas por su lado bueno!
—¿Y cómo, quiere decirnos, podremos continuar el viaje? —preguntó Harry Blount.
—Nada más fácil —respondió Alcide Jolivet—. Va usted a engancharse a lo que nos queda del carruaje; yo tomaré las riendas, le llamaré mi pequeño pichón como un verdadero
yemschik
, y usted marchará como un verdadero caballo de posta.
—Señor Jolivet —respondió el inglés—, esta broma ya se pasa de la raya y…
—Tenga calma, colega. Cuando se canse yo le reemplazaré y usted tendrá derecho a llamarme caracol asmático y tortuga pesada, si no le conduzco a velocidad infernal.
Alcide Jolivet decía todas estas cosas con tan buen humor que Miguel Strogoff no pudo reprimir una sonrisa.
—Señores —les dijo—, hay algo mejor que hacer. Nosotros hemos llegado hasta aquí, la garganta superior de la cordillera de los Urales y, por consiguiente, no nos queda más que descender las pendientes de las montañas. Mi carruaje está a unos quinientos pasos más atrás; les prestaré uno de mis caballos, lo engancharán a la caja de su telega y mañana, si no se produce ningún accidente, llegaremos juntos a Ekaterinburgo.
—¡Señor Korpanoff —respondió Alcide Jolivet—, esa es una proposición que parte de un corazón generoso!
—Agrego, señores, que si no les invito a que suban a mi tarenta es porque sólo tiene dos plazas y están ya ocupadas por mi hermana y por mí —aclaró Miguel Strogoff.
—Nuevamente gracias, señor —respondió Alcide Jolivet—, pero mi colega y yo iríamos hasta el fin del mundo con su caballo y nuestra media telega.
—¡Señor —continuó Harry Blount—, aceptamos su generosa oferta! ¡En cuanto a ese
yemschik
…!
—¡Oh! Crea que no es ésta la primera vez que ocurre semejante cosa —respondió Miguel Strogoff.
—¿Pero por qué no vuelve? Él sabe perfectamente que nos ha dejado atrás. ¡El miserable!
—¿Él? ¡Ni se ha enterado!
—¿Cómo? ¿Ignora que su telega se ha partido en dos?
—Sí. Y conducirá su tren delantero con la mejor buena fe del mundo hasta Ekaterinburgo.
—¡Cuando yo le decía, colega, que esto era de lo más chistoso!… —exclamó Alcide Jolivet.
—Señores, si quieren seguirme —dijo Miguel Strogoff—, nos reuniremos con mi carruaje y…
—Pero, ¿y la telega? —observó el inglés.
—No tema usted que eche a volar, querido Blount —replicó Alcide Jolivet—. Mírela qué bien arraigada está en el suelo. Tanto, que si la dejamos aquí en la primavera próxima le saldrán hojas.
—Vengan, pues, señores, y traeremos aquí la tarenta —dijo Miguel Strogoff.
El francés y el inglés descendieron de la banqueta del fondo, convertida de esa forma en asiento delantero, y siguieron a Miguel Strogoff.
Mientras caminaban, Alcide Jolivet, siguiendo su costumbre, iba conversando con todo su buen humor, que ningún contratiempo podía alterar.
—A fe mía, señor Korpanoff, que nos saca usted de un buen atolladero.
—Yo no he hecho más de lo que hubiera hecho cualquier otro en mis circunstancias, señores. Si los viajeros no nos ayudáramos entre nosotros, no habría más remedio que eliminar las rutas.
—Como compensación, señor, si va usted lejos en la estepa, es posible que nos encontremos de nuevo y…
Alcide Jolivet no preguntaba de una manera formal a Miguel Strogoff adónde iba, pero este, no queriendo disimular, respondió con rapidez:
—Voy a Omsk, señores.
—Pues el señor Blount y yo —prosiguió Alcide Jolivet— vamos un poco adelante, allá donde puede ser que encontremos una bala, pero también, con toda seguridad, noticias que atrapar.
—¿Van a las provincias invadidas? —preguntó Miguel Strogoff con cierto apresuramiento.
—Precisamente, señor Korpanoff, y es probable que no volvamos a encontrarnos.
—En efecto, señor —respondió Miguel Strogoff—, yo soy muy poco amante de los tiros de fusil y golpes de lanza y de naturaleza demasiado pacífica para aventurarme por los sitios donde se combate.
—Desolador, señor, desolador. Y, verdaderamente, no podremos sino lamentar el separarnos tan pronto. Pero al dejar Ekaterinburgo puede ser que nuestra buena estrella quiera que viajemos todavía juntos durante algunos días.
—¿Se dirigen ustedes a Omsk? —preguntó Miguel Strogoff, después de reflexionar unos instantes.
—Todavía no sabemos nada —replicó Alcide Jolivet—. Pero lo más probable es que vayamos directamente hasta Ichim y, una vez allí, obraremos según los acontecimientos.
—Pues bien, señores —dijo Miguel Strogoff—, iremos juntos hasta Ichim.
Miguel Strogoff hubiera preferido, evidentemente, viajar solo, pero no podía hacerlo sin que se hiciera sospechoso al buscar separarse de dos viajeros que iban a seguir la misma ruta que él. Por tanto, ya que Alcide Jolivet y su compañero tenían intención de pararse en Ichim sin continuar inmediatamente hasta Omsk, no había ningún inconveniente en que hicieran juntos esta parte del viaje.
—Así pues, queda convenido —repitió Miguel Strogoff—. Haremos juntos el viaje.
Después, con tono más indiferente, preguntó:
—¿Saben con certeza hasta dónde han llegado los tártaros? —preguntó.
—Le aseguro, señor, que no sabemos más que lo que se decía en Perm, —respondió Alcide Jolivet—. Los tártaros de Féofar-Khan han invadido toda la provincia de Semipalatinsk y hace algunos días que están descendiendo el curso del Irtyche a marchas forzadas. Será preciso que se dé prisa si quiere llegar a Omsk antes que ellos.
—En efecto —respondió Miguel Strogoff.
—Se decía también que el coronel Ogareff había conseguido pasar la frontera disfrazado y que no podía tardar en reunirse con el jefe tártaro en el mismo centro del país sublevado.
—Pero ¿cómo lo han sabido? —preguntó Miguel Strogoff—, ya que todas estas noticias, más o menos verídicas, le interesaban directamente.
—Como se saben todas las cosas —respondió Alcide Jolivet—, las trae el aire.
—¿Pero tiene serios motivos para pensar que el coronel Ogareff está en Siberia?
—Hasta he oído decir que había debido de tomar la ruta de Kazán a Ekaterinburgo.
—¡Ah! ¿Sabía todo eso, señor Jolivet? —preguntó entonces Harry Blount, al cual sacó de su mutismo la observación del corresponsal francés.
—Lo sabía —respondió Alcide Jolivet.
—¿Y sabía también que iba disfrazado de bohemio? —preguntó de nuevo el inglés.
—Lo sabía exactamente al mandar el mensaje a mi prima —respondió sonriente Alcide Jolivet.
—¿De bohemio? —había repetido casi involuntariamente Miguel Strogoff, que se acordó de la presencia del viejo gitano en Nijni-Novgorod, su viaje a bordo del
Cáucaso
y su desembarco en Kazán.
—No ha perdido su tiempo en Kazán —hizo observar el inglés a Alcide Jolivet con tono seco.
—No, querido colega, y mientras el
Cáucaso
se aprovisionaba, yo hacía lo mismo.
Miguel Strogoff ya no escuchaba las réplicas que se daban entre sí Harry Blount y Alcide Jolivet; recordaba la tribu de bohemios, al viejo gitano, al que no había podido ver la cara; a la extraña mujer que le acompañaba; la mirada tan singular que había lanzado sobre él; intentaba rememorar todos los detalles de aquel encuentro, cuando se oyó una detonación cerca de ellos.
—¡Adelante, señores! —gritó Miguel Strogoff.
—¡Cáscaras! Para ser un digno negociante que huye de las balas, corre muy aprisa al lugar de donde salen —se dijo Alcide Jolivet.
Y, seguido de Harry Blount, que no era hombre de los que se quedan atrás, se precipitó tras los pasos de Miguel Strogoff.
Algunos instantes después los tres hombres estaban en el saliente bajo el cual se abrigaba la tarenta en una vuelta del camino.
El grupo de pinos incendiados por un rayo ardía todavía. El camino estaba desierto, pero Miguel Strogoff no se había equivocado. Hasta él había llegado el disparo de un arma de fuego.
De pronto, un formidable rugido se dejó oír y una segunda detonación estalló en la otra parte de talud.
—¡Un oso! —gritó Miguel Strogoff, que no podía confundir el rugido de estos animales—. ¡Nadia! ¡Nadia!
Desenvainando el puñal que llevaba bajo el cinturón, Miguel Strogoff dio un formidable salto, precipitándose en la gruta donde la joven había prometido permanecer.
Los pinos, devorados por el fuego, iluminaban la escena con toda claridad. En el momento en que llegó Miguel Strogoff al lugar en que estaba la tarenta, una enorme masa retrocedía hacia él.
Era un oso de gran tamaño al cual la tempestad, sin duda, había expulsado de los bosques que erizaban esta parte de los Urales y había venido a buscar refugio en aquella excavación, que era seguramente su retiro habitual, ocupado ahora por Nadia.
Dos de los caballos, espantados por la presencia de la enorme bestia, habían roto las cuerdas emprendiendo la huida, y el
yemschik
, sin pensar en otra cosa que en sus caballos, se lanzó en su persecución, dejando a la joven sola en presencia del oso.
La valiente Nadia no había perdido la cabeza. El animal, que no la había visto aún, atacó al tercer caballo del atelaje y Nadia, abandonando la sinuosidad en la que se había agazapado, corrió hacia la tarenta y tomando uno de los revólveres de Miguel Strogoff se fue valientemente sobre el oso haciendo fuego a bocajarro.
El animal, ligeramente herido en la espalda, se revolvió contra la joven, la cual intentaba evitarlo dando vueltas a la tarenta, en donde el caballo intentaba romper sus ligaduras. Pero con los caballos perdidos en las montañas, el viaje estaba comprometido, por lo que Nadia se fue de cara al oso y, con una sangre fría sorprendente, en el mismo momento en que las garras del animal se iban a abatir sobre ella, hizo fuego por segunda vez.
Ésta era la segunda detonación que acababa de escuchar Miguel Strogoff a algunos pasos de él. Pero ya estaba allí y de un salto se interpuso entre el oso y la joven. Su brazo no hizo más que un solo movimiento de abajo arriba y la enorme bestia, abierta en canal, cayó al suelo como una masa inerte.
Aquélla fue una buena demostración del famoso golpe de cuchillo de los cazadores siberianos, que tienen especial cuidado en no estropear las preciosas pieles de oso, pues tienen un precio muy alto.
—¿No estás herida, hermana? —dijo Miguel Strogoff, precipitándose hacia la muchacha.
—No, hermano —respondió Nadia.
En aquel momento aparecieron los dos periodistas.
Alcide Jolivet se lanzó a la cabeza del caballo y es preciso creer que tenía una muñeca sólida, porque consiguió dominarlo. Su compañero y él habían presenciado la rápida maniobra de Miguel Strogoff.
—¡Diablos! —gritó Alcide Jolivet—. Para ser un simple negociante, señor Korpanoff, maneja usted primorosamente el cuchillo de cazador.
—Muy primorosamente —agregó Harry Blount.
—En Siberia, señores —respondió Miguel Strogoff— nos vemos obligados a hacer un poco de todo.
Alcide Jolivet miró entonces al joven.
Visto a plena luz, con el cuchillo sangrante en la mano, con su alta talla, su aire resuelto, el pie puesto sobre el oso que acababa de despellejar, Miguel Strogoff era una imagen realmente hermosa.