Mientras duermes (4 page)

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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

BOOK: Mientras duermes
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La primera visita fue al 5B, el piso recién reformado. La ausencia de los muebles del salón y el parquet nuevo —«de roble macizo tricapa», la voz de la propietaria del apartamento resonó en su cabeza—, daban una sensación de amplitud y distinción. Fuera empezaba a caer algún copo de nieve. Cillian se quitó los zapatos para no rayar el parquet y fue a cerrar las ventanas.

Entró en el dormitorio, amplio y vacío. Y no pudo resistir la tentación de abrir el armario. Más que la interminable serie de prendas de alta costura bajo fundas de marca, lo que atrajo su atención fue una caja que había en el suelo y en la que, al parecer, la mujer había guardado el contenido de su mesita de noche. Le animó descubrir que, junto a un despertador, medicinas de primer auxilio y una funda de gafas de lectura de Prada, había un tubito de lubricante. La vecina estaba divorciada, pero eso no significaba que no tuviera relaciones sexuales.

Pero había ido allí con una misión y no disponía de mucho tiempo. Se dirigió a la cocina con la caja de herramientas. Como no podía ser de otra manera, se trataba de una cocina italiana, de diseño. Los fogones estaban en el centro de la sala, debajo de una enorme campana de cobre. A un lado, una barra con dos taburetes rojos; al otro lado, los electrodomésticos empotrados debajo de un tapa de madera oscura.

El lavavajillas estaba entre la nevera y el horno. Le llevó un tiempo desempotrarlo y sacarlo hacia fuera. Cogió lo que necesitaba de la caja de herramientas y empezó a trabajar. Fue rápido. En media hora había terminado y devuelto el lavavajillas a su posición original.

La segunda etapa fue el apartamento de la señora Norman, el 3B. Ese piso era el claro reflejo de la personalidad de su dueña. El salón estaba repleto de muebles y adornos recargados, que una persona magnánima definiría como Kitsch, y una más honesta y sincera de puro y simple mal gusto. Los perros corrieron a su encuentro y festejaron su llegada con ladridos agudos y el movimiento descontrolado de su raquítica cola.

En este caso, no tuvo ningún interés en entrar en el dormitorio. Cruzó el salón y se dirigió sin rodeos hacia la cocina. La señora Norman le miraba desde todas partes. Sus retratos estaban en cada rincón de la casa. La mayoría eran fotos de cuando era joven o retratos familiares. Viéndolas, se podía adivinar bastante de su vida. Era hija única, de familia aristocrática, había estudiado en caros colegios privados. En casi todos los retratos salía muy arreglada, seguramente siempre un poco más de lo que la ocasión lo requería. Sin duda, un lento y minucioso trabajo de pose había precedido a cada toma. No había naturalidad en las imágenes. Y casi todas, por su recargada confección, rozaban el ridículo. Por lo que se veía, con excepción de su padre o algún amigo muy mayor, no había habido ningún hombre en su vida. Sobre el televisor reinaba la foto de los perros: Barbara, Celine, Aretha y un cuarto can en un vistoso marco de plata con temática floral.

Encima de la mesa, la señora Norman había dejado un pastel con una tarjeta en la que ponía «Para nuestro querido amigo Cillian». Seguían su nombre y el de las tres chicas. Cillian olisqueó sin demasiado interés el pudin, mientras las tres perras correteaban y ladraban a su alrededor presintiendo ya su cena.

Sabía perfectamente dónde estaba cada cosa. Debajo del fregadero, la comida de los animales. Sacó sólo la bolsa azul. En una esquina, al lado de la mesa, los tres cuencos con el nombre de cada perra.

Repartió la comida sin poner demasiada atención en cuanto a las medidas. Cada perra recibió una cantidad testimonial de pienso, lo suficiente para ensuciar los cuencos. Unos segundos después, antes de que Cillian hubiera vuelto a poner la bolsa debajo del fregadero, ya se habían zampado el pienso.

Acabada su tarea, se dirigía hacia la puerta, dispuesto a marcharse y completar su ruta por el edificio, cuando se cruzó con la mirada suplicante de las mascotas. Las criaturas seguían hambrientas. Reconsideró su plan.

Cogió el pudin y lo repartió en los tres cuencos. Las perras se abalanzaron sobre la comida agradecidas. Esperó hasta que acabaron, para cerciorarse de que no quedaban rastros del dulce en los cuencos, y entonces dejó una nota de agradecimiento para la anciana y sus cánidos por ese detalle tan amable.

Quedaba una última visita antes del piso de Clara. Los perros le habían retrasado en su programa, pero Cillian no había faltado ninguna tarde a casa de los Lorenzo, fines de semana incluidos, y no quería empezar a fallar ahora.

Para entrar en el 6C no necesitaba llaves porque siempre había alguien en casa. Le abrió el viejo
signor
Giovanni, un hombre pequeñito y amable.

—Pasa, Cillian. ¿Qué te podemos ofrecer?

La señora estaba en la cocina, preparando la cena. Daba igual la hora que fuera, ella siempre estaba en la cocina.

—Hola, Cillian —le gritó—. ¿Te apetece un café?

—¿Una
grappa
? —propuso el marido.

Como siempre, Cillian rechazó cortésmente todos los ofrecimientos. Había ido a lo que había ido.

—Hoy no tengo mucho tiempo —explicó—. ¿Puedo pasar ya?

—No sabes lo que te pierdes —repuso el
signor
Giovanni, refiriéndose al licor, mientras le acompañaba a la habitación de Alessandro, el único de los tres hijos de la pareja que aún vivía con ellos.

Al más joven de los Lorenzo no le quedaba otra opción. Después de una pequeña pero fatal distracción durante una noche de práctica de
parkour
urbano, se había despertado en el hospital Mount Sinai sin sentir las piernas ni los brazos, y sin poder mover la boca. De hecho, tampoco podía cerrar el ojo izquierdo, pero de eso se dio cuenta más adelante. La caída, de la que no tenía ningún recuerdo, había resultado en la fractura de la pelvis y de los dos huesos femorales, y en un traumatismo craneoencefálico que, a su vez, había provocado la parálisis total de la cara, los brazos y las piernas.

El último recuerdo que tenía eran los gritos de ánimo de sus amigos para que saltara de una azotea a otra entre dos edificios del East Side. No se trataba de una gamberrada. Era filosofía. Alessandro era un
treceur
, un practicante concienzudo del
parkour
, esa práctica que conjugaba la disciplina deportiva con una filosofía de la vida que abogaba por el movimiento libre y constante para desplazarse y superar obstáculos —murallas, vallas, fosos, tejados o balcones— de la forma más rápida y plástica posible. Lo había hecho centenares de veces: con sus amigos, con su novia, solo. Con el lema de «ser y durar» había ido siempre hacia delante, sin que nada pudiera detenerle.

Pero ahora Alessandro estaba más que detenido. En una cama, reducido a poco más que un esqueleto humano. Sus amigos, por el contrario, seguían desplazándose y superando obstáculos. Ya no iban a visitarle.

El listado de síntomas postraumáticos era tan largo como cruel: a la pérdida inicial de masa muscular se sumaba la pérdida de control de los esfínteres. Debido a la disfagia, se alimentaba a través de un tubo de goma que llevaba la comida triturada directamente a su garganta. El constante estreñimiento se combatía con medicamentos y los humillantes masajes en el vientre que su abnegada madre le practicaba todas las mañanas, durante una hora. De momento sólo necesitaba el oxígeno durante la noche, más que nada como medida preventiva. Su grave disartria le había dejado incomunicado. A pesar de las sugerencias de los médicos, los Lorenzo habían desestimado la compra de un ordenador con lector óptico de mirada. Les había costado mil dolores de cabeza acostumbrarse al teléfono móvil, y la idea de tener que lidiar con un ordenador para que su hijo pudiera sacar dos palabras los superaba.

No se había producido disfunción sexual, y en cierto modo eso resultaba un irónico agravante a su ya dura condena.

Los médicos le habían animado: una recuperación, cuando menos parcial, era posible. De hecho, en los dos últimos años había readquirido la capacidad de cerrar el ojo izquierdo y mover algún músculo facial. Nada más.

Alessandro era una chico de veintitrés años que una noche había visto cómo sus estudios universitarios, su novia, su vida se iban irremediablemente al garete. Todos los intentos de levantarle la moral, por parte de los padres, los hermanos y los amigos, habían fracasado. La única persona que conseguía sacarlo de la cama, y motivarle para que hiciera los dolorosos ejercicios de rehabilitación de las piernas, era Cillian.

Se conocieron cuando el portero se enteró de la situación de Alessandro a través de los cotilleos de la señora Norman. Lo que capturó su atención fue la descripción que la anciana hizo del
parkour
: «Esa moda que tienen los jóvenes locos de saltar de las azoteas». La curiosidad por conocer a alguien que, como él, había jugado con el vacío desde una barandilla, se apoderó de él de inmediato. Pensó que a la fuerza tenía que existir algún vínculo entre él y ese chico del 6C. Necesitaba conocerle.

Cillian había llamado al timbre de los Lorenzo y había hablado con los padres de su pasado de enfermero. Se había ofrecido voluntariamente para hacer fisioterapia con el chaval. Los ancianos agradecieron su disponibilidad pero pensaron que su hijo la rechazaría, como había hecho con todo. Después de media hora a solas con el chico, Cillian consiguió lo que la familia Lorenzo no había conseguido en dos años. Desde entonces se veían todos los días. Y, a pesar de la incredulidad de los padres, el portero y el paralítico se llevaban bien.

Como siempre, el
signor
Giovanni y la señora Esther les dejaron trabajar a solas, con la puerta cerrada. Cillian destapó a Alessandro y le ayudó a ponerse de pie al lado de la cama, sin dejar de aguantarle. En el cuarto había un aparato de rehabilitación, grande y complicado, que constaba de dos barras laterales y una alfombra móvil. Pero Cillian no lo utilizaba. Cuando le pareció que Alessandro estaba en equilibrio, le soltó, y le animó:

—A ver si hoy progresamos.

Cillian fue junto a la ventana para supervisar la operación desde allí, Alessandro apretó los dientes, sus ojos se inyectaron de sangre, su rostro se encendió, todos los músculos de su cuerpo empezaron a temblar. Con un esfuerzo máximo consiguió mover la pierna derecha no más de cinco centímetros.

—¡Muy bien! Veamos qué pasa ahora con la otra.

La sesión duró poco más de veinte minutos. Alessandro acabó agotado.

Los padres del joven acompañaron a Cillian a la puerta y, una vez más, le invitaron a tomar algo. Pero Cillian, como siempre, declinó la invitación. Esa noche tenía prisa.

Cuando abrió la puerta del 8A habían pasado pocos minutos de las nueve de la noche. Era una hora que consideraba de riesgo. Antes de cerrar, lanzó una mirada disimulada a la puerta del 8B. Se veía luz en la mirilla; esta vez no parecía haber nadie espiándole.

Cerró la puerta. Era el piso del que había salido de madrugada, el apartamento de Clara. Desde la entrada se accedía directamente al salón, ocupado por un cómodo sofá frente a una pantalla de plasma. En la pared de detrás del televisor había una elegante estantería de madera llena de libros. Al otro lado de las ventanas se encontraba una amplia cocina americana. A través de un corto pasillo se accedía a los dormitorios y al baño.

El piso estaba aceptablemente desordenado. La tabla de planchar, con una cesta de ropa encima, seguía montada todavía entre el sofá y la tele.

Se quitó los zapatos, los guardó en su mochila y, descalzo, fue a la habitación de invitados.

Clara utilizaba esa habitación, con su ordenador y una mesita, como despacho. Había también una cama, cubierta por cajas y ropa de fuera de temporada. Un armario de pared servía como cajón de sastre.

Cillian se subió a una silla y abrió el compartimiento más alto del armario. Ahí estaban sus cosas: un neceser, con un tubo de pasta de dientes, una maquinilla de afeitar y un desodorante casi vacío, que reemplazó por uno nuevo. En la repisa superior se encontraban algunas de sus prendas, como un jersey de lana para las noches más frías y un par de calcetines gruesos. Sacó de su mochila unos calzoncillos y los puso junto a sus demás pertenencias.

Miró el reloj. Eran las 21.10.

Entró en el dormitorio en el que se había despertado esa madrugada. Clara había hecho la cama. Encendió la radio y se tumbó sobre la manta, mirando el reloj.

—No te retrases, Clara —susurró.

Tumbado boca arriba, cerró los ojos mientras una música delicada invadía la habitación.

3

Su reloj de pulsera marcaba las 21.45. Cillian seguía tumbado en la cama, tranquilo, despierto.

Su chica se estaba retrasando. Al final, podría haberse quedado un cuarto de hora más con el pobre Alessandro. El chaval lo necesitaba. Debido al poco tiempo disponible para la recuperación, la carga de ejercicios con el pequeño de los Lorenzo rozaba el límite de las posibilidades humanas. Pensó que al día siguiente, si había un día siguiente, pasaría el doble de tiempo en el 6C.

Escuchó el ruido de las llaves en la cerradura de la puerta. Clara regresaba por fin a casa.

Cillian apagó rápidamente la radio. Se levantó con agilidad y pasó la mano sobre la manta para dejarla intacta, como la había encontrado. Se deslizó debajo de la cama con su mochila.

Ruido de la puerta de entrada al abrirse. La luz del salón se encendió.

Entre el suelo y el colchón había unos treinta centímetros, un espacio que le permitía moverse con cierta libertad. Cillian se sentía cómodo allí abajo.

En la parte inferior del colchón, a la altura de su rostro, la tela de la funda había sido cortada. Y en el colchón había una costura, como una especie de parche. Cortó el hilo con cuidado y descubrió un agujero redondo de diez centímetros de diámetro en el látex del colchón.

Metió la mano en el interior y sacó un bisturí; lo agarró con fuerza.

Desde el salón, el golpeteo de los tacones de la chica, que merodeaba por la casa. El sonido de la puerta de la nevera al abrirse y volver a cerrarse.

Otros pasos. El televisor sintonizado en un canal de vídeos musicales. La voz del DJ invadió a un volumen muy alto el apartamento. No hubo más golpeteo de tacones.

Se relajó. Dejó el bisturí a su lado, en el suelo. «Te gusta hacerte esperar, Clara», se dijo.

Pero de pronto se encendió la luz del dormitorio y Clara entró como una exhalación, descalza, sin hacer ruido. Cillian podía ver sus pies a poca distancia de su rostro. Volvió instintivamente a agarrar el bisturí.

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