De repente, la cosa sucedió. Yo venía despacio, como siempre, por la carretera Río-San Pablo cuando el coche enorme del Portugués pasó bien cerquita de mí. La bocina sonó tres veces y vi que el monstruo me miraba sonriéndose. Aquello me hizo renacer la rabia y el deseo de matarlo cuando fuese grande. Puse cara seria y en mi orgullo fingí ignorarlo.
***
—Es como te digo, Minguito. Todo el santo día. Parece que espera que yo pase para venir tocando la bocina. Tres veces la toca. Ayer hasta me dijo adiós con la mano.
—¿Y tú?
—No le hago caso. Finjo no verlo. Ya está comenzando a tener miedo; mira, pronto cumpliré seis años y en seguida estaré hecho un hombre.
—¿Crees que él quiere hacerse amigo, por miedo?
—¡Seguro! Espera ahí que voy a buscar el cajoncito.
Minguito había crecido mucho. Para subir a su silla se hacía necesario colocar debajo el cajoncito de lustrar.
—Listo, ahora vamos a conversar.
Desde lo alto me sentía el rey del mundo. Paseaba la vista por el paisaje, por el pastizal, por los pájaros que venían a buscar comida allí. De noche, ni bien la oscuridad iba llegando, otro Luciano comenzaba a dar vueltas por encima de mi cabeza, tan alegre, como si fuese un aeroplano del Campo dos Alfonsos. Al comienzo, hasta Minguito se admiró de que yo no tuviese miedo del murciélago, porque en general todos los chicos tenían terror. Pero hacía días que Luciano no aparecía. Seguramente había encontrado otros “campos dos alfonsos” en otros lugares.
—Viste, Minguito, las guayaberas de la casa de la Negra Eugenia ya comienzan a amarillear. Las guayabas ya están en tiempo. Lo malo es que ella me agarra. Minguito. Hoy ya recibí tres coscorrones. Estoy aquí porque me pusieron en penitencia…
Pero el diablo me dio la mano para descender y me empujó hasta la cerca de las plantas. El vientecito de la tarde comenzó a traer o inventar el olor de las guayabas hasta mi nariz. Mira aquí, aparta un gajito ahí, escucha que no haya ruido… y el diablo hablando: “Anda, tonto, ¿no ves que no hay nadie? A esta hora ella debe haber ido a la despensa de la japonesa. ¿Don Benedicto? ¡Nada! Él está casi ciego y sordo. No ve nada. Te da tiempo a escapar si te descubre…”.
Seguí la cerca hasta el zanjón y me decidí. Antes le indiqué por señas a Minguito que no hiciera barullo. En ese momento mi corazón se había acelerado. La Negra Eugenia no era para jugar. Tenía una lengua que solo Dios sabía. Venía paso a paso, sin respirar, cuando su vozarrón partió desde la ventana de la cocina.
—¿Qué es eso, chico?
Ni siquiera tuve la idea de mentir diciéndole que había ido a buscar una pelota. Me lancé a la carrera y, ¡listo!, salté dentro del zanjón. Mas allá adentro me esperaba otra cosa. Un dolor tan grande que casi me hizo gritar; pero si lo hacía recibiría doble castigo: primero, por haber huido de la penitencia; segundo, porque estaba robando guayabas en casa del vecino. Acababa de clavárseme un trozo de vidrio en el pie izquierdo.
Todavía atontado por el dolor, me arranqué el trozo de vidrio. Gemía bajito y veía mezclarse la sangre con el agua sucia del zanjón. ¿Y ahora? Con los ojos llenos de lágrimas conseguí sacarme el vidrio incrustado, pero no sabía cómo detener la sangre. Apretaba con fuerza el tobillo para disminuir el dolor. Tenía que aguantar firme. Estaba acercándose la noche y con ella vendrían papá, mamá y Lalá. Cualquiera que me encontrase así me pegaría; y hasta podía ser que cada uno de ellos me pegara sucesivamente una zurra. Subí desorientado y me fui a sentar saltando en un solo pie, debajo de mi naranjo-lima. Me dolía todavía más, pero ya me habían pasado las ganas de vomitar.
—Mira, Minguito.
Minguito se horrorizó. Era como yo: no le gustaba ver sangre.
—¿Qué hacer, Dios mío?
Totoca sí que me ayudaría, pero ¿dónde estaría a esas horas? Quedaba Gloria; debería estar en la cocina. Era la única a quien no le gustaba que me pegaran tanto podía ser que me tirara de las orejas o me pusiera en penitencia de nuevo. Pero había que intentarlo.
Me arrastré hasta la puerta de la cocina, estudiando la manera de desarmar a Gloria. Estaba bordando una toalla. Me quedé sin saber qué hacer y esa vez Dios me ayudó. Me miró y vio que estaba con la cabeza baja. Resolvió no decir nada porque me encontraba en penitencia. Mis ojos se hallaban llenos de lágrimas y gimoteé. Tropecé con los ojos de Gloria, que me miraban. Su manos habían dejado de bordar.
—¿Qué pasa, Zezé?
—Nada, Godóia… ¿Por qué nadie me quiere?
—Eres muy travieso.
—Hoy ya me pegaron tres veces, Godóia.
—¿Y no lo merecías?
—No es eso. Es como si nadie me quisiera, y aprovechan para pegarme por cualquier cosa.
Gloria comenzó a sentir conmoverse su corazón de quince años. Yo me daba cuenta.
—Creo que lo mejor es que mañana me atropellen en la Río-San Pablo y quede todo golpeado.
Entonces las lágrimas bajaron en torrentes de mis ojos.
—No digas tonterías, Zezé. Yo te quiero mucho.
—¡No me quieres, no! Si me quisieras no dejarías que me lleve otra paliza hoy.
—Ya está oscureciendo y no va haber tiempo de que hagas alguna otra travesura como para que te castiguen.
—Ya la hice…
Soltó el bordado y se acercó a mí. Casi dio un grito al ver el charco de sangre en que estaba mi pie.
—¡Dios mío! Gum, ¿qué ha sido?
Estaba ganada la partida. Cuando ella me llamaba “Gum” era porque estaba salvado.
Me alzó y me sentó en la silla. Rápidamente tomó una palangana de agua con sal y se arrodilló a mis pies.
—Va a doler mucho, Zezé.
—Ya está doliendo mucho.
—Mi Dios, tienes un corte casi como de tres dedos. ¿Cómo te hiciste eso, Zezé?
—Pero no se lo cuentes a nadie. Por favor, Godóia, te prometo portarme bien. No dejes que nadie me pegue tanto…
—Está bien, no lo contaré. ¿Cómo vamos a hacer? Todo el mundo va a ver tu pie vendado. Y mañana no podrás ir a la escuela. Lo descubrirán todo.
—Sí que voy a la escuela. Me calzo los zapatos hasta la esquina. Después es mucho más fácil.
—Necesitas acostarte y quedarte con el pie bien estirado, si no será imposible que puedas caminar mañana.
Me ayudó a ir a saltos hasta la cama.
—Voy a traerte alguna cosa para que comas antes de que lleguen los otros.
Cuando volvió con la comida, no aguanté más y le di un beso. Eso era algo muy raro en mí.
***
Cuando todos llegaron a comer, mamá se dio cuenta de que yo no estaba.
—¿Dónde está Zezé?
—Se acostó. Desde temprano que se queja de dolor de cabeza.
Escuchaba extasiado, olvidando hasta el ardor de la herida. Me gustaba ser el centro de la conversación. Entonces Gloria resolvió asumir mi defensa. Lo hizo con una voz quejosa y al mismo tiempo acusadora.
—Todo el mundo le pega. Hoy estaba todo molido. Tres palizas son demasiado.
—¡Pero es un bandido! Se queda quieto solamente cuando se lo castiga.
—¿Vas a decir que no le pegas, también?
—Difícilmente. Cuando mucho, le tiro de las orejas.
Se hizo el silencio, y Gloria continuó defendiéndome.
—Al final de cuentas, aún no cumplió los seis años. Es travieso, pero no es más que una criatura.
Aquella conversación fue una felicidad para mí.
***
Gloria, angustiada, estaba arreglándome, dándome a calzarme las zapatillas.
—¿Podrás ir?
—Aguanto, sí.
—¿No vas a hacer ningún disparate en la Río-San Pablo?
—No, no voy a hacer nada.
—Eso que me dijiste, ¿era cierto?
—No. Pero me sentía muy triste pensando que nadie me quería.
Pasó sus manos por mis rizos rubios y me dejó ir.
Yo pensaba en lo duro que sería llegar hasta la carretera. Que cuando me descalzara los zapatos el dolor mejoraría. Pero cuando el pie tocó directamente el suelo tuve que ir apoyándome, despacito, en el muro de la Fábrica. De esa manera no llegaría nunca.
¡Allí sucedió la cosa! La bocina sonó tres veces. ¡Desgraciado! No bastaba que uno estuviera muriéndose de dolor, que todavía venía a burlarse…
El coche paró bien junto a mí. Sacó el cuerpo afuera y preguntó:
—En, muchachito, ¿te lastimaste el pie?
Tuve ganas de decirle que eso no le importaba a nadie. Pero como él no me había llamado “mocoso” no respondí y continué caminando unos cinco metros.
Puso el coche en funcionamiento, pasó delante de mí y paró casi pegándose al muro, un poco fuera de la carretera, cortándome el paso. Entonces abrió la puerta y bajó. Su enorme figura me apabullaba.
—¿Te está doliendo mucho, muchachito?
No era posible que la persona que me pegara usara ahora una voz tan dulce y casi amiga. Se acercó más a mí y, sin que nadie lo esperase, arrodilló su cuerpo gordo y me miró cara a cara. Tenía una sonrisa tan suave que parecía desparramar cariño.
—Por lo visto te golpeaste mucho, ¿no? ¿Cómo fue?
Resoplé un poco antes de responderle.
—Un pedazo de vidrio.
—¿Fue profundo?
Le di el tamaño del tajo con los dedos.
—¡Ah!, eso es grave. ¿Y por qué no te quedaste en casa? Por lo que veo vas a la escuela, ¿no?
—Nadie sabe en casa que me lastimé. Si lo descubren, encima me pegan para que aprenda a no lastimarme…
—Ven, que voy a llevarte.
—No, señor, gracias.
—Pero ¿por qué?
—En la escuela todo el mundo sabe lo que pasó…
—Pero tú no puedes caminar así.
Bajé la cabeza reconociendo la verdad y sintiendo que, con un poco más, mi orgullo se esfumaría. Él me levantó la cabeza, tomándome el mentón.
—Vamos a olvidar ciertas cosas. ¿Ya anduviste en coche?
—Nunca, no, señor.
—Entonces te llevo.
—No puedo. Nosotros somos enemigos.
—Aunque sea así. No me importa. Si tienes vergüenza, te dejo un poco antes de llegar a la escuela. ¿Estamos?
Estaba tan emocionado que ni respondí. Solo dije que sí con la cabeza. Me alzó, abrió la puerta y me puso en el asiento con cuidado. Dio vuelta y tomó su lugar. Antes de encender el motor me sonrió de nuevo.
—Así está mejor, se ve.
La sensación maravillosa del suave coche en marcha, dando leves saltos, me hizo cerrar los ojos y comenzar a soñar. Aquello era más suave y lindo que el caballo “Rayo de Luna”, de Fred Thompson. Pero no demoré mucho, porque al abrir los ojos estábamos casi llegando a la escuela. Veía la multitud de alumnos penetrando por la puerta principal. Asustado, me resbalé del asiento y me escondí. Le dije, nervioso:
—Usted prometió que se detendría antes de llegar a la escuela.
—Cambié de idea. Ese pie no puede quedar así. Puedes enfermarte de tétanos.
No pude ni preguntar qué palabra tan linda y difícil era ésa. También sabía que sería inútil decir que no quería ir. El automóvil tomó por la calle de las Casitas y volví a la posición anterior.
—Tú me pareces un hombrecito valiente. Ahora vamos a ver si lo pruebas.
Paró frente a la farmacia y en seguida me llevó alzado. Cuando el doctor Adaucto Luz nos atendió me horroricé. Era el médico del personal de la Fábrica y conocía muy bien a papá. Mi susto aumentó cuando me miró y preguntó:
—Tú eres hijo de Paulo Vasconcelos, ¿no es cierto? ¿Ya encontró algún trabajo?
Tuve que contestar, aunque me diese mucha vergüenza por el Portugués, que papá estaba sin empleo.
—Está esperando; le prometieron muchas cosas…
—Bueno, vamos a ver de qué se trata.
Desató los trapos pegados a la herida e hizo un “¡hum!” que impresionaba. Comencé a hacer un gestito de llanto. Pero el Portugués vino por detrás a socorrerme.
Me sentaron encima de una mesa llena de sábanas blancas. Un montón de instrumentos aparecieron. Y yo comencé a temblar. Y no temblaba más porque el Portugués apoyó mi espalda sobre su pecho y me sujetaba los hombros con fuerza y al mismo tiempo con cariño.
—No va a doler mucho. Cuando acabe todo te llevaré a tomar un refresco y a comer galletas. Si no lloras te compro caramelos con figuritas de artistas.
Entonces me inventé el mayor coraje del mundo. Las lágrimas bajaban y yo dejé hacer todo. Me dieron algunos puntos y hasta una inyección antitetánica. Aguanté hasta las ganas de vomitar. El Portugués me agarraba con fuerza, como si quisiera que un poco del dolor le pasara a él. Con su pañuelo me enjugaba los cabellos y el rostro, mojados por el sudor. Parecía que aquello no iba a terminar nunca. Pero acabó al fin.
Cuando me llevó al coche venía contento. Me compró todo lo que me había prometido. Solo que yo no tenía ganas de nada. Parecía que me habían arrancado el alma por los pies.
—Ahora no puedes ir a la escuela, muchachito.
Estábamos en el coche y yo me sentaba bien cerca de él, rozando su brazo, casi complicando sus maniobras.
—Te voy a llevar cerca de tu casa. Inventa cualquier cosa. Puedes decir que te golpeaste en el recreo y que la maestra te mandó a la farmacia…
Lo miré con gratitud.
—Eres un hombrecito valiente, muchachito.
Le sonreí, lleno de dolor, pero dentro de ese dolor acababa de descubrir algo muy importante. El Portugués se había trasformado ahora en la persona que yo más quería en el mundo.
Conversaciones de aquí y allá