Husmeaba por todos los rincones, viéndolo todo. Me gustaba pasar por la confitería a mirar a la gente que bajaba las escaleras de la Estación. ¡Ese sí que era un buen lugar para limpiar zapatos! Pero Gloria no me dejaba, ya que la policía corría detrás de uno y le quitaba el cajón. Y, además, estaban los trenes. Solamente podía ir con don Ariovaldo si me daba la mano, aun para cruzar la línea por encima del puente.
Ahí llegaba él, sofocado. Después de “Fanny” se había convencido de que yo sabía qué era lo que le gustaba comprar a la gente.
Nos sentábamos en la pared de la Estación, frente al jardín de la Fábrica, y él abría el folleto principal, mostrándome la música y cantando el comienzo. Cuando a mí no me parecía bueno, buscaba otra.
—Esta es nueva, “Sinvergüencita”.
Cantó otra vez.
—Cántela de nuevo.
Repitió la estrofa final.
—Esa, don Ariovaldo, además de “Fanny” y los tangos. ¡Vamos a venderlo todo!
Y nos fuimos por las calles llenas de sol y de polvo. Nosotros éramos los pajaritos alegres que confirmaban el verano
Su lindo vozarrón abría la ventana de la mañana.
—El éxito de la semana, del mes y del año. “Sinvergüencita”, que grabó Chico Viola.
La Luna surge color de plata
En lo alto de la montaña verdeante
Y la lira del cantor en serenata
Despierta en la ventana a su amante.
Al sonido de la melodía apasionada
En las cuerdas de la sonora guitarra
Confiesa el cantor a su amada
Lo que tiene adentro del corazón…
Ahí, hacía una pequeña pausa, asentía dos veces con la cabeza y yo entraba con mi vocecita afinada.
Oh linda imagen de mujer que me seduce
Si yo pudiera estarías en un altar.
Eres la imagen de mis sueños, eres la luz,
Eres sinvergüencita, no necesitas trabajar…
¡Qué cosa! Las muchachas venían corriendo a comprar. Caballeros, gente de toda estatura y de todo tipo.
Lo que me gustaba era vender los folletos de cuatrocientos réis y de quinientos. Cuando era una muchacha, yo ya sabía.
—Su vuelto, señora.
—Guárdalo para comprarte caramelos.
Ya estaba pegándoseme la manera de hablar de don Ariovaldo.
Al mediodía, ya se sabe. Entrábamos en el primer bar, y “triquete tráquete”, devorábamos el sandwich con refresco de naranja o de grosella.
Entonces yo metía la mano en el bolsillo, y desparramaba los vueltos en la mesa.
—Aquí está, don Ariovaldo —y empujaba los níqueles para su lado.
Se sonreía y comentaba:
—Eres un muchachito “decente”, Zezé.
—Don Ariovaldo, ¿qué quiere decir “pajarito”, como usted me decía antes?
—En mi tierra, la santa Bahía, les decimos así a los muchachitos barrigudos, pequeños, menuditos.
Se rascó la cabeza y se llevó la mano a la boca, a fin de eructar.
Pidió disculpas y agarró un mondadientes. El dinero continuaba en el mismo rincón.
—Estuve pensando, Zezé. De hoy en adelante puedes quedarte con esos vueltos. Al final de cuentas nosotros ahora somos un dúo.
—¿Qué es un dúo?
—Cuando dos personas cantan juntas.
—Entonces,¿puedo comprar una “mariamole”?
[ 11 ]
—El dinero es tuyo. Haz con él lo que quieras.
—Gracias, “compañero”.
Se rió de la imitación. Ahora era yo quien comía y lo miraba.
—¿De veras formamos un dúo?
—Ahora sí.
—Pues déjeme cantar la parte del corazón de “Fanny”. Usted canta fuerte y yo entro con la voz más dulce del mundo.
—No es mala idea, Zezé.
—Entonces, cuando volvamos después del almuerzo, vamos a empezar con “Fanny”, que da una suerte loca.
Y debajo del sol caliente recomenzamos el trabajo.
Habíamos comenzado a cantar “Fanny” cuando sucedió el desastre. Doña María de la Peña se acercó, muy beata debajo de la sombrilla, con la cara blanca de polvo de arroz. Se quedó parada escuchando nuestra “Fanny”. Don Ariovaldo adivinó la tragedia y me susurró que continuase cantando al mismo tiempo que caminábamos.
¡Qué va! Estaba tan fascinado con el corazón de “Fanny” que ni noté qué pasaba.
Doña María de la Peña cerró la sombrilla y se quedó con la puntera golpeando en la de su zapato. Cuando acabé frunció la cara, muerta de rabia, y exclamó:
—¡Muy bonito! Muy bonito que una criatura cante una inmoralidad así.
—Señora, mi trabajo no tiene nada de inmoral. Cualquier trabajo honesto es un buen trabajo, y no me avergüenzo, ¿sabe?
Nunca vi a don Ariovaldo tan encrespado. ¡Ella quería pelea, entonces vería!
—¿Esa criatura es su hijo?
—No, señora, infelizmente.
—¿Su sobrino, pariente suyo?
—No es nada mío.
—¿Qué edad tiene?
—Seis años.
Dudó mirando mi tamaño. Pero continuó:
—¿No tiene vergüenza, explotar así a una criatura?
—No estoy explotando a nadie, señora. Él canta conmigo porque quiere y le gusta, ¿oyó? Además, le pago, ¿no es cierto?
Dije que sí con la cabeza. La pelea me estaba pareciendo de lo más linda. Pero mis deseos eran darle un cabezazo en la barriga a ella y verla desparramarse por el suelo. ¡Bum!
—Pues sepa que voy a tomar medidas. Voy a hablar con el padre. Voy a hablar en el Juzgado de Menores. ¡Voy a llegar hasta la policía!
En ese punto enmudeció y sus ojos asustados se desorbitaron. Don Ariovaldo había sacado su enorme cuchillo y se lo acercaba. Parecía que ella fuera a tener un síncope.
—Entonces vaya, doña. Pero vaya en seguida. Yo soy muy bueno, pero tengo la manía de cortar la lengua a las brujas charlatanas que se meten en la vida ajena…
Se apartó, dura como una escoba, y ya lejos se dio vuelta para apuntarle con la sombrilla…
—¡Ya va a ver!…
—¡Quítese de mi vista, “bruja de Croxoxó”…!
Abrió la sombrilla y fue desapareciendo en la calle, muy tiesa.
Por la tarde don Ariovaldo contaba las ganancias.
—Ya está todo, Zezé. Tenías razón; me das suerte.
Me acordé de doña María de la Peña.
—¿Irá a hacer algo?
—No va a hacer nada, Zezé. A lo sumo irá a conversar con el cura, que le aconsejará: “Es mejor dejar todo como está, doña María. Esa gente del Norte no es para hacer bromas”.
Metió el dinero en el bolsillo y apretó la bolsa.
Después, como hacía siempre, introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y agarró un folleto doblado.
—Este es el de tu hermanita Gloria.
Se desperezó:
—¡Fue un día extraordinario!
Nos quedamos descansando unos minutos.
—Don Ariovaldo.
—¿Qué pasa?
—¿Qué quiere decir “bruja de Croxoxó”?
—¿Qué sé yo, hijo? Lo inventé en un momento de rabia.
Largó una alegre carcajada.
—¿Y usted la iba a acuchillar?
—No. Fue solo para asustarla.
—Si la hubiese acuchillado, ¿qué saldría, tripa o estopa de muñeca?
Se rió y me rascó la cabeza con afecto.
—¿Sabes una cosa, Zezé? Me parece que lo que en realidad saldría es mierda.
Los dos nos reímos.
—Pero no tengas miedo. No soy tipo de matar a nadie. Ni siquiera a una gallina. Le tengo tanto miedo a mi mujer que hasta me pega con el palo de la escoba.
Nos levantamos y se fue hacia la estación. Apretó mi mano y dijo:
—Para mayor seguridad vamos a pasar un par de veces sin volver por aquella calle. Apretó mi mano con más fuerza.
—Hasta el martes que viene, “cumpañero” Moví la cabeza afirmativamente, mientras él subía uno a uno los peldaños de la escalera. Desde arriba, me gritó:
—Eres un ángel, Zezé…
Le dije adiós con la mano y comencé a reírme.
—¡Ángel! Es porque él no sabe…
Capítulo 1Fue cuando apareció el Niño Dios en toda su tristeza
El “murciélago”
—¡Corre, Zezé, que vas a perder el colegio!
Estaba sentado a la mesa, tomando mi tazón de café y pan seco, y masticando todo sin ningún apuro. Como siempre, apoyaba los codos en la mesa y me quedaba mirando la hojita pegada en la pared.
Gloria se ponía nerviosa y sofocada. No veía la hora en que me fuera para hacerse cargo de toda la mañana, en paz para cumplir cada uno de los trabajos de la casa.
—Anda, diablito. Ni te peinaste; debías hacer como Totoca, que siempre está listo a la hora necesaria.
Venía de la sala con un peine y peinaba mis pelos rubios.
—¡También, este gato pelado no tiene ni qué peinarle!
Me levantaba de la silla y me examinaba todo. Si la blusa estaba limpia, lo mismo que los pantalones.
—Ahora vamonos, Zezé.
Totoca y yo nos poníamos a la espalda nuestras mochilas con los libros, los cuadernos y el lápiz. Nada de comida; eso quedaba para los otros chicos.
Gloria apretó el fondo de mi cartera, sintió el volumen de las bolsitas con bolitas y sonrió; en la mano llevábamos las zapatillas de tenis para calzarlas cuando llegásemos al Mercado, cerca de la Escuela.
Apenas alcanzábamos la calle, Totoca comenzaba a correr, dejándome caminar solito, lentamente. Y entonces empezaba a despertarse mi diablo artero. Me gustaba que mi hermano se adelantara para poder reinar a gusto. Me fascinaba la carretera Río-San Pablo. “Murciélago”. Sin duda, el “murciélago”. Treparme a la parte trasera de los automóviles y sentir el camino desapareciendo a tal velocidad que el viento me castigaba, corriendo y silbando. Aquello era lo mejor del mundo. Todos nosotros lo hacíamos; Totoca me había enseñado, con mil recomendaciones, que me asegurara bien, porque los otros coches que venían atrás eran un peligro. Poco a poco aprendía a perder el miedo, y el sentido de la aventura me instigaba a buscar los “murciélagos” más difíciles. Yo era tan experto que hasta había aprovechado ya el coche de don Ladislau; solamente me faltaba el hermoso automóvil del Portugués. ¡Coche lindo, bien cuidado, era aquél! Los neumáticos siempre nuevos. Y todo de metal tan reluciente que uno se podía reflejar en él. La bocina daba gusto: era un mugido ronco, como si fuese el de una vaca en el campo. Y él pasaba estirado, dueño de toda esa belleza, con la cara más severa del mundo. Nadie se atrevía a trepar sobre su rueda trasera. Decían que pegaba, mataba y amenazaba capar al intruso antes de matarlo. Ningún chico de la escuela se atrevía, o se había atrevido hasta ahora. Cuando estaba conversando sobre eso con Minguito, me preguntó.
—¿Nadie, de veras, Zezé?
—Seguro, nadie. Ninguno tiene coraje.
Sentí que Minguito se estaba riendo, casi adivinando lo que yo pensaba en ese momento.
—¿Y tú estás loco por hacerlo, no?
—Estar… estoy. Pero me parece que…
—¿Qué es lo que piensas?
Ahí el que se había reído era yo.
—A ver, di.
—¡Eres curioso como el diablo!
—Siempre acabas contándome todo; no aguantas.
—¿Sabes una cosa, Minguito? Yo salgo de casa a las siete, ¿no? Cuando llego a la esquina son las siete y cinco. Bueno, a las siete y diez el Portugués detiene el coche en la esquina del cafetín del “Miseria y Hambre” y se compra un paquete de cigarrillos… Un día de estos cobro coraje, espero hasta que él suba al coche, y ¡zas!…
—No tienes coraje para eso.
—¿Que no tengo? Ya vas a ver, Minguito.
Ahora mi corazón estaba dando saltos. El coche detenido; él bajaba. El desafío de Minguito se mezclaba a mi miedo y mi coraje; no quería ir, pero una pequeña vanidad empujaba mis pasos. Di vueltas al bar y me quedé medio escondido contra la pared. Aproveché para meter las zapatillas dentro de la cartera. El corazón saltaba tan fuerte que tenía miedo de que sus golpes se escuchasen dentro del bar; salió sin haberme notado siquiera. Oí que la puerta se abría…
—¡Ahora o nunca, Minguito!
De un salto estaba pegado a la rueda, con todas las fuerzas que me había dado el miedo. Sabía que hasta la escuela la distancia era enorme. Ya comenzaba a pregustar mi victoria ante los ojos de mi compañero…
—¡Ay!
Di un grito tan grande y agudo que la gente salió a la puerta del café para ver quién había sido atropellado
Yo estaba colgado a medio metro del suelo, balanceándome, balanceándome. Mis orejas ardían como brasas. Algo había fallado en mis planes. Me había olvidado de escuchar, en mi confusión, el ruido del motor en funcionamiento.
La cara severa del Portugués parecía estarlo más aún. Sus ojos despedían llamaradas.
—Entonces, mocoso atrevido, ¿eras tú? ¡Un mocoso de ésos con semejante atrevimiento!…
Dejó que mis pies se apoyaran en el suelo. Soltó una de mis orejas y con un brazo gordo me amenazaba el rostro.
—¿Te piensas, mocoso, que no te he estado observando todos los días espiar mi coche? Voy a darte un correctivo y no tendrás nunca más ganas de repetir lo que hiciste.
La humillación me dolía más que el propio dolor. Solo tenía ganas de vomitar una serie de malas palabras sobre el bruto.
Pero no me soltaba y pareciendo adivinar mis pensamientos me amenazó con la mano libre.
—¡Habla! ¡Insulta! ¿Por qué no hablas?
Mis ojos se llenaron de lágrimas de dolor, de humillación, ante las personas que estaban presenciando la escena y reían con maldad.
El Portugués continuaba desafiándome.
—Entonces, ¿por qué no insultas, mocoso?