Es evidente que la mejor de todas las esposas está un poco enfadada, que toma a mal mi incontenible impaciencia y la manera brutal como trato de darle prisa. Pero esto no le impide realizar, ahora definitivamente, su maquillaje. Incluso se ha quitado ya el breve y elegante peinador de nylon. Yace detrás de ella, en el suelo. Sigilosamente, con sumo cuidado, procuro acercarme a él…
He quemado el peinador de nylon con mis propias manos. En la cocina. Lo sostuve encima del fregadero y lo encendí y contemplé cómo las llamas lo iban consumiendo lentamente. Algo parecido debía sentir Nerón cuando veía arder Roma.
Cuando volví a la habitación de mi mujer, puede decirse que ya estaba lista. La ayudé con la cremallera de su vestido negro de cóctel, le deseé mucha suerte en la búsqueda de las medias, me fui a mi gabinete de trabajo y me senté a la mesa escritorio.
—¿Por qué te vas? —oí que me gritaba ya a los pocos minutos mi mujer—. ¿Precisamente ahora que ya estoy casi lista? ¿Qué estás haciendo pues?
—Escribo una pieza de teatro.
—¡Date prisa! ¡Enseguida nos vamos!
—Ya lo sé.
El trabajo iba como la seda. A grandes rasgos bosquejé el personaje principal. Tenía que ser un artista importante, quizás un pintor o un virtuoso del piano, o un escritor satírico, que había comenzado su carrera con gran entusiasmo y ganas de vivir, pero que ahora, al cabo de algún tiempo, se encuentra desesperadamente embarrancado y no sabe por qué. Finalmente se percata de que su mujer lo frena y lo paraliza, impide su libertad de movimientos, le retiene cada vez que se propone hacer algo. Ya no puede soportarlo por más tiempo. Va a liberarse de los lazos con que su mujer lo tiene atado. En una noche larga, insomne, resuelve abandonarla. Ya se encamina hacia la puerta…
Entonces la ve en el cuarto de baño, de pie ante el espejo, lavándose la cara. Le ha desagradado el color del sombreado de sus párpados y quiere aplicarse otro nuevo. Para ello es preciso cambiar todo el maquillaje con todos sus accesorios, todo.
No, una vida así carece de sentido. Es de esperar que la soga que hace poco vi en el cuarto de los trastos esté todavía allí. Y es de esperar que sea resistente…
De alguna forma mi mujer debió notar que yo estaba ya de pie encima de la silla, debajo del crucero de la ventana.
—¡Ephraím! —gritó—. ¡Déjate de tonterías y ven a cerrarme la cremallera! ¿Qué ocurre ahora de nuevo?
Nada. No ocurre nada en absoluto. Son las dos y media de la madrugada y mi mujer está de pie en el cuarto de baño ante el espejo y con el pulverizador se perfuma el cabello, mientras con la otra mano palpa buscando los guantes que, cosa extraña, están en el suelo. Y, cosa extraña, los guantes. Hasta aquí hemos llegado. Difícil de comprender, pero hasta aquí.
Un tenue y débil rayo de esperanza brilla a través de la oscuridad. Valía, pues, la pena esperar con paciencia y perseverancia. Dentro de un ratito nos iremos de verdad, a la casa de Tibi, a la fiesta de San Silvestre. Ya son las tres de la madrugada, pero seguramente habrá allí todavía algunas personas y todavía habrá buen humor, come el de mi mujercita, que irradia energía y actividad, mientras hace pasar los objetos del bolso negro grande al boso pequeño blanco, lanza una postrera mirada al espejo y yo me encuentro de pie detrás de ella, y entonces ella se vuelve bruscamente y me dice:
—¿Por qué no te has afeitado?
—Sí me he afeitado, cariño. Hace rato, mucho rato. Cuando tú empezaste a vestirte. Entonces fue cuando me afeité. Pero si tú crees…
Me fui al cuarto de baño. Desde el espejo me miraba fijamente el rostro arrugado de un melancólico envejecido, víctima de los golpes del destino, el rostro de un hombre casado cuya esposa se halla de pie en la habitación contigua, apoyándose sobre un pie y luego sobre el otro, llena de impaciencia, hasta que no puede más y dice con un tono de reproche:
—¡Anda, date prisa, que siempre tengo que esperarte!
T
ENEMOS dificultades con nuestros vecinos, los Selig. Lo que hacen con su receptor de radio es sencillamente inaguantable. Todas las tardes, a las seis, Félix Selig llega a su casa, muerto de cansancio, pero todavía tiene fuerzas suficientes para dirigirse con paso vacilante hacia la radio y ponerla a todo meter. Si de allí salen noticias, música o conferencias literarias, le da lo mismo. Sólo que haga ruido. Y este ruido penetra hasta el rincón más recóndito de nuestra vivienda.
La cuestión acerca de cómo podríamos defendernos contra esto nos tiene ocupados a mi mujer y a mí desde hace bastante tiempo. Mi mujer, que, tras un tremendo esfuerzo por vencerse a sí misma, ha hecho una visita a los Selig, afirma que estamos siendo víctimas de un fenómeno acústico. La radio atruena en nuestra casa con más intensidad aún que en la de ellos. En todo caso, la pared que separa las dos viviendas es tan delgada, que, cuando nos desnudamos, apagamos la luz para no proyectar en la pared cuadros vivientes. Se comprende que a través de esa pared puedan oírse las palabras más levemente susurradas. Sólo un milagro podría salvarnos.
Y el milagro se obró.
Una tarde, cuando la máquina infernal de los Selig volvía a desplegar su ruido ensordecedor, yo tenía que afeitarme para una ida al teatro que no tenía prevista. Apenas había conectado mi afeitadora eléctrica, cuando la radio de los Selig comenzó a producir ruidos crepitantes. Desenchufé mi aparato, y cesó el crepitar. Volví a conectar, y volvieron los ruidos crepitantes y crujientes. Entonces oí la voz de Félix Selig que decía:
—¡Erna! ¿Qué le pasa a nuestra radio? ¡Este ruido me vuelve loco!
Abríanse unas perspectivas insospechadas.
La tarde siguiente me encontró bien preparado. Cuando Félix Selig llegó a su casa a las seis, yo ya tenía convulsivamente agarrada con la mano la máquina de afeitar. Félix fue también tambaleándose hacia la radio y la conectó. Dejé pasar un minuto, luego mi aparato eléctrico buscó contacto y lo encontró. Instantáneamente, en la vivienda vecina, un maravilloso pasaje de piano se transformó en unos fortísimos crujidos. Al principio, Félix tuvo paciencia, evidentemente con la esperanza de que la perturbación atmosférica pasara pronto. Hasta que se cansó.
—¡Basta, por Dios! —rugió, completamente enervado, hablando con el aparato de radio.
Su voz sonaba tan amenazadora que yo involuntariamente retiré de la pared mi máquina de afeitar.
Félix apagó la radio, llamó con voz ronca a su mujer y dijo, en forma claramente audible para nuestros oídos en tensión:
—Erna, ha sucedido algo muy curioso. El aparato ha crujido, he dicho: «¡Basta!» y ha cesado de hacer ruido.
—Félix —respondió Erna—, has trabajado demasiado. Ya lo he advertido desde hace algún tiempo. Hoy irás a dormir más temprano.
—¿No me crees? —volvió a rugir Félix—. ¿Desconfías de las palabras de tu marido? ¡Escúchalo tú misma!
Y encendió la radio.
Casi podíamos ver cómo estaban de pie ante el receptor, en espera del fatídico crepitar. Para que la tensión fuese mayor, dejé pasar unos instantes.
—Ya te lo dije —habló la señora Selig—. No dices más que tonterías. ¿Dónde están los ruidos?
—Si te lo quiero demostrar, naturalmente, no pasará nada —dijo resollando Félix.
Luego se dirigió en tono de reto al aparato y le espetó:
—¿De modo que no quieres crepitar ni crujir?
Yo enchufé la afeitadora. Cracracra.
—Efectivamente —murmuró Erna—, ahora sí. Es realmente misterioso. Tengo miedo. Dile que pare.
—¡Para! —dijo Félix con energía—. ¡Para, por favor!
Yo desenchufé.
El día siguiente, me encontré con Félix en la escalera. Parecía abatido, andaba con paso inseguro y bajo sus hinchados ojos aparecían unos grandes círculos oscuros. Hablamos primeramente del buen tiempo que hacía, pero de pronto me agarró Félix del brazo y me preguntó:
—¿Cree usted en fenómenos sobrenaturales?
—Claro que no. ¿Por qué?
—Era sólo una pregunta.
—Mi abuelo, que era un hombre muy listo —dije yo, reflexionando—, sí que creía en tales cosas.
—¿En espíritus?
—En espíritus precisamente no. Pero estaba convencido de que objetos inanimados (esto suena un poco ridículo, discúlpeme), tales como una mesa, una máquina de escribir, un gramófono, tienen, por decirlo así, su propia alma. ¿Qué le ocurre, amigo mío?
—Nada…gracias…
—Mi abuelo juraba que su gramófono lo odiaba. ¿Qué me dice usted de algo tan absurdo?
—¿El gramófono odiaba a su abuelo?
—Así lo afirmaba él. Y una noche (pero esto, naturalmente, nada tiene que ver con todo ello), lo encontramos exánime junto al aparato. El disco seguía girando todavía.
—Dispense —dijo mi vecino—. Me siento un poco mareado.
Le ayudé a subir la escalera, corrí a mi piso y preparé la máquina de afeitar. Junto a mí, oí cómo Félix Selig deglutía varias copas de coñac antes de encender la radio con manos temblorosas.
—¡Tú me odias! —clamó el atribulado varón. (Su voz, según creímos oír, procedía de abajo; probablemente estaba de rodillas)—. Yo sé que tú me odias. Lo sé.
Cracracra. Dejé puesto el contacto unos diez minutos antes de desenchufar.
—¿Qué te hemos hecho? —resonó la voz quejumbrosa de la señora Selig—. ¿Acaso te hemos tratado mal?
—Cracracra.
Había llegado el momento. Nuestro plan de batalla entraba en la fase decisiva. Mi mujer corrió a casa de los Selig.
Yo escuchaba sonriendo por debajo de la nariz cómo los Selig le estaban contando a mi mujer que en su radio se manifestaban fuerzas sobrenaturales.
Después de reflexionar un instante, mi mujer les propuso exorcizarles el aparato.
—¿Eso va bien? —exclamaron al unísono los dos Selig—. ¿Sabe usted hacerlo? ¡Hágalo entonces, por favor!
Volvieron a encender la radio. El gran momento había llegado.
—¡Espíritu que estás en la radio —gritó la mejor de todas las esposas—, si nos oyes, danos una señal!
Enchufé la rasuradora eléctrica:
—Cracracra.
Desenchufé.
—Espíritu —gritó mi mujer— danos una señal que nos indique si esta radio debe continuar funcionando.
La rasuradora eléctrica seguía desenchufada.
—¿Quieres quizá que funcione con mayor volumen?
Rasuradora desenchufada.
—Entonces, ¿quieres tal vez que los Selig no utilicen nunca más su radio?
Enchufé la afeitadora.
Santo cielo, por qué no se oye nada…Ningún crujido, ningún cracracra, nada…
La máquina de afeitar eléctrica se declaró en huelga. La batería estaba quemada, o algo así. Durante años había funcionado impecablemente, y precisamente ahora…
—Espíritu, ¿es que no me oyes? —dijo mi mujer levantando la voz—. Te pregunto si quieres que los Selig dejen de utilizar esta horrible caja. ¡Danos una señal! ¡Contesta!
Desesperado, yo enchufaba la máquina una y otra vez, pero no servía de nada. Ni siquiera se oía el más ligero crujido. Quizás es verdad que los objetos inanimados tienen alma.
—¿Por qué no haces ruido? —gritó mi mujer, ahora ya de un modo un poco estridente—. ¡Danos una señal, idiota! ¡Diles a los Selig que no deben hacer funcionar nunca más su radio! ¡Ephraím!
Mi mujer había ido ahora un poco demasiado lejos. Creí ver cómo los Selig se volvían hacia ella con una mirada elocuente…
El día siguiente hice reparar la máquina de afeitar eléctrica. Las reparaciones de una «Express» cuestan mucho dinero.
—La batería estaba quemada —me dijo el electricista—. Le he puesto otra nueva. Ahora tampoco habrá perturbaciones en su receptor de radio.
A partir de entonces, la radio de nuestro vecino atruena imperturbablemente todos los rincones de nuestro piso. Si los objetos inanimados tienen alma, no lo sé. Pero de lo que sí estoy seguro es de que carecen de humor.
N
O hace falta presentar a la señora Regine Popper. Se la considera en general como la mejor
babysitter
de la nación y ha ganado repetidas veces y con gran diferencia con respecto a las demás el Campeonato de Liga del Estado. Es puntual, diligente, digna de confianza, leal y callada, en suma, una prestidigitadora en el reino de los pañales. Nuestro bebé Rafi todavía no se ha quejado nunca de ella. La señora Popper es una alhaja.
Su único defecto consiste en que vive en Tel Giborim, y no hay comunicación directa entre este lugar y nuestra casa. Como consecuencia de ello, tiene que servirse de la institución del tráfico pendular tal como se practica aquí por los taxis y que transporta cada vez de cuatro a cinco personas. Esta institución se llama en hebreo
scherut
. Con este scherut la señora Popper llega hasta la central de autobuses y allí tiene que esperar otro scherut, y a veces no hay ninguno y tiene que introducir a la fuerza su nada insignificante corpulencia en un autobús a punto de reventar, y en tales ocasiones llega a nuestra casa en un estado tan lamentable y descompuesto que sus miradas constituyen un único y mudo reproche y dicen:
—Tampoco hoy he encontrado ningún scherut.
Todas las noches, hacia las ocho, nos ponemos a rezar rogando para que la señora Popper encuentre un scherut. A veces da resultado y a veces no. Esto hace que nos sintamos siempre preocupados por el futuro, porque la señora Popper es insustituible. Lástima que viva en Tel Giborim. Sin teléfono.
¿Para qué sirven estos preámbulos? Sirven para conducirnos a aquella noche en la que queríamos marcharnos de casa a las ocho y media para ir al cine. Hasta entonces yo tenía que escribir aún algunas cartas importantes. Desgraciadamente aquella noche, mi estilo, posiblemente por efecto del paralizante calor, no fluía con tanta facilidad como de ordinario, y cuando aún no había terminado, ni mucho menos, hizo su aparición la señora Popper, aquella perfecta alhaja. Sus miradas revelaron enseguida que esta vez tampoco había habido scherut.
—He corrido como una loca —dijo jadeando.
En tales casos, sólo se puede hacer una cosa: salir inmediatamente de la casa para justificar el maratón de la señora Popper. De otro modo, ella se habría esforzado completamente en vano.
Pero yo quería imprescindiblemente terminar mis importantes cartas antes de ir al cine.
A los pocos minutos se abrió ya la puerta de mi gabinete de trabajo.