Cuando la mejor de todas las esposas volvió a la peluquería a perder el tiempo, yo senté a Amir sobre mis rodillas y le hablé lenta y amigablemente:
—Amir, no llames siempre «papá» cuando necesites algo. Acostúmbrate a llamar «mamá». Mamá, mamá. ¿Oyes, mi querido pequeñín? Mamá, mamá, mamá.
Amir, también creo haber dicho esto, es un niño muy despierto. Y la mejor de todas las esposas va con gran frecuencia a la peluquería.
Jamás olvidaré el histórico momento en que, en medio de la noche, sonó por vez primera desde el rincón de Amir el grito revolucionario:
—¡Mamá! ¡Mamá!
Yo agarré con fuerza a mi esposa y la sacudí hasta que se despertó.
—¡Madre! —le susurré en la oscuridad—. Tu hijo ya vuelve a estar sobre sus dos piernas.
La madre necesitó algún tiempo y algunas otras llamadas antes de hacerse cargo de la situación. Pesadamente, por no decir de mala gana, se levantó y tambaleándose, borracha de sueño, volvió al cabo de un rato. Pero no dijo nada y volvió a acostarse, como el que, saliendo del semisueño, proyecta volver a sumirse en el sueño entero.
—Prepárate, querida —le dije al oído—, porque nuestro hijo va a llamarte más veces todavía.
Y así sucedió.
Las semanas siguientes pude disfrutar de nuevo de un sueño completamente tranquilo desde hacía tiempo, mucho tiempo. Nuestro pequeño tesoro de ojos azules, bajo mi guía, había encontrado el camino verdadero y había comprendido perfectamente la importancia de la maternidad. La situación se normalizó. Una madre es una madre, así lo quiere la Naturaleza. Y cuando su hijo la llama, ella debe hacer caso de la llamada.
En una noche especialmente bendita, estableció un impresionante récord obedeciendo cuarenta y dos veces a la llamada del niño.
—Estoy realmente satisfecho de que Amir haya sabido encontrar al fin el camino que lleva hacia ti —le dije una mañana, durante el desayuno, cuando por fin logró mantener medio abiertos los ojos—. ¿No te parece también que la relación madre-hijo es la única que es natural?
Por desgracia, la única situación natural tuvo un fin brusco. Serían las cuatro de la mañana, cuando me desperté al sentirme rudamente sacudido.
—Ephraím —susurró junto a mi oído la mejor de todas las esposas—, tu hijo te llama.
Al principio no quería creerlo. Pero entonces volvió a resonar en la noche:
—¡Papá! ¡Papá!
Y así quedaron las cosas. Amir se había pasado de nuevo a mí. ¿Tendría esto algo que ver con el hecho de que por entonces yo tenía casi a diario algo que hacer en la ciudad, y a menudo estaba muchas horas fuera de casa?
E
STOY acostado, completamente vestido, en mi cama turca. La lámpara proyecta una viva luz encima de mi cabeza. Y en esta cabeza se entrecruzan velozmente las ideas más disparatadas.
Ante el espejo, en el otro extremo de la habitación, se halla de pie la mejor de todas las esposas y se inclina. Siempre se inclina cuando quiere ver exactamente lo que está haciendo. Ahora precisamente se está cubriendo la cara con crema «Bio-placenta», ese maravilloso producto que, como es sabido, sirve para regenerar las células de la piel. Yo no me atrevo a molestarla. De momento.
A una persona creadora de mi edad le llega invariablemente la hora del conocimiento de sí mismo. Desde hace semanas, no, desde hace meses, me siento acorralado por un terrible dilema. No puedo resolverlo yo solo. Un paso que va a decidir el resto de mi vida, tengo que consultarlo con alguien. Después de todo, ¿para qué estoy casado? Hago un esfuerzo y digo:
—Querida —dije con una voz ligeramente trémula—, me gustaría que me aconsejaras. Por favor, no te excites y saques conclusiones precipitadas. Pues, a lo que iba. Desde hace algún tiempo, tengo la sensación de que he llegado al final de mi carrera creadora y que sería mejor que pusiera punto final a mi actividad de escritor. O, por lo menos, que descansara durante unos años. Lo que yo necesito es tranquilidad, concentración y descanso. Quizás después todo volverá a ir bien… ¿Me oyes?
La mejor de todas las esposas cubre su cara con una nueva capa de «Bio-placenta» y guarda silencio.
—¿Qué me aconsejas? —le pregunto tímidamente, pero con insistencia—. Dime la verdad.
La consumidora de «Bio-placenta» se volvió, me miró largamente y suspiró.
—Ephraím —dijo—, tenemos que comprar algo para la señorita del jardín de infancia. La trasladan a Beersheva y se marcha al final de la semana. Nos corresponde hacerle un regalo de despedida.
Esto, en realidad, no era una respuesta satisfactoria a lo que yo le había preguntado y que afectaba a mi destino. Y sobre esto yo no quería dejar a oscuras a
madame
.
—¿Por qué no escuchas nunca cuando tengo que hablar contigo de algo importante?
—Te he escuchado perfectamente —dijo poniendo encima de la capa de «Bio-placenta» una pomada de color rojo ladrillo—. Puedo recordar cada una de las palabras que has dicho.
—¿De veras? ¿Qué fue, pues, lo que dije?
—Has dicho: ¿Por qué no me escuchas nunca cuando tengo que hablar contigo de algo importante?
—Es cierto. ¿Y por qué no me has contestado?
—Porque debo reflexionar.
Esto ya tenía sentido. Después de todo, no era un problema sencillo con el que tenía que enfrentarme.
—¿Crees tú —pregunté con cautela— que quizás se trata de una desgana transitoria que yo mismo podría superar con mis propias fuerzas? ¿Una pausa creadora, por decirlo así?
Ninguna respuesta.
—¿Me has entendido?
—Claro que te he entendido. No estoy sorda. Superar por tus propias fuerzas una pausa creadora o algo por el estilo.
—¿Y bien?
—¿Qué te parece una bombonera?
—¿Cómo?
—Es algo que aparenta mucho y no es demasiado caro. ¿No te parece?
—Si me parece o no, con ello no se soluciona mi problema, cariño. Si dejo de escribir durante uno o dos años, o quizá tres, ¿en qué me ocuparé entonces? ¿Con qué voy a llenar el vacío intelectual que me va a producir? ¿Con qué?
Ahora las mejillas cubiertas con crema quedaron expuestas a una serie de ligeros golpes de masaje, de cuyo ritmo y con un poco de imaginación podía percibirse la frase «jardinera de infancia».
—¿Me escuchas? —volví a preguntar.
—No me preguntes continuamente si te escucho. Naturalmente que te escucho. No me queda otro remedio. Con lo alto que hablas.
—Está bien. ¿Y de qué te hablaba ahora?
—De la ocupación con un vacío que tú quieres llenar intelectualmente.
Efectivamente, había retenido cada palabra. Volví a reanudar el hilo.
—¿Quizá debería intentar dedicarme a la pintura? ¿O a la música? Sólo para empezar. En cierto modo, como una transición.
—Por mí, haz lo que quieras.
—Naturalmente, también podría ir a cazar búfalos o coleccionar chinches.
—¿Por qué no?
Un papel secante encima de la crema rojo ladrillo, pestañas artificiales debajo de las cejas, y luego su voz:
—Eso hay que meditarlo muy bien.
No supe qué decir a esto.
—¿Por qué no dices nada, Ephraím?
—Creo que ha llegado el momento de desenterrar el cadáver de nuestra lavandera y encerrarlo en el baúl verde… ¿Has oído lo que decía?
—Enterrar el cadáver de la lavandera en el baúl.
No es tan fácil impresionar a mi mujercita. Ahora se está cepillando los párpados con un diminuto cepillito importado, naturalmente, del extranjero. Hago un último intento.
—Si tanto le gustan los niños a la tal jardinera, podríamos regalarle un poney de cebra.
También esto se perdió en el vacío. Mi interlocutora conectó la radio y dijo:
—No es mala idea.
—En este caso —concluí yo—, corro ahora rápidamente en brazos de mi concubina favorita y paso la noche con ella.
—Sí, lo oigo. La noche con ella.
—¿Entonces?
—Pensándolo bien, creo que sería mejor comprarle un jarrón en vez de una bombonera. A las encargadas de jardines de infancia les gustan las flores.
Dicho esto, la mejor de todas las esposas se dirigió al cuarto de baño para limpiarse de todos los potingues que se había puesto en la cara.
Me parece que tendré que continuar escribiendo aún durante algún tiempo.
L
A política de finanzas de nuestro país, que en general no es muy afortunada, ha registrado finalmente un éxito: las quinielas de fútbol que proporcionan unas ganancias casi tan grandes como la lotería nacional. Naturalmente, entre ambas instituciones hay una diferencia fundamental. La lotería se basa en el puro azar, las quinielas, en cambio, requieren que el quinielista esté familiarizado, en grado superior al término medio, con los secretos de la liga nacional de fútbol.
El proceso como tal es muy sencillo. Uno adquiere un boleto en uno de los numerosos lugares de venta de quinielas, cierra los ojos, espera una iluminación profética y escribe los resultados de los partidos del próximo fin de semana en la rúbrica correspondiente. «1» significa la victoria del equipo mencionado primero, «2» la victoria del segundo. «X» significa empate y el total significa que uno hace funcionar continuamente la radio durante el fin de semana para comprobar, después de las transmisiones, que ha acertado 12 resultados y ha ganado 2.530.000 libras.
—¡Anda! —me dijo la mejor de todas las esposas—. Rellena una quiniela.
Esto, por lo que a mí respecta, es más fácil de decir que de hacer, porque no soy un experto en fútbol. Es verdad que varias veces intenté familiarizarme con este deporte, pero el asiento de tribuna pagado a elevado precio, siempre estaba ocupado por un individuo corpulento que a mi indicación de que aquél era mi sitio, me respondía con un monótono «¡Fuera!».
En tales circunstancias, me dirigí a Uri. Como espectador asiduo de los encuentros, Uri dispone de un gran acervo de conocimientos futbolísticos y me ofreció un minucioso análisis de la situación que entonces reinaba en el fútbol antes de proceder a rellenar mi boleto de quinielas.
—El delantero centro de Hapoël-Sodom ha sufrido el domingo pasado en Haifa una fractura de tobillo y no podrá jugar contra Makkabi-Jaffa, de modo que su equipo a lo sumo sólo puede quedar en un empate. En cambio, el Hakoah-Beer-Schewa, técnicamente sobresaliente, en las malas condiciones del terreno sufrirá en Ramat Gan menos que los amos del campo y, por consiguiente, ganarán contra el Makkabi, que es de allí.
Con un conocimiento detallado igualmente prometedor, fue expresándose acerca de todos los encuentros. Yo iba escribiendo afanosamente lo que me decía, siguiendo sus instrucciones. Llevé el formulario rellenado al centro de quinielas y estuve esperando con impaciencia que llegara el domingo.
Resultó que de todas mis sugerencias sólo una resultó acertada y ciertamente a causa de un error mío al escribirla. El premio de los doce resultados de la quiniela fue a parar aquella semana a un ama de casa de Jerusalén. Uri me había hecho perder una bonita suma de dinero.
—Eso ya era de esperar —dijeron mis amigos—. Las personas que entienden algo de fútbol no pueden ganar a las quinielas. Las quinielas son para gente que no tiene ni idea de fútbol. El tonto es el que está de suerte.
Poco a poco fui aprendiendo unos cuantos sistemas comprobados, por ejemplo, el llamado «test de la población», según el cual está siempre en desventaja el equipo de aquella ciudad que cuenta mayor número de habitantes. Por consiguiente, pierde con mayor probabilidad Tel Aviv contra Haifa, Haifa contra Tiberías, Tiberías contra Caesarea y Caesarea contra Kfar Mordechai. Hay, además, el «sistema ventaja del campo propio», que siempre repercute en contra del equipo visitante, prescindiendo del número de habitantes. Pero el método mejor es el de no entender nada de fútbol. O sea, que los quinielistas especialmente afortunados se aseguran los servicios de un ignorante garantizado, como, por ejemplo, un niño de tres años, una vieja solterona, un político israelí, y de este modo, aciertan regularmente once resultados o, por lo menos, diez.
La desesperación se adueñó de mí. Tan sólo unas pocas semanas antes, yo era en cuestiones de fútbol un idiota completo y así habría podido acumular ganancia tras ganancia. Pero después de la decepción que tuve con Uri, había asimilado los conocimientos técnicos que se suponen necesarios, y ahora me resultaban funestos a la hora de elegir entre el «1», el «2» y la «X». Estaba pagando un alto precio por la pérdida de mi inocencia.
—Tenemos que encontrar un perfecto cretino —me dijo la mejor de todas las esposas.
Nuestra búsqueda resultó infructuosa. En toda la vecindad todos los talentos que pudieran encontrarse estaban ya comprometidos (los Zwiglitzer ser servían incluso de una vieja beduina del Negev). Además, la situación se veía agravada por el hecho de que incluso los auxiliares de quinielas más inocentes, al cabo de un tiempo, cuando habían estado lo suficiente ocupados con las sugerencias, acababan perdiendo también su inocencia.
Esta triste experiencia la hicimos asimismo con nuestro hijo Amir.
La idea de utilizarlo para rellenar el boleto se nos había ocurrido al enterarnos de que un niño de ocho años, en el
kibbutz
de Chefzi-bah, había acertado doce resultados y ganado con ello más de 30.000 libras. El día siguiente, sentamos a nuestro Amirín en el orinal y yo empecé a leerle en voz alta la lista de los partidos de fútbol:
—¿Qué te gusta más, precioso, Samson-Beth Alfa o bien Honda de David-Eilat?
—¡Eli!
Con esto sólo podía referirse a Eilat.
—¿Ballena Askalon-Kabbala-Safed?
—¡Balabala!
Estaba perfectamente claro. Más aún, era casi del todo correcto. Aquella semana ganamos con la ayuda de Amir 172 libras por un boleto de diez resultados, y la siguiente 416 por uno de once. Sin embargo, la tercera semana, nuestro oráculo nos sorprendió con esta pregunta:
—Papá, Makkabi-Jaffa ganará el campeonato, ¿verdad?
Se acabó. Amir se había convertido en un especialista. Probablemente lo habían echado a perder en el jardín de infancia.
—Ni siquiera puede uno confiar en su propio hijo, hoy en día —me lamenté—. ¿Qué vamos a hacer ahora, mujer?
La mejor de todas las esposas se concentró unos instantes. Su mirada recayó en
Pinkas
, el perro guardián de la casa vecina, que estaba tumbado tomando el sol delante de su casita.