Mi familia al derecho y al revés (3 page)

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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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El primer choque algo más serio con Latifa lo tuvimos con ocasión del espejo veneciano. Nos disponíamos a efectuar algunos cambios de arquitectura interior en nuestra vivienda. Mientras trasladábamos con cuidado los muebles de un lado para otro, mi mujer encargó a Latifa que colgase el mencionado espejo en el rincón de la habitación. (Mi suegro había comprado en Viena aquel objeto carente de forma, porque el vendedor, timándolo, le había asegurado que en Israel podría obtener a cambio de aquel objeto de valor todo un rebaño de ovejas).

—¿El espejo en el rincón? —refunfuñó Latifa—. ¿Se ha sabido alguna vez de alguien que colgase voluntariamente un espejo en el rincón de la habitación? Cualquier chiquillo podrá decirle que un espejo en el rincón trae una horrible desgracia a toda la casa.

Y con una vivacidad insólita en ella, nos habló de una de sus vecinas que, a pesar de todas las advertencias, había colgado un espejo en el rincón de la habitación. ¿Qué sucedió? Una semana después, su marido ganó diez mil libras en la lotería, de la alegría tuvo un ataque de apoplejía y murió.

Nos quedamos profundamente afectados. Y como no queríamos exponernos a tal desgracia, vendimos enseguida el espejo por veinte piastras a un trapero al que, para persuadirle mejor, le dimos también unos esquíes con las botas correspondientes. Tres días después se produjo otra crisis al pedirle a Latifa que limpiase el techo.

—Perdonen ustedes —dijo Latifa—, pero, ¿creen en serio que yo voy a subirme a una escalera mientras el niño esté en la casa? Sólo necesita arrastrarse una vez por debajo de la escalera para quedar un enano toda su vida. Entonces podrán venderlo a un circo.

—Vamos, vamos —dijo mi mujer en tono apaciguador.

Yo me adherí a sus palabras y dije también en tono apaciguador.

—Vamos, vamos.

—¿Vamos, vamos? ¿Qué quieren decir con eso? El ebanista que vive en nuestra casa tiene un hijo que ahora cuenta quince años de edad y sólo mide medio metro de estatura, porque cuando era pequeño no hacía más que pasar arrastrándose por debajo de las escaleras. Si ustedes se empeñan con todas sus fuerzas en hacer un enano de su hijo, yo no puedo impedírselo. Pero no quisiera cooperar con ello.

A continuación, vino el asunto de los vidrios de las ventanas, Latifa explicó que sólo a un demente podía ocurrírsele mandar limpiar los cristales en viernes, sabiendo, como lo sabe todo el mundo, que enseguida se declara un incendio. En vano nos esforzamos para inducir a Latifa a obrar, por lo menos una vez, contra aquellas absurdas reglas de su vida. Ella no dio su brazo a torcer. Dijo que si encontrábamos en varias leguas a la redonda una sola mujer de mentalidad normal que estuviese dispuesta a limpiar las ventanas en viernes, ella renunciaría a cobrar su sueldo durante los próximos tres meses.

Tuvimos que ceder, nos dirigimos hacia la ventana y miramos desesperados al exterior. ¿Qué fue lo que vimos? En la casa del droguero, frente a la nuestra, la criada estaba ocupada precisamente en limpiar los vidrios de las ventanas.

—¡Es una granuja! —exclamó indignada Latifa—. ¡Hasta ayer no concertó un seguro contra incendios!

El jueves por la tarde pedimos a Latifa que quitase las cortinas. Se tambaleó, como herida por un rayo, y apenas pudo decir con un hilo de voz:

—¿Qué? ¿Quitar las cortinas? ¿En el mes de Kislew? ¿Es que se han vuelto locos? ¿Para que el pequeño Rafi se ponga enfermo?

Esta vez estábamos decididos a no ceder. Informamos a Latifa sin rodeos de que no la creíamos y que, además, en la casa de la esquina vivía un médico. Latifa repitió que una acción tan criminal como quitar unas cortinas en el mes de Kislew era algo que no podía conciliarse con su conciencia. Entonces le dijimos que asumíamos la plena responsabilidad de todas las consecuencias que pudieran derivarse de ello.

—Está bien —dijo Latifa—. ¿Pueden dármelo por escrito?

Me senté a la mesa escritorio y redacté una declaración jurada de que la señora Latifa Kudurudi nos había advertido de la posibilidad de que nuestro hijito enfermara en el caso de que quitásemos unas cortinas, pero que, a pesar de ello, la habíamos obligado a quitar las susodichas cortinas bajo nuestra responsabilidad.

Latifa quitó las cortinas.

Por la tarde, el pequeño Rafi se quejó de dolor de cabeza. Por la noche, tenía fiebre. La mañana siguiente, el termómetro indicaba cuarenta grados. Latifa nos miró con aire de reproche y se encogió de hombros. Mi mujer corrió en busca del doctor, el cual diagnosticó que Rafi tenía gripe.

—Pero, ¿cómo es eso posible? —dijo mi mujer sollozando—. Con tanto como le vigilamos. ¿Por qué de pronto tiene gripe?

—¿Por qué? —salió la voz de Latifa del fondo de la habitación—. ¡Yo voy a decirle a usted por qué! Porque tuve que quitar las cortinas.

—¿Qué? —dijo el doctor volviéndose a la criada—. ¿Qué dice usted?

—Sí, señor —dijo Latifa—. Las cortinas. ¿Acaso alguna persona sensata ha quitado las cortinas en el mes de Kislew, habiendo en la casa un niño pequeño?

—La chica tiene toda la razón —dijo el médico—. ¿Cómo pueden ustedes quitar las cortinas con un tiempo tan desabrido y con tanta humedad? No es de extrañar que el pequeño se haya resfriado. Tengo que decirles que su comportamiento me sorprende…

Latifa se acercó en silencio al médico, le mostró el documento que yo le había extendido y volvió igualmente en silencio a la cocina.

A partir de entonces, nos regimos sin chistar por las decisiones de Latifa. Por lo que hemos podido comprobar hasta ahora, no se puede lavar ropa en domingo, porque, de lo contrario, se produce una inundación, y bruñir los pomos de las puertas antes de que empiece la primavera tiene invariablemente como consecuencia una plaga de serpientes.

Por lo demás, Latifa explicó que no podía efectuarse la limpieza en la vivienda por espacio de veintisiete días, si es que Rafi había de recobrar la salud. La mañana siguiente, entró en la habitación, acomodóse en la silla poltrona y pidió los periódicos.

La mala economía de nuestra casa va adquiriendo proporciones catastróficas. Pero debo admitir que Rafi ya no tose.

AÑO NUEVO, VIDA NUEVA

—¡
E
PHRAÍM! —llamó desde la habitación contigua la mejor de todas las esposas—. ¡Pronto estaré lista!

Eran las ocho y media de la tarde del 31 de diciembre. Desde que había oscurecido, mi mujer se hallaba sentada frente al gran espejo de su dormitorio arreglándose para la fiesta de San Silvestre que nuestro amigo Tibí había organizado en honor del calendario gregoriano. El 31 de diciembre empieza a oscurecer poco después de las tres de la tarde. Pero ahora, mi mujer pronto estaría lista. «Ya sería hora —dije yo— porque le prometimos a Tibí que estaríamos en su casa, a más tardar, a las diez.

Un anfitrión siempre cuenta con un cuarto de hora de retraso, replicó la mejor de todas las esposas, y otro cuarto de hora no haría daño alguno. Dijo que las fiestas, sobre todo la de San Silvestre, siempre resultan aburridas al principio. El ambiente se va formando luego, poco a poco. Y además, tal era la conclusión a que había llegado, aún no sabía qué vestido había de ponerse. Todo eran viejos harapos.

—No tengo nada que ponerme —dijo la mejor de las esposas.

Lo dice en cualquier ocasión, independientemente de cuándo y para qué salimos de casa. Sin embargo, casi no puede cerrar con llave su armario, tan repleto de ropa lo tiene que parece que va a reventar. No obstante, el hecho de que observaciones como la que acabamos de citar formen parte del vocabulario cotidiano, tiene otra razón. Ella quiere darme a entender que no cumplo con mis obligaciones de mantener la casa, que gano poco dinero, que soy una medianía. Yo, por mi parte, lo reconozco, no entiendo manda de vestidos de mujer. Los encuentro horrorosos, todos sin excepción. A pesar de ello, mi mujer me endosa siempre la decisión de lo que debe ponerse.

—Podría ponerme el negro liso —reflexionó esta vez—. O el azul, muy cerrado por arriba.

—Sí —dije yo.

—¿Dices que sí? ¿A cuál te refieres?

—Al muy cerrado por arriba.

—Pero no hace para una fiesta de San Silvestre. Y el negro es demasiado solemne. ¿Qué te parece la blusa blanca de seda?

—No está mal.

—¿Pero no resulta demasiado deportivo, una blusa?

—¿Deportivo una blusa? ¡Qué va!

Corrí hacia ella para ayudarla a cerrar la cremallera y prevenir un nuevo cambio de parecer. Mientras ella pasaba revista a las medias que podía ponerse, yo me retiré al cuarto de baño y me afeité.

Parece constituir una ley elemental el hecho de que las medias que una mujer podría ponerse para determinada ocasión nunca se presentan por pares, sino siempre en forma singular. También aquí y ahora. De las medias que habrían hecho juego con la blusa, sólo había una, y la blusa no hacía juego con el único par de medias que había completo. Como consecuencia de ello, hubo que renunciar a la blusa. Comenzó de nuevo la búsqueda entre los viejos trapos.

—Ya son más de las diez —me aventuré a observar—. Llegaremos tarde.

—No importa. Así te perderás algunos de los chistes malos que siempre cuenta tu amigo Stockler.

Yo ya estaba preparado para salir, pero mi mujer aún no había resuelto la cuestión de si «nácar o plata». De dos géneros de medias había ya sendos pares completos y esto aún hacía más difícil la elección. Quizás aún no se habría efectuado cuando diesen las once.

Me dejé caer en un sofá y me puse a leer los periódicos del día. Mi mujer buscaba entretanto un cinturón que hiciese juego con las medias que había elegido. Lo encontró ciertamente, pero no encontraba, en cambio, ningún bolso que armonizase con el cinturón.

Emigré hacia la mesa escritorio para escribir unas cartas y una historia corta. También flotaba ya en mi mente un tema para un ensayo algo más largo.

—¡Ya estoy! —resonó cerca de mí la voz de mi mujer—. ¡Ten la bondad de ayudarme con la cremallera!

A veces me he preguntado qué harían las mujeres si no tuviesen maridos para ayudarles con sus cremalleras. Probablemente no irían a ninguna fiesta de San Silvestre. Mi mujer tenía un ayudante de cremalleras y, a pesar de ello, tampoco iba. Se sentó ante el espejo, se engalanó con un elegante peinador de nylon y comenzó a trabajar en su maquillaje. Primero viene la capa líquida de fondo, después los polvos. Los ojos están aún vírgenes de tinta para las pestañas. Los ojos vagan de un lugar a otro en busca de unos zapatos que armonizasen con el bolso. El par de color beige se halla, desgraciadamente, en la zapatería, los negros con tacones altos son preciosos, pero no sirven para andar y los de tacón bajo son adecuados para andar, pero tienen el tacón bajo.

—¡Son las once! —digo yo, poniéndome de pie—. Si aún no estás lista, me voy yo solo.

—¡Ya voy, ya voy! ¿Por qué tanta prisa?

Me quedo de pie y miro cómo mi mujer se quita el peinador de nylon porque ahora ha decidido ponerse el vestido negro de cóctel. Pero, ¿dónde están las medias que hagan juego con él?

A las doce se me ocurre un ardid. Me dirijo con pasos perfectamente audibles hacia la puerta de la calle, hago resonar un saludo de despedida proferido en tono furioso, abro la puerta y la cierro con un golpe, aunque sin salir de la casa. Entonces, conteniendo la respiración, me arrimo a la pared y espero.

No pasa nada. Reina un absoluto silencio.

Ahora. Mi mujer se ha dado cuenta de la gravedad de la situación y se apresura. He conseguido hacerla entrar en razón. A veces, un marido tiene que hacerse valer.

Han transcurrido cinco minutos. En realidad, no es el sentido de la noche de San Silvestre lo que le hace a uno apretarse en silencio y sin moverse contra una pared.

—¡Ephraím, ven a cerrarme la cremallera!

Bueno, al menos se ha decidido ahora por la blusa de seda, pues en el vestido negro se había descosido una costura. También procede ahora a cambiarse las medias. Nácar o plata.

—¡Vamos, Ephraím, ayúdame un poco! ¿Qué me aconsejarías?

—Que nos quedásemos en casa y nos acostásemos —dije yo, y me quité el smoking y me eché en la cama.

—No seas ridículo. Dentro de diez minutos estoy lista, como máximo…

—Son las doce. El nuevo año ya ha empezado. Con sonido de órgano y toque de campanas. Buenas noches.

Apagué la lámpara de la cama y me dormí. Lo último que había visto todavía en el año viejo era mi mujer, que ante el espejo se pintaba las pestañas, con el peinador de nylon sobre los hombros. Yo odiaba aquel peinador como jamás un peinador ha sido odiado. Su visión me persiguió hasta el sueño. Soñé que yo era Charles Laughton, que en paz descanse, y ciertamente en el papel de Enrique VIII. Ya recuerdan ustedes, hizo decapitar a seis mujeres. Una después de otra fueron conducidas al cadalso en medio del júbilo de la multitud, una después de otra pidieron como última merced el poder justificarse una vez más con el peinador sobre los hombros…

Tras un sueño profundo y reparador, desperté el año siguiente. La mejor esposa de todas estaba sentada ante el espejo, con un vestido azul muy cerrado por arriba y se estaba pintando de negro los párpados. Me sobrevino entonces una gran debilidad interior.

—¿Te das cuenta, muchacho —sentí que me susurraba el subconsciente—, de que tienes una loca por mujer?

Miré el reloj. Iba a dar la una y media. Mi subconsciente tenía razón: estaba casado con una chiflada. Ya estaba dudando de mi propia conciencia de las acciones. Me sentía como el condenado de
A puerta cerrada
, de Sartre. Estaba condenado al infierno, estaba encerrado en un pequeño cuarto con una mujer que se vestía y desvestía y vestía y desvestía siempre, eternamente…

Me da miedo. Sí, tengo miedo. Ahora ella ha empezado a cambiar una infinidad de objetos del gran bolso negro al pequeño bolso negro y luego viceversa. Casi está vestida, también está casi peinada del todo, y todavía se pregunta si se dejará o no despejada la frente. La decisión es tomada a favor de unas guedejas que se distribuyen graciosamente. Así, después de una larga reflexión, se disipan las dudas de que, sin embargo, una frente despejada hace mejor efecto.

—¡Ya estoy lista, Ephraím! Ya podemos irnos.

—Pero, ¿tiene eso aún algún sentido, querida? ¿A las dos de la madrugada?

—No te preocupes. Todavía quedarán bastantes de aquellas pequeñas salchichas delgadas como palillos y duras como una piedra…

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