Mi familia al derecho y al revés (14 page)

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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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En el centro de nuestro comedor hay una mesa maravillosa, moderna, importada de Dinamarca, el país de los muebles de mejor gusto. Mi mujer dio a esta mesa un ligero puntapié, con lo cual dio a entender la aversión que sentía por ella.

—Es horrible —dijo—. Es de un mal gusto insuperable. No tiene comparación con los muebles antiguos como los que tienen las personas cultivadas. Ahora se compran muebles antiguos.

—Mujer —le dije yo—, ¿qué te sucede? ¿Qué es lo que te falta en nuestra casa?

—Ambiente —dijo ella.

El día siguiente, se fue con Chassia y trajo un asiento bajo que en vez de una superficie para sentarse ofrecía una especie de antiasiento hecho de finos cordeles. Era, según Chassia, una «pieza original del país» y una compra de ocasión. A pesar de ello, yo quise saber para qué servía.

—Para fines de decoración —me instruyó mi esposa—. Quiero hacer de él una mesa tocador.

Aquella compra de ocasión la debía a Wexler. En nuestro país hay un total de tres anticuarios con conocimientos técnicos: Wexler y Joseph Azizao y en Jaffa el joven Bendori que al mismo tiempo es un restaurador técnico, es decir, que transforma muebles nuevos en muebles antiguos. Estos tres grandes reinan férrea e inflexiblemente sobre las veintiocho, aproximadamente, piezas auténticas que en Israel van de mano en mano y de anticuario en anticuario. Porque Israel no es sólo un país muy joven, sino también un país muy pobre, y con respecto a muebles de estilo antiguos es probablemente el país más pobre del mundo. Ni los barcos de inmigrantes ilegales ni cualesquiera alfombras voladoras han traído al país grandes existencias de Luises Catorces, y no digamos nada de Luises Dieciseises. Cuando alguna vez aparece un trocito de barroco o un rinconcito de imperio, al cabo de cinco minutos lo saben todos los profesionales. Pensemos tan sólo en la famosa caja florentina de costura de Kirjat Bialik.

—Todas mis amigas quieren tener el costurero —susurró mi mujer y sus ojos fulguraban—. Pero los dueños piden por él 1200 libras. Los comerciantes lo encuentran demasiado caro. Y esperan.

—¿Y las amigas?

—Ignoran las señas de los dueños.

Aquí reside el secreto del comercio de antigüedades: en las señas. Si uno tiene unas señas, tiene entonces también antigüedades. Sin señas, no hay nada que hacer. Un anticuario de pura sangre antes se dejará matar que permitir que en sus labios aparezca siquiera la insinuación de unas señas.

Así, por ejemplo, jamás conoceremos el nombre del dueño originario de aquel reloj de pared napolitano (1873) que al mismo tiempo indica las posiciones de la luna. Sin embargo, durante la última mitad del siglo sólo sigue indicando los eclipses de luna, porque una parte del engranaje se oxidó y no pudo ser sustituida, de modo que toda aquella maravilla ya no sirve para nada, excepto quizá para mesa tocador. Sea lo que fuere, las amigas de mi mujer desean poseer aquella pieza. Chassia, por su parte, prefiere la jaula dorada (1900). Esta compra de ocasión nos la proporcionó a escondidas Bendori, el acreditado restaurador que hace cosas viejas de cosas nuevas. Lo adquirió de un inmigrante procedente de Kenya, el cual se lo había vendido primeramente a Azizao, a través de Wexler. Azizao procuró también a mi mujer una pata de mesa Windsor original. Muy grande, muy gruesa, con bellas incrustaciones, daba gozo de ver, y además muy pesada.

—¿Para qué quieres esa pieza única de repuesto? —le pregunté a mi mujer cuando se hubieron ido los dos embaladores de muebles.

Su respuesta resultó ser vaga. Dijo que esperaba que Azizao le procurara todavía algunas otras patas de mesa parecidas, y cuando hubiese reunido un número suficiente de ellas, quizá podría pensar en la confección de una mesa.

En todo caso, ahora nuestra casa está llena de ambiente. Apenas se puede dar un paso sin tropezar con algo rococó o con algo renacimiento. Los visitantes dejan nuestra casa en buen estado de barnizado. De vez en cuando suena el teléfono, y cuando yo digo: «¡Diga!», en el otro extremo cuelgan sin decir nada. Ya lo sé: es Wexler. Y de vez en cuando, la mejor de todas las esposas habla en sueños. Lo que dice suena así como «Kirjat Bialik» y «costurero».

La gota que hizo rebosar el vaso fue un secreter de estilo Biedermeier. Por aquel entonces ya se había producido en mí una grave alergia a subir escaleras. Cada vez que oía pasos en la escalera, me entraba un sudor frio. Esta vez fueron unos pasos especialmente pesados que subían con dificultad la escalera. La mesilla de noche que transportaban pesaría por lo menos media tonelada. También llegaba el catre de tijera del mariscal Hindenburg (1917).

—Yo no soy ningún mariscal —rugí yo—. ¿Y para qué has comprado la mesilla de noche?

—Para ponerla junto a mi cama.

—Ya. ¿Y qué es lo que habrá junto a
mi
cama?

La mejor de todas las esposas compra sólo piezas individuales. Una silla, un candelero, una mesa de noche. Como si no tuviésemos dos camas y ahora incluso el catre de tijera de Hindenburg.

—Está bien, está bien —dije yo tratando de consolarme—. Tendré que buscar los correspondientes objetos que hagan juego.

La mañana siguiente fui a ver a Wexler. Mi decisión era firme. Wexler se ocupaba en aquel momento de una especie de decoración de interiores. Cogía al azar objetos antiguos y los mezclaba. Esta confusa mescolanza era considerada como distintivo de una tienda de antigüedades eficiente. Cuanto más cosas se mezclan tanto mayor es la probabilidad de que alguien tenga que buscar durante mucho tiempo para encontrar algo y tanto mayor es la alegría del que ha encontrado alguna cosa. Tratándose de clientes femeninos, por supuesto.

Le dije a Wexler que no se molestase y miré a mi alrededor dentro de su habitación abovedada privada. En una de las paredes pendía un mapa de Israel en el que había clavadas unas diez banderitas de papel de diversos colores. Las banderitas ostentaban inscripciones como «taburete Renacimiento», «tapiz español» (1602) y (naturalmente, en las proximidades de Haifa), «costurero florentino». Al norte de Tel Aviv estaba clavada una bandera negra: «Recién instalado. Secreter Biedermeier, Luis XIV. —Jaula, catre de tijera».

La sangre se me heló en las venas. Era nuestra propia casa.

Me presenté con el nombre de Zwi Weisberger. Wexler me lanzó una breve mirada, hojeó un poco en un álbum de fotografías y preguntó con una sonrisa maliciosa:

—¿Cómo está su pata de mesa Windsor, señor Kishon?

A Wexler no se le puede engañar. Wexler lo sabe todo.

—¿Y cómo está su distinguida esposa? —preguntó luego cortésmente.

—Señor Wexler —dije yo—, ella está muy bien. Pero jamás debe saber que yo he venido a verle. ¿Espera usted su visita?

En un teletipo que había en un rincón de la tienda iba apareciendo una noticia:

Madame Recamier acaba de llegar hace diez minutos a casa de Azizao. Anda detrás de arpa barroca. Stop
.

Wexler destruyó la cinta y estableció su pronóstico:

Probablemente irá luego a visitar a Bendori, porque éste tiene las señas de un propietario de un arpa barroca. Esto nos da aproximadamente una media hora todavía… ¿Qué desea usted?

—Señor Wexler —le dije—, yo vendo.

—Perfectamente. No tiene sentido aferrarse meses y meses a las antigüedades. Es de esperar que aún no se lo haya dicho a nadie.

—Únicamente a usted. Pero, por favor, envíeme su comprador cuando mi mujer no esté en casa.

—¿Un comprador a una dirección? ¡Eso sería un suicidio! Incluso hemos llegado a convenir en vendarles los ojos. Es muy poco seguro. Deje usted de mi cuenta el transporte de sus cosas.

El teléfono rojo que estaba encima de la mesa escritorio de Wexler dio una curiosa señal. Wexler levantó el auricular, escuchó unos segundos y colgó. Luego se acercó al mapa y cambió de lugar la banderita con la inscripción «Arpa barroca», clavándola en Tel Aviv norte. Madame Recamier acababa de comprar el arpa…

La organización funcionaba estupendamente. Wexler informó a Bendori de la inminente liquidación de las direcciones. Bendori transmitió enseguida la noticia a Azizao, el cual había efectuado la captura de un nuevo cliente bajo la figura de la esposa, deficiente mental, de un millonario de Sudamérica. A las 12 en punto del mediodía, la mejor de todas las esposas inició su diario paseo de inspección, y a las doce y media hicieron su aparición tres embaladores de muebles, mudos como peces, los cuales, mediante una señal convenida, se identificaron como enviados de Wexler y precedieron a transportar a Jaffa, a la casa de Bendori, los muebles de nuestra vivienda. A la una en punto, yo me encontraba solo en la vivienda evacuada. Me acomodé en un sofá-cama (1962) que no se habían llevado y me puse a tararear una alegre cancioncita. Una hora más tarde, aproximadamente, volví a oír por la escalera aquellos fatídicos pasos. Me precipité hacia la puerta. Santo cielo, ahí estaban de nuevo todos los trastos: el sillón de escalera de cuerda, la pata de mesa Windsor, el Hindenburg y el arpa.

—¡Cariño! —resonó detrás de los trastos la voz jadeante de mi esposa—. ¡He tenido una suerte fantástica! Figúrate que he encontrado el segundo secreter y… y…

Al llegar a este punto, rompió en sollozos incontenibles. Acababa de darse cuenta de que el piso estaba vacío.

—¡Granujas! —sollozaba—. ¡Hipócritas estafadores! Azizao me dijo que se trataba de las señas de una esposa loca de un millonario sudamericano…y yo… y ahora… Todos mis ahorros se han ido al diablo… ¡Oh, granujas!

Era curioso, en verdad. Yo ya sabía que las mismas antigüedades circulaban entre los mismos compradores, pero que mi propia mujer hubiese de comprar los muebles de su marido… En un gesto consolador puse mi brazo alrededor de la que sollozaba sin cesar.

—Cálmate, cariño. Ahora mismo nos vamos a Kirjat Bialik a comprar el costurero florentino…

El modo como descubrimos la dirección, no es para referirlo aquí. Durante años seguirá siendo objeto de violentos debates en los círculos de los comerciantes de antigüedades. Chassia nos contó que Wexler sospechaba que mi mujer se escondió una noche en un armario imperio de su casa, desde el cual escuchó una conversación que él tenía con uno de sus socios acerca del costurero.

Aquella pieza escogida contribuye ahora al ambiente de nuestro hogar, de momento, sólo en la baja función de mesita tocador. Y hoy figuramos entre los principales especialistas en antigüedades del país. Todas las pantallas de radar y los teletipos están enfocados hacia nosotros. Ayer vino Azizao a ponerse de rodillas delante de mí y a suplicarme que le vendiese algo para poder recuperar su fama de especialista en antigüedades. Yo le señalé el camino de la puerta. El costurero no sale de nuestra casa. Esta obra maravillosa del arte de la ebanistería florentina ha desplazado en nuestro favor todas las relaciones de poder en el mundo de los anticuarios. Nueve del total de veintiocho piezas auténticas del país se encuentran en nuestro poder. Nuestra negativa a vender algo ha paralizado el mercado. Wexler y Azizao se encuentran al borde de la ruina. Únicamente nos hace un poco la competencia el joven Bendori, el acreditado restaurador y artista que convierte en viejo lo nuevo.

EL NIÑO PRODIGIO

M
E gusta sentarme en los bancos de un parque, pero sólo en invierno. Porque, dado que durante los meses fríos sólo un chiflado iría a sentarse al aire libre, puedo resolver con toda tranquilidad mis ejercicios de palabras cruzadas y quizá ganarme con ello un valioso libro como premio sin que nadie me moleste. Así, también ayer volví a sentarme en mi banco bajo el sol de diciembre y comprobé con satisfacción que no me amenazaba ninguna conversación.

En el momento en que me disponía a escribir la palabra correspondiente al 7 izquierda vertical, se me acercó por la derecha horizontalmente una figura pequeña e incolora, del sexo masculino, que se detuvo un instante, se volvió hacia mí y me preguntó:

—¿Está ocupado?

Mi «no» fue breve y todo menos que invitador pero ello no impidió al aguafiestas sentarse en el otro extremo del banco. Yo me enfrasqué en mis problemas verticales y horizontales, y con el entrecejo fruncido intentaba indicar que no deseaba que se me molestase en mi importante trabajo y que nadie me preguntase si iba a menudo a ese parque, si estaba casado, cuánto ganaba al mes y qué opinaba de nuestro gobierno.

El hombre que estaba a mi lado pareció olfatear mis tendencias aislacionistas. Se saltó los floreos retóricos preliminares y fue directamente al grano. Con un solo movimiento evidentemente rutinario de su mano, me puso debajo de la nariz media docena de fotos de tamaño de tarjeta postal en las que aparecía un muchacho:

—Eytan cumplirá seis años pasado mañana —comentó como texto que acompañaba a las fotografías.

Por mero cumplido fui pasando las seis imágenes, sonreí suavemente ante aquella en que Eytan sacaba la lengua y devolví la exposición móvil a su dueño. Entonces volví a sumirme en mis palabras cruzadas. Pero en cada una de las fibras de mi sistema nervioso, percibía que no podría eludir al destino. Y así fue.

—Como usted quiera —dijo el hombre, y llamó, a través del embudo que formó con la mano, al muchachito que estaba jugando a cierta distancia de nosotros—. Eytan, ven enseguida. Este caballero desea hablar contigo.

Eytan acudió de mala gana y se quedó de pie delante del banco, con las manos en los bolsillos del pantalón. Su padre le miraba con ligero aire de reproche:

—¿Y bien? ¿Qué dicen los niños, cuando conocen a un caballero desconocido?

Eytan, sin dignarse a mirarme, respondió:

—Tengo hambre.

—El niño no miente —dijo el padre volviéndose hacia mí—. Cuando Eytan dice que tiene hambre, puede usted estar seguro.

Yo le pregunté al orgulloso progenitor por qué me había mostrado las fotos, encontrándose allí presente el modelo en carne y hueso.

—Las fotos son más parecidas —fue la respuesta paterna—. Eytan ha adelgazado un poco últimamente.

Yo refunfuñé algo ininteligible y me dispuse a abandonar el banco y, como medida de seguridad, incluso el parque. Mi vecino ahogó en germen mi intención.

—Eytan tiene un talento fantástico para las matemáticas —me dijo por la comisura de la boca, detrás de la mano puesta como pantalla, para que Eytan no oyera lo que me decía ni pudiera imaginárselo—. No hace más que unos meses que va a la escuela, pero el maestro lo considera ya como un niño prodigio… Eytan, dile un número a este señor.

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