Mi familia al derecho y al revés (13 page)

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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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También a mí me parecía que en el ruido había algo sospechoso. Para no aumentar el nerviosismo de mi mujer, permanecía callado y me puse a rezar mentalmente.

El avión despegó. Tardó mucho rato, un tiempo inquietantemente largo, en ganar altura.

¿Qué sería, Dios mío?

—¡Ya lo tengo! —exclamó de pronto mi mujer—. ¡El chicle! ¡Nos hemos olvidado el chicle!

Sentí un espanto indecible. Intenté consolar a mi mujer, que estaba desesperada.

—Quizá —logré al fin balbucear—, quizás Amir ya no se acuerde…

Pero ni yo mismo lo creía.

Durante el breve aterrizaje intermedio en Atenas, corrimos de kiosco en kiosco para comprar chicle. No había. Lo más parecido al chicle que nos ofrecieron era una jirafa de trapo de dos metros de altura. Nos la quedamos y también una reproducción en plástico y en miniatura de la Acrópolis, una muñeca con una falda escocesa griega y una pintura al óleo de la Virgen con el Niño.

Dos horas después aterrizamos en el aeropuerto de Tel Aviv.

Cuando divisamos de lejos a los dos niños que nos miraban llenos de expectación desde detrás de la barrera, nuestros corazones empezaron a palpitar violentamente. Con Rafi no habría dificultades, ya era ahora suficientemente mayor, era una criatura razonable, y además, como medida de seguridad, le habíamos comprado un helicóptero de chocolate y una escopeta de aire comprimido, sin hablar del tren eléctrico y el abrigo de invierno (que, en realidad, no contaba); la mesa de billar y la gasolinera vendrían luego. No, por Rafi no teníamos que preocuparnos. Pero, ¿qué ocurriría con Amir?

Lo levantamos, lo acariciamos y volvimos a depositarlo con cuidado en el suelo. Y mientras su madre le acariciaba solícita los rizos, su padre le preguntó:

—¿Qué te parece, hemos traído la jirafa de trapo, sí o no?

Amir no respondió. Primero miró la jirafa y después a sus padres con la misma mirada vacía como si hubiésemos quedado completamente borrados de su memoria. Para un niño pequeño, tres semanas es mucho tiempo. Quizá no nos reconocía. Y de personas a las que no se conoce, difícilmente se esperará que le traigan a uno chicle con rayas.

En el automóvil se hallaba sentado en silencio sobre las rodillas de su abuela, mirando fijamente al frente. Sólo cuando se vio a lo lejos la ciudad de Tel Aviv, sus ojos tuvieron un brillo que indicaba que el niño pertenecía a la familia.

—¿Dónde está el chicle? —preguntó.

Yo no dije nada. También la mejor de todas las esposas se limitó a exhalar un suspiro inarticulado que sólo, poco a poco, fue asumiendo la forma de palabras únicamente coherentes a medias.

—El tío médico… ¿sabes, Amirín…? El tío médico dice que el chicle es malo para la barriguita… no es sano, ¿sabes?

La respuesta de Amir no se hizo esperar:

—¡El tío médico es un tonto! ¡El tío médico es asqueroso! Papá y mamá malos. Amir quiere chicle. Chicle con rayas.

La abuelita intervino:

—¿De verdad no le habéis traído chicle?

Estas palabras hicieron que Amir protestara aún con mayor vehemencia. En estos momentos no es tan lindo como de costumbre. La nariz se le pone roja como la púrpura y, además, ya son rojos sus cabellos.

Tampoco sirvieron de nada las medidas que tomamos cuando estuvimos en casa. Hicimos funcionar el tren eléctrico, globos de varios colores subieron hasta el techo, la mejor de todas las esposas tocó una trompeta romana, yo mismo di unas volteretas y me serví para ello del tambor griego. Amir me miraba inmóvil, hasta que yo dejé de hacer todas estas cosas.

—Vamos, Amir, hijo mío, ¿con qué vamos a alimentar a la jirafa? —le pregunté.

—Con chicle —respondió Amir, mi hijo—. Con chicle de rayas. Había que proceder de otro modo, había que decirle al niño la verdad, había que confesarle que nos habíamos olvidado del chicle, que sencillamente lo habíamos olvidado.

—Papá tuvo mucho que hacer en este viaje, Amir, y no tuvo tiempo para comprar chicle —comencé a decir.

La cara de Amir se puso azul, y tampoco esto es bonito. Una cara azul debajo de unos cabellos rojos. Volví un poco la cabeza hacia un lado:

—Pero el rey de Suiza me dio para ti cinco kilos de chicle. Están en el sótano. Chicle a rayas para Amir dentro de una caja de rayas. Pero no debes bajar al sótano, ¿oyes? Si no, vendrán los cocodrilos y te comerán. Los cocodrilos se pirran por el chicle. Si se enteran de que en el sótano hay tanto chicle para Amir, vendrán enseguida volando (los cocodrilos modernos tienen hélices, ¿sabes?) y ocuparán primero el sótano, luego entrarán en el cuarto de los niños y tratarán de comerte, Amir, y abrirán todos los cajones buscando chicles por todas partes. ¿Tú quieres que vengan los cocodrilos a casa?

—¡Sí! —gritó Amir—. Cocodrilos a rayas. ¿Dónde están los cocodrilos, dónde?

En medio de mi fracaso al intentar mi maniobra de desvío pedagógica, llegó la mejor de todas las esposas de la casa vecina, donde había estado pidiendo en vano que le dieran chicle. Y las tiendas estaban ya cerradas. Un daño irreparable amenazaba la vida psíquica de nuestro pobre hijito. Le habíamos arrebatado su don más preciado: la confianza en su propia carne y en su sangre. De este material se hacen las tragedias. Padre e hijo viven uno al lado del otro durante siglos y no logran entrar en mutuo contacto.

—¡Chicle! —rugió Amir—. ¡Yo quiero chicle a rayas!

La abuelita va a despertar al dueño de la tienda vecina, pero en la tienda vecina no hay chicle a rayas, sino sólo chicle de lo más corriente. Yo desaparezco con el chicle normal a la cocina y me pongo a pintarle rayas con colores de acuarela. La mejor de todas las esposas me advierte gritando de cuán peligroso es esto. Rafi ha descubierto el tambor griego y se sirve de él sin parar. Los colores de acuarela no aguantan y se desprenden del chicle. En la habitación contigua hace explosión ruidosamente un globo. La abuelita llama por teléfono al doctor. Amir aparece con los ojos hinchados en la cara azul bajo los cabellos rojos y grita:

—¡Papá prometió chicle a Amir! ¡Chicle a rayas!

Ahora ya no aguanto más. No sé qué me ocurre de repente, pero en el instante siguiente me veo arrojando contra la pared la caja con los colores de acuarela y de mi garganta sale un terrible rugido:

—¡No tengo chicle! ¡Y tampoco lo tendré! ¡Al diablo con las malditas rayas! ¡Di una palabra más, criatura infame, y voy a romperte todos los huesos del cuerpo! ¡Fuera de aquí, antes de que pierda los estribos!

La abuelita y su hija se desmayan. También yo me siento próximo al colapso. ¿Qué me ha sucedido? Nunca en mi vida había levantado la voz contra mi hijo. ¿Y precisamente ahora, precisamente cuando acabamos de regresar de un viaje y le hemos ocasionado la más terrible decepción de su vida, precisamente ahora es cuando voy a arrojar por la borda mis principios acerca de la educación? ¿Podrá el pobrecito Amir superar alguna vez este shock?

Parece que sí.

Amir me ha cogido el chicle que yo tenía en la mano, se lo mete en la boca y comienza a mascarlo con fruición.

—¡Qué rico! Buen chicle. Rayas…

Amir es una criatura realmente linda, con su cara sonrosada bajo los cabellos de color rubio oscuro.

LA PRUEBA DE FUERZA

S
I ustedes pasan casualmente por nuestra región y ven en la calle dos o más personas discutiendo acaloradamente, pueden apostar lo que quieran que están tratando el tema más importante, que es el siguiente: ¿Irá Amir Kishon al jardín de infancia o no?

La proporción del «no» es de 3:1.

Como término medio recibimos cada día diez llamadas telefónicas todas con esta pregunta:

—¿Se queda en casa?

Amir se queda en casa.

No siempre fue así. Cuando lo llevamos por primera vez al jardín de infancia, el niño parecía sentirse allí muy bien. Enseguida se hizo amigo de los otros pilluelos, jugaba alegremente con ellos, construía castillos de plástico y bailaba siguiendo la música de un acordeón. Pero a la mañana siguiente, reflexionó y dijo:

—¡Yo no quiero ir al jardín de infancia! ¡No quiero! ¡Papá, mamá, no me enviéis allá! ¡No, no y no!

Le preguntamos por los motivos de tan repentino cambio. El día anterior había estado allí muy contento. ¿Por qué de pronto ya no quería ir? ¿Qué había sucedido? Amir no quería discutir. Sencillamente no quería ir, se negaba a ir, estaba dispuesto a ir a cualquier parte, menos al jardín de infancia. Y como quiera que es muy ducho en el arte del lloriqueo, también esta vez se salió con la suya.

El matrimonio Selig nos reprendió por nuestra debilidad cuando quisimos defender a Amir, el cual, después de todo, era nuestro y no de los Selig. Tuvimos que habérnoslas con Erna Selig:

—Hacen ustedes muy mal —dijo—. No hay que ceder siempre a la voluntad de un niño pequeño. Hay que enfrentarlo a los hechos consumados. Cojan al niño de la mano, déjenlo en el jardín de infancia, y se acabó.

No pudimos por menos que admirar el valor de aquella persona tan enérgica. Finalmente encontrábamos a alguien que no se dejaba tiranizar por las criaturas. ¡Lástima que Erna Selig no tuviera hijos!

Con ayuda de ella, metimos a Amir en el coche y emprendimos un paseo que casualmente terminó ante la entrada del jardín de infancia. Amir comenzó enseguida a berrear con todos sus pulmones, pero esto no nos preocupaba. Nos marchamos de allí. Que berreara cuanto quisiera. Esto refuerza las cuerdas vocales.

Sin embargo, al cabo de un rato, quizá después de un minuto entero, reflexionamos. En nuestros corazones surgió la pregunta de si el niño continuaría llorando.

Volvimos al jardín de infancia. Amir se agarró a los barrotes de la verja, con el cuerpecito sacudido convulsivamente por los sollozos, de entre los cuales podían percibirse las palabras «papá» y «mamá».

La política de la fuerza había fracasado lamentablemente. La violencia engendra violencia, es un hecho de antiguo conocido. Una hora después, en toda la vecindad se sabía que Amir estaba en casa y no en el jardín de infancia.

Y luego, como ocurre siempre en la vida, se produjo un cambio. Pasábamos la velada en casa de los Birnbaum, un matrimonio muy agradable, de edad avanzada, ningún fenómeno extraordinario, pero muy simpático. En el curso de la conversación, tocamos el tema relativo a Amir y al problema del jardín de infancia y concluimos nuestra relación con estas palabras:

—En resumen, que no quiere ir.

—Naturalmente que no —dijo la señora Birnbaum, una señora muy culta y muy instruida—. Ustedes no deben imponerle su voluntad como si fuese un delfín amaestrado. De esta manera no se consigue nada de los niños pequeños. Tampoco nuestro Gabi quería al principio ir al jardín de infancia, pero a nosotros jamás se nos habría ocurrido la idea de obligarle. Si lo hubiésemos hecho, entonces de su aversión contra el jardín de infancia habría surgido luego una aversión contra la escuela y finalmente contra el aprender en general. Hay que tener paciencia. De acuerdo que esto tiene como consecuencia ciertas dificultades en la economía doméstica, cuesta también dinero y nervios, pero vale la pena hacer un esfuerzo por el equilibrio psíquico de un niño.

Mi mujer y yo estábamos amarillos de envidia.

—¿Y tiene éxito el sistema de ustedes?

—¡Vaya si lo tiene! Preguntamos a Gabi de vez en cuando, como de paso: «Gabi, ¿qué te parece si mañana vas al jardín de infancia?». Y esto es todo. Si dice que no, entonces es que no. Tarde o temprano comprenderá que lo único que queremos es su bien.

En aquel momento, Gabi asomó la cabeza por la puerta:

—Papá, llévame a la cama.

—Entra, Gabi —le pidió con amplia sonrisa el señor Birnbaum—. Y dales la mano a nuestros amigos. También ellos tienen un hijo pequeño. Se llama Amir.

—Sí —dijo Gabi—. Llévame a la cama.

—Enseguida.

—Inmediatamente.

—Antes tienes que ser un niño amable y saludar a nuestros invitados.

Gabi me dio la mano distraídamente. Era un muchacho guapo, alto y bien proporcionado, con un sorprendente parecido con Rock Hudson, aunque algo mayor.

—Ahora tienen ustedes que disculparnos —dijo el señor Birnbaum al salir de la habitación con su hijo.

—¡Gabi! —gritó la señora Birnbaum—. ¿Te gustaría ir mañana al jardín de infancia?

—No.

—Como tú quieras, querido. Buenas noches.

Nos quedamos solos con la madre.

—No me preocupa lo más mínimo que no quiera ir al jardín de infancia —dijo ella—. Después de todo, ya es demasiado mayor para ello. El año que viene será llamado para el servicio militar. ¿Qué haría entre los pequeñines?

Salimos un poco cohibidos de la casa de los Birnbaum. Con todo respeto hacia los métodos educativos de nuestros anfitriones, el resultado nos parecía un poco discutible.

Me quedé pensativo. Siempre este dichoso jardín de infancia. ¡Cuántas complicaciones ocasiona! ¡Como si la vida no fuese ya bastante difícil! ¿Dónde está, pues, escrito que tenga que haber jardines de infancia? ¿Acaso yo, cuando era pequeño, iba al jardín de infancia? Sí. ¿Y qué?

Teníamos que librarnos de una vez de aquella pesadilla. El día siguiente fuimos en busca de nuestro médico de cabecera para consultarle.

El médico compartió nuestra preocupación y añadió:

—Además, no está exento de peligro enviar ahora al pequeño al jardín de infancia. Todavía no hemos descubierto el germen que provoca esta nueva enfermedad del verano, pero existe ya un enorme peligro de infección. Especialmente cuando están reunidos muchos niños.

Esto fue la decisión. Esto fue la redención. Una vez que hubimos llegado a casa, comunicamos enseguida a Amir el nuevo estado de cosas:

—Estás de suerte, Amirín. El tío doctor no permite que vayas al jardín de infancia porque allí podrás contraer todas las enfermedades posibles. El aire está lleno de bacilos. Eso es todo. No hay que pensar en el jardín de infancia.

Desde entonces, ya no hemos vuelto a tener dificultades con Amir. Está sentado todo el día en el jardín de infancia y espera los bacilos. Y a ningún precio volvería a casa un minuto antes de lo que debiera.

Cuando nuestros vecinos nos preguntan cómo lo hemos conseguido, respondemos con sonrisa impenetrable:

—Mediante un método médico.

CONVIERTE COSAS NUEVAS EN COSAS VIEJAS

T
ODO empezó con Chassia. Chassia es una amiga de mi mujer y anda a la caza de antigüedades. Un aciago día salieron juntas y esto sucedió cuando volvieron a casa.

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