Memorias de un cortesano de 1815 (4 page)

Read Memorias de un cortesano de 1815 Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Memorias de un cortesano de 1815
13.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

—También yo tengo buena memoria —añadió D. Buenaventura—. Habló mucho de
derechos imprescriptibles,
y concluyó así:
Se acabaron nuestras desgracias. Ya reinan las leyes

—Que es como decir
que no reinará el Rey
—afirmé, tomando un polvo que D. Buenaventura me ofreció.

—¡Y qué más, mi querido Bragas! ¿No consta en el libro de las sesiones la abominable expresión de Canga Argüelles?


Que estaba pronto a derramar la última gota de su sangre en defensa de la Constitución
.

—Así mismo lo dijo.

—No recuerdo bien cuál de ellos aseguró que
destruidos los conventos, se cortan las fuentes que mantienen las preocupaciones y cuentos de viejas
.

—Page, el mismo que expresó la opinión de que
es delito de lesa majestad llamar
SOBERANO
al Rey…
¿No fue Istúriz quien dijo aquellas palabrotas?…

—Sí, ya recuerdo.
Hoy somos ciudadanos de una gran república, aunque bajo las formas características de la monarquía; el Rey no es nuestro señor, es nuestro jefe, porque queremos y de la manera que queremos que lo sea, y nada más
.

—Admirable memoria tienes —dijo D. Buenaventura, tomando la pluma—. Voy a apuntar eso. Se confrontarán las
Sesiones
.

—No olvidará Vd. los méritos y servicios de Gallardo. Fue el que estampó en letras de molde,
que los obispos debían echar bendiciones con los pies, colgados de una cuerda.
Ahora recuerdo también que Ramajo, redactor de
El Conciso,
amenazó al Rey con la venida de Carlos IV, si no juraba la Constitución.

—Deliciosísimo, amigo Bragas. Tras los diccionaristas y gaceteros, viene la pestilente chusma de poetas, a quienes es preciso también poner como nuevos. Ahí tienes por ejemplo, a Sánchez Barbero…

—El autor de aquellos versitos:

De independencia y libertad gozamos,
Y monarca, no déspota, juramos.

—Yo también me acuerdo, yo también —exclamó con júbilo mi amigo—. El infame bibliotecario de San Isidro se despachó a su gusto en estas endechas:

El fanático error vencido cede,
Y la sin par
Constitución
sucede;
Constitución
resuena
Doquiera ya:
Constitución
inflama…

¡Ya te inflamarán a ti!… ¡Miserables poetas, se os ha acabado el
doquiera
! Encerraditos en Melilla, podréis cantar la
soberana
.

—Muñoz Torrero —añadí, gozoso de poner mi retentiva al servicio del Estado—, fue el que dijo que la soberanía de la nación es
taba en las Cortes
, lo cual es como poner a la burra las arracadas.

—Justamente. Y
que las personas de los diputados eran inviolables
. ¡Inviolables el veneno de la serpiente y la lengua del escorpión!

—Pues ¿y García Herreros? Fue el que tuvo el atrevimiento de asentar que
los reyes están sujetos a las leyes que les dicta la nación
.


Y que la ley es superior al Rey
, lo cual es como decir que la espuela gobierna al jinete.

—Casi todos ellos firmaron el decreto de 2 de Febrero, en el cual se dijo que
no se conocería por libre al Rey, ni menos se le prestaría obediencia, hasta que él prestase juramento a la Constitución
.

—Gutiérrez de Terán firmó como secretario el manifiesto de 19 de Febrero, que era la segunda parte del tal decreto.

—Y Martínez de la Rosa, o sea el
Sr. Bello Rosal,
como le llama
La Abeja,
lo escribió.

—Y Feliú lo leía a voz en cuello en los cafés.

—Adonde iban a emborracharse.

.....................................

D. Buenaventura tomaba apuntes, demostrando a cada nueva adquisición cierta alegría pueril. Como hombre que en el cumplimiento de sus deberes y en el servicio del Rey y del Estado ponía su alma toda entera, sin proceder jamás de ligero en ningún asunto grave, allegaba cuantos datos pudieran ilustrar su entendimiento en materia tan ardua, y con ansiedad de avariento los iba guardando. El buen señor se veía precisado a sentenciar a muerte o a presidio a unos cuantos malvados, y no pudiendo hacerse esto rectamente sin pruebas, las buscaba para que aquellos infelices no fueran al patíbulo sin saber por qué. ¡Tunantes! ¡Cuándo merecieron ellos tropezar con varón tan justo, tan humanitario y compasivo como aquel! ¡Ni cómo habían ellos de soñar que, merced a los cristianos sentimientos de tan ejemplar magistrado, enemigo del derramamiento de sangre, se verían galardonados, como quien dice, con unos cuantos años de presidio, en vez de la horca que merecían!

Más adelante se sabrá su destino; que ahora no puedo levantar mano del trabajo de mi propia historia, en la cual ocupan lugar muy preferente los sucesos que se verán a continuación.

- IV -

Siempre fui hombre que lo mismo servía para un fregado que para un barrido, y de tanta actividad, que solapadamente me multiplicaba, esclavo de diversas y contrapuestas obligaciones, atento siempre al servicio del Estado y a mi propio interés, como Dios manda, vigilante y despierto en todos los momentos de la vida para que ninguna ocasión de ganancia se me escapase, y con cien ojos puestos en el panorama de los acontecimientos para sacar de ellos provecho. Así es que ayudaba a D. Buenaventura en sus quebraderos de cabeza dentro de la comisión de Estado, y servía mi plaza en Paja y Utensilios, mereciendo plácemes sinceros del jefe, y no poca envidia de mis compañeros. En poco tiempo supe conquistar la amistad de muchos personajes eminentes de aquella era feliz, tal como D. Blas Ostolaza, espejo de los predicadores, confesor del infante D. Carlos y hombre de muchísimo influjo, don Pedro Ceballos, D. Juan Lozano de Torres, D. Juan Pérez Villamil, célebre por lo de Móstoles, D. Pedro Labrador, el incomparable diplomático que en el Consejo de Viena dejó pasmados a todos los embajadores de las grandes potencias, D. Miguel de Lardizábal, ministro de Indias, el gran magistrado D. Ignacio Villela, el Sr. Vadillo, alcalde de Casa y Corte, y otros muchos individuos tan insignes, tan eminentes, que bien podía decirse de ellos que tenían las cabezas podridas de talento.

Como yo era tan entrometido, fácilmente ensanchaba el círculo de mis amistades, unas veces solicitando favores con tal empeño, que me los concedían porque me quitase de encima, otras prestando los pequeños servicios que de mi reducido poder dependían… Pues digo… cuando alguno de aquellos señorones venía a mi oficina, a la inmediata de Rentas decimales (donde yo tenía tantos amigos) o a otra cualquiera de las del ramo, a solicitar reservadamente que se hiciera perdidizo un miserable expedientillo de Propios o de Arrendamiento de oficios… vamos… aquello era una bendición. Viendo que yo abría la mano y no me hacía de rogar, siempre que se trataba de poner mi firma en un
Cargo y Data
, enviado por el alcalde, por el contratista o por el recaudador, me traían en volandas. ¿Qué le importaba a la nación que se escurrieran entre los papeles algunos disimulados sapos y culebras, o que se variara con caligráfica ingeniosidad un par de números, siempre que quedase contento aquel o el otro empingorotado repúblico, cuyo bienestar importaba tanto al Estado? ¡Pues no faltaba más, sino que por no hacer el gusto a un regidor amigo o a un alcabalero pariente, se sofocara uno de aquellos esclarecidos varones, y revolviéndosele los humores, perdiera la salud, tan necesaria al buen servicio y esplendor de la monarquía!

Unas veces era preciso conseguir una moratoria de diez años para que tal o cual duque no se viese importunado por los estúpidos de sus acreedores… Otras veces había que beber los vientos para conseguir que el fuero del Honrado Concejo amparase a Fulanito, en cuyo caso, y mientras aquel decidiera, este no tenía que apurarse por la fruslería del pago de sus arrendamientos… Pues ¿y cuando había que conseguir de la sala de Alcaldes una provisioncita para que en tal o cual pueblo se repartieran los oficios dos o tres individuos de una familia, de modo que por ser hermanos el alcalde, el secretario, el escribano y el procurador síndico, no había la más mínima disputa en el arreglo del común? —Existiendo estos asuntillos, era necesario entonces tener en Madrid un amigo listo y de mucha mano en las oficinas, para que volviese lo blanco negro y lo verde encarnado en las cuentas, para que visitase a algún señor del Consejo y con él se entendiese; que si no, capaz era el tal Consejo de darse de calabazadas por averiguar dónde se había escurrido algún terreno baldío rematado en tiempo de los franceses…

También solían ocuparme los señores de Madrid y muchos de provincias en diversos negocios referentes a Tercias Reales, a ciertos atrasillos de Alcabalas, a compaginar las cuentas del receptor de bulas de tal pueblo para que no apareciesen distintas de las del alcalde, a resucitar cual expediente de Manda Pía forzosa, añadiéndole un par de planas a la antigua, tan diestramente imitadas que ni aun les faltaba la polilla… ¿y para qué cansar más?… ocupábanme en todo lo que fuese del mangoneo subterráneo de las oficinas, pues yo, por mi índole rebuscona, mi carácter dulce y la prodigiosa facultad de insinuación que me otorgó Natura, había establecido una red oculta, una multitud de hilos de connivencia tendidos de covachuela en covachuela y de despacho en despacho, con tal arte que nada me era difícil.

Verdad es que algunos envidiosos dieron en decir que se deshonraban teniéndome a su lado, y hasta se susurró que Su Excelencia quería echarme a la calle… (ya se hubiera tentado la ropa antes de hacerlo); pero yo tenía muy buenos asideros en la administración y de todo me burlaba. Antes hubieran movido de sus graníticos cimientos el Escorial que moverme a mí de mi silla en Paja y Utensilios. Como que mis calumniadores eran unos pobres papanatas que a penas sabían hacer otra cosa que el trabajo material de su oficina, y así era de ver el mal trato de sus casas, pues muchos de ellos no tenían camisa que poner a sus chiquillos. En cuanto al aspecto de sus rostros y personas, daba grima verles, según estaban de rotos, descomidos y trasijados, y no podía uno menos de avergonzarse al pensar qué idea formarían de la administración española los extranjeros que acertaran a conocerles.

Mi casa, por el contrario, era una tierra de promisión. ¡Bendito sea Dios que a nadie desampara! Tan pronto venía la caja de dulce como la tarea de chocolate macho, ora las sartas de chorizos, ora un par de jamones: el plato de leche no faltaba nunca en las solemnidades, ni el par de capones en 24 de Julio… en fin, aquello parecía una colmena. Tanto iba creciendo mi clientela y buena suerte, que me ocurrió poner una agencia de negocios. Había que ver cómo me solicitaban damas, oficiales, canónigos, marquesitos, ¿qué digo?… ¡hasta un señor obispo me honró con su confianza! Mi nombre fue bien pronto conocido en todo Madrid, quizás en todo el reino y sus Indias; transformose mi persona; me sentí crecer, ¡oh!, crecer hasta sobresalir por encima de las eminencias cortesanas; vi bajo mis pies a muchos de carroza y venera, miré cara a cara el sol de la grandeza y del poder, y la ambición empezó a morderme las entrañas, ¡pero qué ambición y qué entrañas las mías!

Entre tanto, mi D. Buenaventura seguía enredado con los procesos, sin acertar a despacharlos. Las causas eran un embrollo estúpido, y en ellas no constaba nada positivo ni terminante, por lo cual los tontainas de la comisión de Estado no acertaban a condenar a muerte a ningún diputadillo. Lleno de ansiedad el Rey porque se hiciera pronta justicia, nombró una segunda comisión de Estado, y como esta se atascara también, fue preciso designar la tercera, hasta que el gobierno se cansó de comisiones que nada hacían, y supo dictar por sí aquella saludable medida que cortó de plano la cuestión. Hízolo, si se quiere, por humanidad, pues a los infelices diputados que se estaban pudriendo en las fétidas mazmorras de Madrid, les venía bien tomar los salutíferos aires de Melilla y el Peñón por ocho o diez años.

Y no se crea que un Rey tan recto y tan celoso por el buen gobierno, se dormía en las pajas. Él mismo extendió de su real puño una orden, disponiendo que el Sr. Argüelles no se moviese de Ceuta, durante ocho años, sin duda porque así convenía a la quebrantada salud del Divino asturiano.

Este decreto contra los diputados y el que en 30 de Mayo de 1814 se dio contra los afrancesados que estaban en la emigración, además de sus ventajas como contra-veneno del constitucionalismo, ofreció el inestimable beneficio de librarnos de toda la plaga de literatos, poetas y prosadores, que desde años atrás habían empezado a infestar al país. —Pues no sé… ¡si no andan listos nuestros gobernantes, buenas se hubieran puesto las cosas! De seguro que Moratín nos habría aturdido con sus comedias y Meléndez con su pastoril caramillo, y Gallego con su retumbante trompa. De fijo que Quintana y Sánchez Barbero y Burgos y Lista y Tapia y Martínez de la Rosa habrían lanzado sobre la afligida nación un diluvio de obras poéticas de diversos géneros, teniendo después el descaro de pretender que el público se las pagara en época de tan poco dinero. También Conde y Toreno nos hubieran mareado con sus historietas, y Antillón y Ciscar con sus obras científicas, soliviantando a la nación y metiendo ruido, para que los españoles despertaran del plácido letargo sabroso en que por fortuna vivían entonces.

Other books

Unbound by Emily Goodwin
Deadliest Sea by Kalee Thompson
Phantom Affair by Katherine Kingston
Unspoken Love by Lynn Gale - Unspoken Love
The JOKE by Milan Kundera
Shadow Witch by Geof Johnson
Death Rhythm by Joel Arnold