Memorias de un amante sarnoso (5 page)

BOOK: Memorias de un amante sarnoso
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Distinguía a un hombre de una mujer, pero no sabía por qué.

Esta natural ignorancia proporcionó muchos disgustos al Homo Cavus, hasta que uno de su género, más astuto que sus contemporáneos, realizó un descubrimiento.

Observando todo un día desde la entrada de su cueva y viendo pasar gente arriba y abajo, se sintió súbitamente iluminado.

Las personas que llevaban faldas eran mujeres y las que llevaban pantalones eran hombres, con excepción de los escoceses.

A partir de aquel momento, la vida se simplificó notablemente.

El hombre de la caverna dejó de andar sobre sus cuatro extremidades, porque el genio antes mencionado descubrió también que andando sólo con los pies, se necesitaba un par de zapatos en lugar de dos.

Así, aquel portento de su era inventó también la economía, ciencia lógica y necesaria en aquellos lejanos tiempos, lo mismo que hoy en día.

La vida era más sencilla, sí, pero seguía siendo difícil, azarosa e insegura. Los elementos de la naturaleza aterrorizaban al hombre.

Se estremecía asustado bajo el destello del relámpago y culpaba a los dioses del fragor del trueno.

En los días tempestuosos, el hombre de las cavernas se sentía sombrío y acobardado.

Cuando llovía se quedaba en la cueva, en vez de salir a cazar osos, ciervos y dinosaurios.

Para cobrar ánimos, empuñaba sus toscas armas, pero el viento aullaba y la lluvia caía implacable, y el hombre primitivo sucumbía al miedo.

En la cueva, acababa por aburrirse. Todavía no había aprendido a discutir con su pareja.

Y el amor, el amor humano, era algo de lo que nada sabía. (El descubrimiento de los niños tuvo lugar al año siguiente.)

Por eso, el hombre de las cavernas y su pareja, se miraban y gruñían recíprocamente, mientras esperaban a que cesase la lluvia.

Y así esperaron un día, dos, tres, una semana, y el furioso temporal no amainaba.

Llegó un momento en que se agotaron las provisiones que había en la cueva.

El hombre primitivo tenía hambre y su mujer también.

Ella permanecía callada, seguramente porque aún no se había inventado el lenguaje.

El macho miraba ceñudo a la hembra.

Si no paraba pronto de llover, se vería obligado a devorarla… y ella lo sabía.

Con un tierno gruñido, dio a entender a su hombre que esperaba que encontrara alguna otra cosa con que satisfacer su apetito, pero la lluvia seguía y seguía.

Llegó el instante, y con un fiero rugido, Homo Cavus se lanzó sobre su mujer, hincándole los dientes en el hombro.

Al mismo tiempo, su garra entró en contacto con la piel de la mujer, lo que produjo en él una extraña reacción.

Volvió a morderla, pero esta vez había cierta ternura en el mordisco.

Hundió sus manos en la cabellera de la hembra y sintió una rara comezón.

Luego, instintivamente, rodeó con sus velludos brazos, semejantes a los de un mono, los blancos y suaves hombros de la mujer, hasta sentir aquel cuerpo palpitante junto al suyo.

También ella estaba sorprendida ante la nueva sensación.

Extasiados en el abrazo, exhalaron un jadeo que nosotros calificaríamos de gruñidos naturales, pero que fueron sin duda los dulces murmullos de amor que se registraron por vez primera.

Podría seguir así durante páginas y páginas, pero, amado lector, yo también soy de carne y hueso, y no debo apartar mi pensamiento del trabajo.

Al fin, la tormenta llegó a su fin y el hombre primitivo se sintió apenado. No tenía ganas de salir.

Mientras sus vecinos recorrían los campos en busca de alimento, él se quedó a la puerta de su cueva, escrutando el cielo ansiosamente, en busca de algún indicio de lluvia.

Deseaba explicar a sus amigos cómo la tempestad había introducido en su vida el amor, pero, ya lo dije antes, no existía un lenguaje común.

No había lenguaje alguno; solamente gruñidos, que significaban:

«¿Cómo está usted?»

«Bien, ¿y usted?»

«Voy tirando.»

«Le sientan muy bien esos bucles en el vello del pecho.»

«Gracias por el elogio. Mi mujer dice que parezco un brontosaurio.»

etc.

Así, pues, Homo Cavus siguió esperando la lluvia en expectante silencio.

Cierta tarde, unas lejanas nubes le anunciaron que iba a llover en el valle, a unas treinta millas de allí, y salió disparado en aquella dirección, tan deprisa como le permitían sus cortas piernas.

Su mujer creyó que iba de caza, y, en cierto modo, así era.

Tras una carrera que duró hasta el crepúsculo, Homo llegó al valle, donde, probablemente llovía.

Su corazón latía violentamente, cuando, al penetrar en una cueva, halló en ella a una mujer sola…

El descubrimiento del amor se difundió con la velocidad de un incendio, y Homo fue conocido como El-Gran-Amante-Que-Espera-La-Lluvia.

Esperaba también que se inventara el lenguaje, para poder explicar sus hazañas amorosas a los amigotes, en la bolera.

De haber existido palabras, hubiera compuesto un pareado sobre sí mismo: «Homo Cavus, el concupiscente, besa a las chicas bajo el relente».

Pero no había palabras… ¡ni lluvia!

Un buen día el cielo se encapotó, como si fuera a llover, y Homo practicó el amor.

Y una vez más, el amor convirtió a Homo en profeta.

Porque, al fin, no llovió, y nuestro hombre descubrió que sus sesiones galantes no dependían para nada de la inclemencia del tiempo.

La veda quedaba levantada (entonces, como ahora) desde el 1º de enero hasta el 31 de diciembre.

Pasó un año.

En un rincón de la cueva de Homo, se agitaba una menuda criatura, Cara de Piedra, rodeada del hombre y la mujer de las cavernas, que gruñían satisfechos.

En medio de su simpleza, estaban contentos, pero ignoraban que allí, en el remoto Norte, acababa de surgir una nueva civilización.

En cuanto a la «Edad Glacial», no se hace preciso que profundicemos mucho.

Se ha dicho que fue una época de frigidez sexual, pero es probable que tal afirmación sea inexacta.

De todas formas, el Hombre Glaciolítico suscita escaso interés.

No tenía en torno suyo más que hielo, desprovisto de valor al no existir la cerveza y el whisky, y lo más corriente era que, al regresar a casa por la noche, hallara a su mujer fría como un témpano.

Las mujeres encontraban igualmente helados a sus consortes.

La tarea de calentarlos resultaba tediosa y no era precisamente un incentivo para el amor.

El profesor H.M.S. Wimpble se ha referido a una mujer glaciolítica, que, al entrar en su iglú, halló a su compañero congelado en brazos de otra mujer.

Después de calentarlos hasta que recobraron el sentido, le preguntó a su marido:

—¿Quién era esa señora con quien te helaste?

La respuesta del marido no quedó registrada porque aún no había magnetófonos.

De todos modos, debió de ser un período muy poco agradable.

Hay mucha gente que escribe sobre el amor sin tener experiencia alguna. Hasta no haber rozado la mejilla de una mujer con los labios temblorosos y hasta no haber limpiado los zapatos con la toalla nueva de la esposa, nadie sabe nada del amor… ni de la esposa.

El amor es algo que no se aprende en los libros; es como un fluido fugaz que surge inopinadamente para tocarnos con su varita mágica, y que después se desvanece en la niebla del tedio.

(No está mal el parrafito. Los he visto peores en libros que se venden por cinco dólares. En realidad, está copiado de uno de ellos.)

Pero, volviendo al amor (
Cardia Hortarium
), me interesa garantizar al lector la veracidad de los datos expuestos.

Según escribí al profesor H.M. Thorndyke, de la Sociedad Antropológica y de limpieza en seco de Boston (que, por cierto, no me ha contestado), estoy dispuesto a respaldar la autenticidad de cada una de mis palabras.

Si alguien puede demostrar que estas páginas contienen una sola inexactitud, haré gustoso un donativo de cinco mil (5.000) dólares con destino a la Fundación De La Señora Marx Para El Cuidado Y Mejora De
Mr.
Groucho Marx, y, por añadidura, otro de cincuenta (50) centavos, para los chicos.

No me extenderé mucho sobre la Época Tenebrosa, porque los historiadores saben muy poco acerca de este período.

Yo sé, por ejemplo, qué es lo que pasaba en casa cuando la sala quedaba a oscuras.

Mi hermano Harpo, sin duda desorientado, en vez de tocar el piano, tocaba a la camarera.

Fue poco antes de que se quejaran los vecinos.

La camarera se quejó también.

Ella, ingenua y tierna, estaba enamorada de mi padre, con una devoción pueril, apacible y cándida.

Todo cuanto le exigía era que vendiera a sus hijos y se marchara con ella a Nueva Jersey, donde su hermano criaba caballos y niños en una granja, a expensas de su mujer.

En bien de la imperecedera memoria de mi padre, he de decir que nunca tomó en serio lo de vender a los hijos y fugarse.

—¿Quién me daría una perra gorda por cinco chicos usados? —bramaba su vozarrón, estremeciendo las viejas paredes de la casa—. No tengo más remedio que quedarme y fastidiarme.

Así era Ole Marse Marx, allá en su plantación.

Y ésta era, sin duda, la causa de que los esclavos le adoraran: su bondad, su comprensión, y, tal vez, el hecho de ser el único plantador de la comarca que carecía de látigo.

(Para demostrar su gratitud, los esclavos hicieron una suscripción y regalaron un látigo a mi padre, quien, a partir de entonces, los vapuleó desde el alba hasta el ocaso, sin darles tregua.)

Según trataba de indicar, en la Época Tenebrosa la vida subsistió en un constante estado de confusión.

La historia nos habla de un hombre de Neanderthal hambriento, que, perdido en la oscuridad reinante, empezó a devorar las paredes de su cueva.

Se supone que creyó que comía espinacas, acaso con un poco más de tierra que de costumbre.

Su mujer le advirtió:

—Luego, pedirás bicarbonato…

Pero el Neanderthal no sabía de qué le hablaba y siguió comiendo hasta terminar con su hogar.

La poliandria es la unión de una mujer con un grupo de hombres.

Ignorada en la Edad de Piedra y en la Edad de Hierro, e hipotética en la Edad Tenebrosa, la poliandria hizo su primera aparición en la Edad de la Maleta, aquellos tristes años en que un hombre no podía llevar una mujer a un hotel, a menos que tuviera una maleta y una mujer.

De todas formas, en aquellos tiempos no había hoteles, lo que hacía posible que los viajeros se detuvieran en granjas donde sólo había una cama, con las complicaciones subsiguientes, a las que no pienso referirme aquí.

Todo esto, como digo, sucedía en la Edad de la Maleta.

Naturalmente, cuando la mujer obtenía el divorcio, la pensión se repartía entre todos los maridos, lo que no dejaba de ser ventajoso para ellos.

Pero el amor no era cosa demasiado fácil para el hombre prehistórico.

Tampoco lo es en nuestros días.

Lo malo del amor es que muchos lo confunden con la gastritis, y cuando se han curado de la indisposición, se encuentran con que se han casado, contrariando sus más firmes convicciones.

Los principales subproductos del amor del hombre son el salón de belleza, el bicarbonato sódico y la familia.

La familia, como sabemos, es una unidad social basada en el instinto gregario de los animales, entre los que se encuentran las suegras, las cuñadas solteras (incapaces de hallar quien cargue con ellas) y el cuñado alérgico al trabajo.

Es de señalar que el grupo se compone, exclusivamente, de parientes de la mujer.

Esto sucedía en la Edad Tenebrosa y sigue sucediendo ahora.

Si uno quiere enviar diez dólares a su padre, ha de mantenerlo en secreto, o su mujer le dirá que uno no se ha casado con su padre —lo que es perfectamente estúpido, ya que el padre de uno está casado y, además, es feliz.

Todo esto en el supuesto de que uno envíe los diez dólares, que es mucho suponer, estando los tiempos como están y siendo el padre de uno como es.

Al no disponer de lenguaje, el hombre de las cavernas sólo podía hablar con las manos.

Cuando quería decir a su compañera que la quería, le daba un golpe en la mandíbula.

Cuando le quería decir que tenía hambre, le daba un golpe en la mandíbula.

Otras veces le daba un golpe en la mandíbula por simple curiosidad de ver cómo lo encajaba.

Todo esto contribuía a confundir a la callada mujer, que raramente hacía un comentario.

Cuando lo hacía, el marido replicaba con otro golpe en la mandíbula.

Esta clase de conversación dio lugar a los «argumentos contundentes».

Cierto que la mujer podía decir algunas cosas en aquella pantomima, pero era bastante estúpida, como en nuestros días.

Era evidente que el mundo precisaba de un lenguaje, y, tal como lo demuestra la historia, la necesidad es la madre del ingenio.

Así es como al cabo de poco (unos millares de años), pudo escucharse lo que ya pudiera llamarse un rudimentario lenguaje.

Constaba de pocas palabras, pero éstas bastaban para satisfacer las necesidades de aquella gente primitiva.

Primer Vocabulario Del Hombre

Glub Glub: Pásame la jarra del vino.

Ooscray Ycuay: Si te pesco otra vez rondando a mi mujer te romperé la cabeza.

Unga Unga: Ah.

Zum zum zum: Nena, se te ve el borde de la combinación.

Uf: ¿Cómo está tu mujer?

Nuf: ¿A ti qué te importa?

Mug: Preguntaba por educación.

Lug: Cuida de tus propios asuntos.

Bing: Crosby.

Cristóbal Colón: Amigo de la familia que acaba de salir hacia América.

El hombre primitivo tenía ya un lenguaje que le ayudaría a tolerar mejor las largas veladas invernales. Hay que tener en cuenta que no podía llevar a su mujer al teatro o a una sala de fiestas. No tenían, pues, más remedio que quedarse en casa charlando.

El hombre podía explicar a su pareja cómo había matado con sus propias manos a un tigre descomunal y cómo el jefe le había felicitado por su destreza en la faena.

Y la mujer le podía contestar (llegaría un momento en que el hombre lamentaría que la mujer supiera hablar):

—Entonces, ¿por qué no te sube el sueldo? Tu primo no ha matado un maldito tigre en toda la temporada y gana el doble que tú.

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