Memorias de Adriano (6 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

BOOK: Memorias de Adriano
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Impulsábame a ello mi gusto por el extrañamiento; me placía frecuentar a los bárbaros. Aquel gran país situado entre las bocas del Danubio y las de Borístenes, triángulo del cual recorrí por lo menos dos lados, se cuenta entre las regiones más sorprendentes del mundo, al menos para nosotros, hombres nacidos a orillas del Mar Interior, habituados a los paisajes puros y secos del sur, a las colinas y penínsulas. Allí adoré a la diosa Tierra, como aquí adoramos a la diosa Roma, y no hablo de Ceres sino de una divinidad más antigua, anterior a la invención de los cultivos. Nuestro suelo griego o latino, sostenido por la osamenta de las rocas, posee la elegancia ceñida de un cuerpo masculino; la tierra escita tenía la abundancia algo pesada de un cuerpo reclinado de mujer. La llanura sólo acababa en el cielo. Frente al milagro de los ríos mi maravilla no tenía fin; aquella vasta tierra vacía era tan sólo una pendiente y un lecho para ellos. Nuestros ríos son cortos, y jamás nos sentimos lejos de sus fuentes. Pero el enorme caudal que acababa aquí en confusos estuarios, arrastraba consigo los limos de un continente desconocido, los hielos de regiones inhabitables. El frío de una meseta española no es inferior a ningún otro, pero por primera vez me hallaba cara a cara con el verdadero invierno, que en nuestras regiones sólo hace apariciones más o menos breves, mientras allá se mantiene durante largos meses, y más al norte se lo adivina inmutable, sin comienzo ni fin. La noche de mi llegada al campo, el Danubio era una inmensa ruta de hielo rojo, y más tarde de hielo azul, en la que el trabajo interior de las corrientes marcaba huellas tan hondas como las de los carros. Nos protegíamos del frío con pieles. La presencia de ese enemigo impersonal, casi abstracto, provocaba una exaltación extraordinaria, una sensación creciente de energía. Luchábamos por conservar ese calor, como en otras partes luchábamos por conservar el coraje. Ciertos días, en la estepa, la nieve borraba todos los planos, ya harto poco apreciables; se galopaba en un mundo de espacio puro, de puros átomos. La helada daba a las cosas más triviales y blandas una transparencia y una dureza celestes. Un junco quebrado se convertía en una flauta de cristal. Assar, mi guía caucásico, rompía hielo al atardecer para abrevar nuestros caballos. Aquellas bestias eran uno de nuestros puntos de contacto más útiles con los bárbaros; los regateos y las interminables discusiones originaban una especie de amistad, y el respeto mutuo nacía de alguna proeza ecuestre. De noche, los fuegos del campamento iluminaban los extraordinarios brincos de los bailarines de estrecha cintura y sus extravagantes brazaletes de oro.

Muchas veces, en primavera, cuando el deshielo me permitía aventurarme hasta las regiones interiores, me ocurrió dar la espalda al horizonte austral que encerraba los mares y las islas bien conocidas, y al occidental, donde en alguna parte el sol se ponía sobre Roma, y soñar con adentrarme en aquellas estepas, superando los contrafuertes del Cáucaso, hacia el norte o el Asia más lejana. ¿Qué climas, qué fauna, qué razas humanas habría descubierto, qué imperios ignorantes del nuestro como nosotros de los suyos, o conociéndonos a lo sumo por algunas mercancías transmitidas de mano en mano por los traficantes, tan raras para ellos como la pimienta de la India y el grano de ámbar de las regiones bálticas para nosotros? En Odessos, un negociante que volvía después de un viaje de muchos años me regaló una piedra verde semitransparente, al parecer una sustancia sagrada procedente de un inmenso reino cuyos bordes había costeado, y cuyas costumbres y dioses no habían despertado el interés de aquel hombre sumido en la estrechez de su ganancia. La extraña gema me produjo el mismo efecto que una piedra caída del cielo, meteoro de otro mundo. Conocemos aún muy mal la configuración de la tierra, pero no comprendo que uno pueda resignarse a esa ignorancia. Envidio a aquellos que lograrán dar la vuelta a los doscientos cincuenta mil estadios griegos tan bien calculados por Eratóstenes y cuyo recorrido nos traería otra vez al punto de partida. Me imaginaba a mí mismo tomando la simple decisión de seguir adelante por el sendero que reemplazaba nuestras rutas. Jugaba con esa idea… Estar solo, sin bienes, sin prestigio, sin ninguno de los beneficios de una cultura, exponiéndose en medio de hombres nuevos, entre azares vírgenes… Ni que decir que era un sueño, el más breve de todos. Aquella libertad que me inventaba sólo existía a la distancia; muy pronto hubiera recreado todo lo que acababa de abandonar. Más aún: en todas partes sólo hubiera sido un romano ausente. Una especie de cordón umbilical me ataba a la Ciudad. Quizá en aquella época, en aquel puesto de tribuno, me sentía más estrechamente ligado al imperio de lo que me siento hoy como emperador, por la misma razón que el hueso del puño es menos libre que el cerebro. Y sin embargo soñé ese sueño monstruoso que hubiera hecho estremecerse a nuestros antepasados, prudentemente confinados en su tierra del Lacio, y haberlo albergado en mí un instante me diferencia para siempre de ellos.

Trajano estaba a la cabeza de las tropas en la Germania inferior; el ejército del Danubio me designó portador de sus felicitaciones al nuevo heredero del imperio. Me hallaba a tres días de marcha de Colonia, en plena Galia, cuando en un alto del camino me fue anunciada la muerte de Nerva. Sentí la tentación de adelantarme al correo imperial y de llevar personalmente a mi primo la noticia de su advenimiento. Partí al galope, sin detenerme en parte alguna, salvo en Tréveris, donde mi cuñado Serviano residía en calidad de gobernador. Cenamos juntos. La alocada cabeza de Serviano estaba llena de vapores imperiales. Hombre tortuoso, empeñado en perjudicarme o por lo menos en impedirme agradar, concibió el plan de adelantárseme enviando su propio correo a Trajano. Dos horas después fui atacado al vadear un río; los asaltantes hirieron a mi ordenanza y mataron nuestros caballos. Pudimos sin embargo apoderarnos de uno de los agresores, antiguo esclavo de mi cuñado, quien confesó todo. Serviano hubiera debido darse cuenta de que no es tan fácil impedir que un hombre resuelto continúe su camino, a menos de matarlo, y era demasiado cobarde para llegar a ese punto. Tuve que hacer doce millas a pie antes de dar con un campesino que me vendiera su caballo. Llegué esa misma noche a Colonia, aventajando apenas al correo de mi cuñado. Esta especie de aventura tuvo éxito, y el ejército me recibió con un entusiasmo acrecentado. El emperador me retuvo a su lado en calidad de tribuno de la Segunda Legión, la Fiel.

Había recibido la noticia de su advenimiento con admirable desenvoltura. Hacía mucho que la esperaba, y sus proyectos no cambiaban en absoluto. Seguía siendo el de siempre, el que sería hasta su muerte: un jefe. Pero había tenido la virtud de adquirir, gracias a una concepción totalmente militar de la disciplina, una idea de lo que es el orden en el Estado. Todo, por lo menos al principio, giraba en torno a esta idea, incluso sus planes de guerra y sus proyectos de conquista. Emperador-soldado, pero en modo alguno soldado-emperador. Nada cambió en su vida; su modestia prescindía tanto de la afectación como del empaque. Mientras el ejército se regocijaba, él asumía sus nuevas responsabilidades como parte del trabajo cotidiano, y mostraba a sus íntimos una sencilla satisfacción.

Yo le inspiraba muy poca confianza. Veinticuatro años mayor que yo, mi primo era mi co-tutor desde la muerte de mi padre. Cumplía sus obligaciones familiares con seriedad provinciana: estaba pronto a hacer lo imposible para ayudarme si mostraba ser digno, y a tratarme con más rigor que nadie si resultaba incompetente. Se había enterado de mis locuras de muchacho con una indignación en modo alguno injustificada, pero que sólo se da en el seno de las familias; por lo demás mis deudas lo escandalizaban mucho más que mis travesuras. Otros rasgos de mi carácter lo inquietaban; poco cultivado, sentía un respeto conmovedor por los filósofos y los letrados, pero una cosa es admirar de lejos a los grandes filósofos y otra tener a su lado a un joven teniente demasiado teñido de literatura. No sabiendo dónde se situaban mis principios, mis contenciones, mis frenos, me suponía desprovisto de ellos y sin recursos contra mí mismo. De todas maneras, jamás había yo cometido el error de descuidar el servicio. Mi reputación de oficial lo tranquilizaba, pero para él no era más que un joven tribuno de brillante porvenir, que había que vigilar de cerca.

Un incidente de la vida privada estuvo muy pronto a punto de perderme. Un bello rostro me conquistó. Me enamoré apasionadamente de un jovencito que también había llamado la atención del emperador. La aventura era peligrosa, y la saboreé como tal. Cierto Galo, secretario de Trajano, que desde hacia mucho se creía en el deber de detallarle mis deudas, nos denunció al emperador. Su irritación fue grande, y yo pasé un mal momento. Algunos amigos, entre ellos Acilio Atiano, hicieron lo posible por impedir que se obstinara en un resentimiento tan ridículo. Acabó cediendo a sus instancias, y la reconciliación, al principio muy poco sincera por ambas partes, fue más humillante para mí que todas las escenas de cólera. Confieso haber guardado a Galo un odio incomparable. Muchos años más tarde fue condenado por falsificación de escrituras públicas, y me sentí —con qué delicia— vengado.

La primera expedición contra los dacios comenzó al año siguiente. Por gusto y por política me he opuesto siempre al partido de la guerra, pero hubiera sido más o menos que un hombre si las grandes empresas de Trajano no me hubieran embriagado. Vistos en conjunto y a distancia, aquellos años de guerra se cuentan entre los más dichosos para mí. Su comienzo fue duro, o así me pareció. Empecé desempeñando puestos secundarios, pues aún no había alcanzado la total benevolencia de Trajano. Pero conocía el país y estaba seguro de ser útil. Casi a pesar mío, invierno tras invierno, campamento tras campamento, batalla tras batalla, sentía crecer mis objeciones a la política del emperador; en aquella época no tenía ni el deber ni el derecho de expresar esas objeciones en voz alta, aparte de que nadie me hubiera escuchado. Situado más o menos al margen, en el quinto o el décimo lugar, conocía tanto mejor a mis tropas y compartía más íntimamente su vida. Gozaba de cierta libertad de acción, o más bien de cierto desasimiento frente a la acción misma, que no es fácil permitirse una vez que se llega al poder y se han pasado los treinta años. Tenía mis ventajas: el gusto por ese duro país, mi pasión por todas las formas voluntarias —por lo demás intermitentes— de desposeimiento y austeridad. Quizá era el único de los oficiales jóvenes que no añoraba Roma. Cuanto más se iban alargando en el lodo y en la nieve los años de la campaña, más ponían de relieve mis recursos.

Viví entonces una época de exaltación extraordinaria, debida en parte a la influencia de un pequeño grupo de tenientes que me rodeaba y que habían traído extraños dioses del fondo de las guarniciones asiáticas. El culto de Mitra, menos difundido entonces de lo que llegó a ser luego de nuestras expediciones contra los partos, me conquistó un momento por las exigencias de su arduo ascetismo, que tendía duramente el arco de la voluntad, por la obsesión de la muerte, del hierro y la sangre, que exaltaba al nivel de explicación del mundo la aspereza trivial de nuestras vidas de soldados. Nada hubiera debido oponerse más a las ideas que empezaba yo a abrigar acerca de la guerra, pero aquellos ritos bárbaros, que crean entre los afiliados vínculos de vida y de muerte, halagaban los más íntimos ensueños de un joven ansioso de presente, incierto ante el porvenir, y por ello mismo abierto a los dioses. Fui iniciado en una torrecilla de madera y juncos, a orillas del Danubio, teniendo por asistente a Marcio Turbo, mi compañero de armas. Me acuerdo de que el peso del toro agonizante estuvo a punto de derrumbar el piso bajo cuya abertura me hallaba para recibir la sangrienta aspersión. Más tarde he reflexionado sobre los peligros que estas sociedades casi secretas pueden hacer correr al estado si su príncipe es débil, y he terminado por reprimirlas rigurosamente, pero reconozco que frente al enemigo confieren a sus adeptos una fuerza casi divina. Cada uno de nosotros creía escapar a los estrechos limites de su condición de hombre, se sentía a la vez él mismo y el adversario, asimilado al dios de quien ya no se sabe si muere bajo forma bestial o mata bajo forma humana. Aquellos ensueños extraños, que hoy llegan a aterrarme, no diferían tanto de las teorías de Heráclito sobre la identidad del arco y del blanco. En aquel entonces me ayudaban a tolerar la vida. La victoria y la derrota se mezclaban, confundidas, rayos diferentes de la misma luz solar. Aquellos infantes dacios que pisoteaban los cascos de mi caballo, aquellos jinetes sármatas abatidos más tarde en encuentros cuerpo o cuerpo donde nuestras cabalgaduras encabritadas se mordían en pleno pecho, a todos podía yo herirlos más fácilmente por cuanto me identificaba con ellos. Abandonado en un campo de batalla, mi cuerpo despojado de sus ropas no hubiera sido tan distinto de los suyos. El choque de la última estocada hubiera sido el mismo. Te confieso así pensamientos extraordinarios, que se cuentan entre los más secretos de mi vida, y una extraña embriaguez que jamás he vuelto a encontrar exactamente bajo esa forma.

Cierto número de acciones brillantes, que quizá no hubieran llamado la atención en un simple soldado, me dieron renombre en Roma y una suerte de gloria en el ejército. La mayoría de mis supuestas proezas no eran más que inútiles bravatas; con cierta vergüenza descubro hoy, detrás de esa exaltación casi sagrada de que hablaba hace un momento, un bajo deseo de agradar a toda costa y atraer la atención sobre mí. Así, un día de otoño, crucé a caballo el Danubio henchido por las lluvias, llevando el pesado equipo de los soldados bátavos. En este hecho de armas, silo fue, mi cabalgadura tuvo más mérito que yo. Pero ese período de locuras heroicas me enseñó a distinguir entre los diversos aspectos del coraje. Aquel que me gustaría poseer de continuo es glacial, indiferente, libre de toda excitación física, impasible como la ecuanimidad de un dios. No me jacto de haberlo alcanzado jamás. La falsificación que utilicé más tarde no pasaba de ser, en mis días malos, una cínica despreocupación hacia la vida, y en los días buenos, un sentimiento del deber al cual me aferraba. Pero muy pronto, por poco que durara el peligro, el cinismo o el sentimiento del deber cedían a un delirio de intrepidez, especie de extraño orgasmo del hombre unido a su destino. A la edad que tenía entonces, aquel ebrio coraje persistía sin cesar. Un ser embriagado de vida no prevé la muerte; ésta no existe, y él la niega con cada gesto. Si la recibe, será probablemente sin saberlo; para él no pasa de un choque o de un espasmo. Sonrío amargamente cuando me digo que hoy consagro un pensamiento de cada dos a mi propio fin, como si se necesitaran tantos preparativos para decidir a este cuerpo gastado a lo inevitable. En aquella época, en cambio, un joven que mucho hubiera perdido de no vivir algunos años más, arriesgaba alegremente su porvenir todos los días.

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