De todas maneras, tres cuartos de mi vida escapan a esta definición por los actos; la masa de mis veleidades, mis deseos, hasta de mis proyectos, sigue siendo tan nebulosa y huidiza como un fantasma. El resto, la parte palpable, más o menos autentificada por los hechos, apenas si es más distinta, y la sucesión de los acaecimientos se presenta tan confusa como la de los sueños. Poseo mi cronología propia, imposible de acordar con la que se basa en la fundación de Roma o la era de las olimpiadas. Quince años en el ejército duraron menos que una mañana de Atenas; sé de gentes a quienes he frecuentado toda mi vida y que no reconoceré en los infiernos. También los planos del espacio se superponen: Egipto y el valle de Tempe se hallan muy próximos, y no siempre estoy en Tíbur cuando estoy ahí. De pronto mi vida me parece trivial, no sólo indigna de ser escrita, sino aun de ser contemplada con cierto detalle, y tan poco importante, hasta para mis propios ojos, como la del primero que pasa. De pronto me parece única, y por eso mismo sin valor, inútil —por irreductible a la experiencia del común de los hombres. Nada me explica: mis vicios y mis virtudes no bastan; mi felicidad vale algo más, pero a intervalos, sin continuidad, y sobre todo sin causa aceptable. Pero el espíritu humano siente repugnancia a aceptarse de las manos del azar, a no ser más que el producto pasajero de posibilidades que no están presididas por ningún dios, y sobre todo por él mismo. Una parte de cada vida, y aun de cada vida insignificante, transcurre en buscar las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes. Mi impotencia para descubrirlos me llevó a veces a las explicaciones mágicas, a buscar en los delirios de lo oculto lo que el sentido común no alcanzaba a darme. Cuando los cálculos complicados resultan falsos, cuando los mismos filósofos no tienen ya nada que decirnos, es excusable volverse hacia el parloteo fortuito de las aves, o hacia el lejano contrapeso de los astros.
Mi abuelo Marulino creía en los astros. Aquel anciano demacrado, de rostro amarillento, me concedía el mismo afecto sin ternura, sin signos exteriores y casi sin palabras, que tenía por los animales de su granja, sus tierras, su colección de piedras caídas del cielo. Descendía de una vasta línea de antepasados establecidos en España desde la época de los Escipiones. Era de jerarquía senatorial, y tercero del mismo nombre; hasta entonces nuestra familia había pertenecido al orden ecuestre. Bajo el reinado de Tito, mi abuelo había participado modestamente en las actividades públicas. Este provinciano ignoraba el griego, y hablaba el latín con un ronco acento español que me transmitió y que más tarde fue motivo de risa. Pero su espíritu no era completamente inculto; a su muerte se halló en su casa un saco lleno de instrumentos de matemáticas y de libros que no había tocado en veinte años. Tenía conocimientos semicientificos, semicampesinos, la misma mezcla de prejuicios estrechos y añeja sabiduría que caracterizaron a Catón el viejo. Pero Catón fue toda su vida el hombre del Senado romano y de la guerra de Cartago, el exacto representante de la dura Roma republicana. La dureza casi impenetrable de Marulino remontaba más atrás, a épocas más antiguas. Era el hombre de la tribu, la encarnación de un mundo sagrado y casi aterrador, cuyos vestigios encontré más tarde entre nuestros necrománticos etruscos. Andaba siempre a cabeza descubierta, cosa que luego habrían de criticar en mí; sus pies encallecidos prescindían de las sandalias. En los días ordinarios, sus ropas se distinguían apenas de las de los viejos mendigos y los graves aparceros acurrucados al sol. Tenía fama de brujo y los aldeanos trataban de evitar su mirada. Pero gozaba de un singular poder sobre los animales. Le he visto acercar su cabeza cana a un nido de víboras, prudente y amistosamente; he visto sus dedos nudosos que ejecutaban una especie de danza frente a un lagarto. En las noches de verano me llevaba a lo alto de una árida colina para observar el cielo. Me quedaba dormido en un hueco, fatigado de contar los meteoros. Él seguía sentado, alta la cabeza, girando imperceptiblemente con los astros. Debía de haber conocido los sistemas de Filolao y de Hiparco, y el de Aristarco de Samos, que preferí más tarde, pero esas especulaciones ya no le interesaban. Para él los astros eran puntos inflamados, objetos como las piedras y los lentos insectos de los cuales también extraía presagios, partes constitutivas de un universo mágico que abarcaba las voluntades de los dioses, la influencia de los demonios, y la suerte reservada a los hombres. Había determinado el tema de mi natividad. Una noche vino a mí, me sacudió para despertarme y me anunció el imperio del mundo con el mismo laconismo gruñón que hubiera empleado para predecir una buena cosecha a las gentes de la granja. Luego, presa de desconfianza, fue a sacar una tea del pequeño fuego de sarmientos que mantenía para calentarnos en las horas de frío, la acercó a mi mano y leyó en mi espesa palma de niño de once años no sé qué confirmación de las líneas inscritas en el cielo. El mundo era para él un solo bloque: una mano confirmaba los astros. Su noticia me conmovió menos de lo que podía creerse: un niño lo espera siempre todo. Creo que después se olvidó de su profecía, sumido en esa indiferencia a los sucesos presentes y futuros que es propia de la ancianidad. Lo encontraron una mañana en el bosque de castaños de los confines del dominio, ya frío y picoteado por las aves de presa. Antes de morir había tratado de enseñarme su arte. No tuvo éxito; mi curiosidad natural saltaba de golpe a las conclusiones sin preocuparse por los detalles complicados y un tanto repugnantes de su ciencia. Pero quedó en mi el gusto por ciertas experiencias peligrosas.
Mi padre, Elio Afer Adriano, era un hombre abrumado de virtudes. Su vida transcurrió en administraciones sin gloria; su voz no contó jamás en el Senado. Contrariamente a lo que suele ocurrir, su gobierno de África no lo había enriquecido. Entre nosotros, en el municipio español de Itálica, se agotaba dirimiendo conflictos locales. Carecía de ambición y de alegría; como tantos otros hombres que se van eclipsando de año en año, había llegado a ocuparse con maniática minucia de las insignificancias a las cuales se dedicaba. También yo he conocido esas honorables tentaciones de la minucia y del escrúpulo. La experiencia había desarrollado en mi padre un extraordinario escepticismo sobre los seres humanos, y en él me incluía siendo yo apenas un niño. Si hubiera asistido a mis éxitos, no lo habrían deslumbrado en absoluto; el orgullo familiar era tan grande que nadie hubiera admitido que yo agregaba alguna cosa. Aquel hombre agotado sucumbió cuando yo tenía doce años. Mi madre habría de pasar el resto de su vida en una austera viudez; no volví a verla desde el día en que, llamado por mi tutor, partí para Roma. De su rostro alargado de española, lleno de una dulzura algo melancólica, guardo un recuerdo que el busto de cera del muro de los antepasados corrobora. De las hijas de Gades tenía los piececitos calzados con estrechas sandalias, y el dulce balanceo de las caderas de las danzarinas de la región asomaba en aquella joven matrona irreprochable.
Con frecuencia he reflexionado sobre el error que cometemos al suponer que un hombre o una familia participan necesariamente de las ideas o los acontecimientos del siglo en que les toca vivir. El contragolpe de las intrigas romanas llegaba apenas hasta mis padres en aquel rincón de España, aunque en tiempos de la revuelta contra Nerón mi abuelo hubiera ofrecido hospitalidad a Galba durante una noche. Se vivía con el recuerdo de cierto Fabio Adriano, quemado vivo por los cartagineses en el sitio de Utica, de un segundo Fabio, soldado sin suerte que persiguió a Mitridates en las rutas del Asia Menor, oscuros héroes de archivos sin fastos. Mi padre no sabía casi nada de los escritores de la época; Lucano y Séneca le eran ajenos, aunque oriundos de España como nosotros. Mi tío abuelo Elio, que era letrado, limitaba sus lecturas a los autores más conocidos del siglo de Augusto. Este desdén por las modas contemporáneas les ahorraba muchos errores de gusto; a él debían su falta de engreimiento. El helenismo y el Oriente eran desconocidos, o se los miraba de lejos con el ceño fruncido; creo que en toda la península no había una sola estatua griega. La economía iba a la par de la riqueza, y una cierta rusticidad con un empaque casi pomposo. Mi hermana Paulina era grave, silenciosa, retraída; se casó siendo joven con un viejo. La probidad era rigurosa, pero se trataba con dureza a los esclavos. No se incurría en ninguna curiosidad, limitándose a pensar en todo lo que convenía a un ciudadano romano. Yo he debido de ser el disipador de tantas virtudes, si realmente se trataba de virtudes.
La ficción oficial quiere que un emperador romano nazca en Roma, pero nací en Itálica; más tarde habría de superponer muchas otras regiones del mundo a aquel pequeño país pedregoso. La ficción tiene su lado bueno, prueba que las decisiones del espíritu y la voluntad priman sobre las circunstancias. El verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente; mis primeras patrias fueron los libros. Y, en menor grado, las escuelas. Las de España se resentían del ocio provinciano. La escuela de Terencio Scauro, en Roma, proporcionaba una enseñanza mediocre sobre las filosofías y los poetas, pero preparaba bastante bien para las vicisitudes de la existencia humana; los maestros ejercían sobre los alumnos un despotismo que yo me avergonzaría de imponer a los hombres; encerrados en los estrechos limites de su saber, cada uno despreciaba a sus colegas que poseían otros conocimientos igualmente estrechos. Aquellos pedantes se desgañitaban disputándose sobre palabras. Las querellas de precedencia, las intrigas, las calumnias, me familiarizaron con lo que debería encontrar más tarde en todos los círculos donde viví; y a ello se agregaba la brutalidad de la infancia. No obstante llegué a querer a algunos de mis maestros, a esas relaciones extrañamente intimas y extrañamente elusivas que existen entre el profesor y el alumno, y a las Sirenas cantando en lo hondo de una voz cascada que por primera vez nos revela una obra maestra o nos explica una idea nueva. Después de todo, el más grande seductor no es Alcibíades sino Sócrates.
Los métodos de los gramáticos y los rectores eran quizá menos absurdos de lo que yo creía en la época en que me hallaba sometido a ellos. La gramática, con su mezcla de regla lógica y de uso arbitrario, propone al joven las primicias de lo que más tarde le ofrecerán las ciencias de la conducta humana, el derecho o la moral, todos los sistemas donde el hombre ha codificado su experiencia instintiva. En cuanto a los ejercicios de retórica, en los que éramos sucesivamente Jerjes y Temístocles, Octavio y Marco Antonio, me embriagaron; me sentí Proteo. Por ellos aprendí a penetrar sucesivamente en el pensamiento de cada hombre, a comprender que cada uno se decide, vive y muere conforme a sus propias leyes. La lectura de los poetas tuvo efectos todavía más trastornadores; no estoy seguro de que el descubrimiento del amor sea por fuerza más delicioso que el de la poesía. Me transformé; la iniciación a la muerte no me hará entrar más profundamente en otro mundo que un crepúsculo dicho por Virgilio. Más tarde preferí la rudeza de Ennio, tan próximo a los orígenes sagrados de la raza, a la sapiente amargura de Lucrecio; a la generosa soltura de Homero antepuse la humilde parsimonia de Hesíodo. Gusté por sobre todo de los poetas más complicados y oscuros, que someten mi pensamiento a una difícil gimnástica; los más recientes o los más antiguos, aquellos que me abren caminos novísimos o aquellos que me ayudan a encontrar las huellas perdidas. Pero por aquel entonces amaba en el arte de los versos lo que toca más de cerca a los sentidos, el metal pulido de Horacio, la blanda carne de Ovidio. Scauro me desesperó al asegurarme que yo no pasaría nunca de ser un poeta mediocre; me faltaban el don y la aplicación. Mucho tiempo creí que se había engañado; guardo en alguna parte, bajo llave, uno o dos volúmenes de versos amorosos, en su mayoría imitaciones de Catulo. Pero ahora me importa muy poco que mis producciones personales sean o no detestables.
Siempre agradeceré a Scauro que me hiciera estudiar el griego a temprana edad. Aún era un niño cuando por primera vez probé de escribir con el estilo los caracteres de ese alfabeto desconocido; empezaba mi gran extrañamiento, mis grandes viajes y el sentimiento de una elección tan deliberada y tan involuntaria como el amor. Amé esa lengua por su flexibilidad de cuerpo bien adiestrado, su riqueza de vocabulario donde a cada palabra se siente el contacto directo y variado de las realidades, y porque casi todo lo que los hombres han dicho de mejor lo han dicho en griego. Bien sé que hay otros idiomas; están petrificados, o aún les falta nacer. Los sacerdotes egipcios me mostraron sus antiguos símbolos, signos más que palabras, antiquísimos esfuerzos por clasificar el mundo y las cosas, habla sepulcral de una raza muerta. Durante la guerra con los judíos, el rabino Josuá me explicó literalmente ciertos textos de esa lengua de sectarios, tan obsesionados por su dios, que han desatendido lo humano. En el ejército me familiaricé con el lenguaje de los auxiliares celtas; me acuerdo sobre todo de ciertos cantos… Pero las jergas bárbaras valen a lo sumo por las reservas que proporcionan la palabra, y por todo lo que sin duda expresarán en el porvenir. En cambio el griego tiene tras de él tesoros de experiencia, la del hombre y la del Estado. De los tiranos jonios a los demagogos de Atenas, de la pura austeridad de un Agesilao o los excesos de un Dionisio o de un Demetrio, de la traición de Dimarates a la fidelidad de Filopemen, todo lo que cada uno de nosotros puede intentar para perder a sus semejantes o para servirlos, ha sido hecho ya alguna vez por un griego. Y lo mismo ocurre con nuestras elecciones personales: del cinismo al idealismo, del escepticismo de Pirrón a los sueños sagrados de Pitágoras, nuestras negativas o nuestros asentimientos ya han tenido lugar; nuestros vicios y virtudes cuentan con modelos griegos. Nada iguala la belleza de una inscripción votiva o funeraria latina; esas pocas palabras grabadas en la piedra resumen con majestad impersonal todo lo que el mundo necesita saber de nosotros. Yo he administrado el imperio en latín; mi epitafio será inscrito en latín sobre los muros de mi mausoleo a orillas del Tíber; pero he pensado y he vivido en griego.
Tenía dieciséis años; volvía de un periodo de aprendizaje en la Séptima legión acantonada entonces en el corazón de los Pirineos, en una región salvaje de la España Citerior, harto diferente de la parte meridional de la península donde había crecido. Acilio Atiano, mi tutor, creyó oportuno equilibrar mediante el estudio aquellos meses de vida ruda y cacerías salvajes. Sensatamente se dejó persuadir por Scauro y me envió a Atenas como alumno del sofista Iseo, hombre brillante y dotado sobre todo de un raro talento para la improvisación. Atenas me conquistó de inmediato; el colegial un tanto torpe, el adolescente de tempestuoso corazón, saboreaba por primera vez ese aire intenso, esas conversaciones rápidas, esos vagabundeos en los demorados atardeceres rosados, esa incomparable facilidad para la discusión y la voluptuosidad. Las matemáticas y las artes —investigaciones paralelas— me ocuparon sucesivamente; tuve así ocasión de seguir en Atenas un curso de medicina de Leotiquidas. Me hubiera agradado la profesión de médico; su espíritu no difiere en esencia del que traté de aplicar a mi oficio de emperador. Me apasioné por esa ciencia demasiado próxima a nosotros para no ser incierta, para no estar sujeta a la infatuación y al error, pero a la vez rectificada de continuo por el contacto de lo inmediato, de lo desnudo. Leotiquidas tomaba las cosas en la forma más positiva posible; había elaborado un admirable sistema de reducción de fracturas. Por la tarde nos paseábamos a orillas del mar; aquel hombre Universal se preocupaba por la estructura de los caracoles y la composición de los limos marinos. Le faltaban medios experimentales; añoraba los laboratorios y las salas de disección del museo de Alejandría, que había frecuentado en su juventud, el choque de las opiniones, la ingeniosa competencia de los hombres. Espíritu seco, me enseñó a preferir las cosas a las palabras, a desconfiar de las fórmulas, a observar más que a juzgar. Aquel áspero griego me enseñó el método.