—Yo que tú no lo haría, forastero.
Empezó su carrera a los doce, cuando un holgazán insultó a su madre y él huyó a todo galope, blandiendo una navaja que goteaba sangre.
(131 y 292)
Jesse y sus muchachos, los
James boys
, habían combatido junto al ejército esclavista del sur y después fueron los ángeles vengadores de la tierra vencida. Por puro sentido del honor han desplumado once bancos, siete trenes postales y tres diligencias. Escupiendo por el colmillo, desganado, sin tomarse el trabajo de desenfundar el arma, Jesse ha enviado dieciséis prójimos al otro mundo.
Un sábado de noche, en Saint Joseph, Missouri, su mejor amigo le mete un tiro en la espalda.
—Tú, pequeña, sécate esas lágrimas y sirve jarabe para todos. Y a ver si quitan del paso esa basura. Les diré lo que era. ¿Saben lo que era? Era más tozudo que todos los mulos de Arizona.
(292)
Hace medio siglo, el legendario caballo salvaje de Oklahoma maravilló a Washington Irving y le inspiró la pluma. Aquel indomable príncipe de las praderas, flecha blanca de crines, es hoy bestia de carga o mansa cabalgadura.
También el
cowboy
, campeón de la conquista del Oeste, ángel de justicia o bandolero vengador, se hace soldado o peón obediente de horarios. El alambre de púas avanza a un ritmo de mil kilómetros por día y los trenes frigoríficos atraviesan las grandes llanuras de los Estados Unidos. Las baladas y las novelitas evocan los buenos tiempos de las caravanas de carretas, los quejosos ejes de madera engrasados con tocino, los aullidos de los coyotes y de los indios, y Buffalo Bill está demostrando que la nostalgia puede convertirse en industria muy lucrativa. Pero el cowboy es una máquina más entre las máquinas que despepitan el algodón, trillan el trigo, apilan el arroz o baten el heno.
(224 y 292)
El camino de la felicidad ya no conduce solamente a las praderas del Oeste. Ahora es también el tiempo de las grandes ciudades. El silbato del tren, flauta mágica, despierta a los jóvenes que duermen la siesta pueblerina y los invita a incorporarse a los nuevos paraísos de cemento y acero. Cada huérfano andrajoso, prometen las voces de sirena, se convertirá en próspero empresario si trabaja con fervor y vive con virtud en las oficinas o las fábricas de los edificios gigantescos.
Un escritor, Horatio Alger, vende estas ilusiones en millones de ejemplares. Alger es más famoso que Shakespeare y sus novelas circulan más que la Biblia. Sus lectores y sus personajes, mansos asalariados, no han dejado de correr desde que bajaron de los trenes o de los buques transatlánticos. En la realidad, la pista está reservada a un puñado de atletas de los negocios, pero la sociedad norteamericana consume masivamente la fantasía de la libre competencia y hasta los cojos sueñan con ganar carreras.
(282)
En el principio hice la luz con farol de queroseno. Y las tinieblas, que se burlaban de las velas de sebo o de esperma, retrocedieron. Y amaneció y atardeció el día primero.
Y el día segundo Dios me puso a prueba y permitió que el demonio me tentara ofreciéndome amigos y amantes y otros despilfarros.
Y dije: «Dejad que el petróleo venga hacia mí.» Y fundé la Standard Oil. Y vi que estaba bien y amaneció y atardeció el día tercero.
Y el día cuarto seguí el ejemplo de Dios. Como Él, amenacé y maldije a quien me negara obediencia; y como Él apliqué la extorsión y el castigo. Como Dios ha aplastado a sus competidores, así yo pulvericé sin piedad a mis rivales de Pittsburgh y Filadelfia. Y a los arrepentidos prometí perdón y paz eterna.
Y puse fin al desorden del Universo. Y donde había caos, hice organización. Y en escala jamás conocida calculé costos, impuse precios y conquisté mercados. Y distribuí la fuerza de millones de brazos para que nunca más se derrochara tiempo, ni energía, ni materia.
Y desterré la casualidad y la suerte de la historia de los hombres.
Y en el espacio por mí creado no reservé lugar alguno a los débiles ni a los ineficaces. Y amaneció y atardeció el día quinto.
Y por dar nombre a mi obra inauguré la palabra trust. Y vi que estaba bien. Y comprobé que giraba el mundo alrededor de mis ojos vigilantes, mientras amanecía y atardecía el día sexto.
Y el día séptimo hice caridad. Sumé el dinero que Dios me había dado por haber continuado Su obra perfecta y doné a los pobres veinticinco centavos. Y entonces descansé.
(231 y 282)
El búfalo es ya una curiosidad en Montana y los indios blackfeet roen huesos viejos y cortezas de árbol.
Toro Sentado encabeza la última cacería de los sioux en las llanuras del norte. Después de mucho andar, encuentran unos pocos animales. Por cada uno que matan, los sioux piden perdón al Gran Búfalo Invisible, según quiere la tradición, y le prometen que no desperdiciarán ni un pelo del muerto.
Poco después, el Ferrocarril del Pacífico Norte celebra la culminación de su vía que llega de costa a costa. Ésta es la cuarta línea que atraviesa el territorio norteamericano. Las locomotoras de carbón, con frenos neumáticos y coches Pullman, avanzan delante de los colonos hacia las llanuras que fueron de los indios. Por todas partes brotan ciudades nuevas. Crece y se articula el gigantesco mercado nacional.
Las autoridades del Ferrocarril del Pacífico Norte invitan al jefe Toro Sentado a pronunciar un discurso en la gran fiesta de inauguración. Toro Sentado llega desde la reservación donde los sioux sobreviven por caridad. Sube al palco cubierto de flores y banderas y se dirige al presidente de los Estados Unidos, a los ministros y personalidades presentes y al público en general:
—Odio a los blancos
—dice—.
Ustedes son ladrones y mentirosos…
El intérprete, un joven oficial, traduce:
—Mi corazón rojo y dulce os da la bienvenida…
Toro Sentado interrumpe el clamoroso aplauso del público:
—Ustedes nos han arrancado la tierra y nos han hecho parias…
El público ovaciona, de pie, al emplumado guerrero; y el intérprete transpira hielo.
(224)
Nuestros derechos nacen de la victoria, la ley suprema de las naciones
, dice el gobierno vencedor.
La guerra del Pacífico, guerra del salitre, ha terminado. Por mar y por tierra Chile ha pulverizado a sus enemigos. Se incorporan al mapa chileno los inmensos desiertos de Atacama y Tarapacá. Perú pierde el salitre y las exhaustas islas guaneras. Bolivia pierde la salida al mar y queda acorralada en el corazón de América del sur.
En Santiago de Chile celebran la victoria. En Londres la cobran. Sin disparar un tiro ni gastar un penique, John Thomas North se ha convertido en el rey del salitre. Con dinero prestado por los bancos chilenos, North ha comprado a precio de bagatela los bonos que el Estado peruano había entregado a los antiguos propietarios de los yacimientos. North los compró no bien estalló la guerra; y antes de que la guerra terminara, el Estado chileno tuvo la gentileza de reconocer los bonos como legítimos títulos de propiedad.
(268 y 269)
Tres años y doscientas leguas de lucha incesante ha recorrido el mariscal Andrés Avelino Cáceres, con sus guerrilleros indios, contra los invasores chilenos en las sierras del Perú.
Los indios de las comunidades llaman
Taita
a su mariscal, hombre de marciales patillas; y muchos han muerto, por seguirlo, lanzando vivas a una patria que los desprecia. También en Lima los indios fueron carne de cañón y el cronista social Ricardo Palma echó la culpa de la derrota
a esa raza abyecta y degradada
.
En cambio, el mariscal Cáceres afirmaba hasta hace poco que el Perú había sido vencido por sus propios mercaderes y burócratas. Hasta hace poco, también rechazaba el tratado de paz que amputa un buen pedazo del Perú. Ahora, Cáceres ha cambiado de idea. Quiere ser presidente. Tiene que hacer méritos. Es preciso desmovilizar a los indios armados, que han peleado contra los chilenos pero también han invadido haciendas y están amenazando el sacro orden latifundista.
El mariscal convoca a Tomás Laimes, jefe de la guerrilla de Coica. Llega Laimes a Huancayo con mil quinientos indios. Viene a decir:
—Ordene, mi Taita.
Pero no bien llega Laimes, le desarman la tropa. Apenas atraviesa el umbral del cuartel, cae de un culatazo. Y después lo fusilan, vendado y sentado.
(194)
El Perú gime bajo la dominación de unos cuantos seres privilegiados… Esos hombres nos laminarían entre los cilindros de un trapiche, nos destilarían en la pila de un alambique, nos carbonizarían en un horno de quemar metales, si de nuestro residuo pudieran extraer un solo miligramo de oro… Ellos, como tierra maldita, reciben la semilla y beben el agua, sin producir jamás el fruto…
En la guerra con Chile, probaron su cobardía, no habiendo tenido coraje ni para defender la presa del guano y del salitre… Fuimos ultrajados, pisoteados y ensangrentados como no lo fue nación alguna; pero la guerra con Chile nada nos ha enseñado ni de ningún vicio nos ha corregido.
(145)
dice Teodoro Flores, indio mixteco, héroe de tres guerras.
—¡Repítanlo!
Y los hijos repiten: Todo es de todos:
Teodoro Flores ha defendido a México contra los norteamericanos, los conservadores y los franceses. El presidente Juárez le dio por premio tres fincas, con buena tierra. Él no aceptó.
—La tierra, el agua, los bosques, las casas, los bueyes, las cosechas. De todos ¡Repítanlo!
Y los hijos repiten.
Abierta al cielo, la azotea está casi a salvo del olor a mierda y a fritanga, y hay casi silencio. Aquí se puede tomar el fresco y conversar, mientras en el patio de abajo los hombres disputan una hembra a cuchilladas, alguien llama a gritos a la Virgen y los perros aúllan trayendo muerte.
—Cuéntenos de la sierra
—pide el hijo menor.
Y el padre cuenta cómo se vive en Teotitlán del Camino. Allí trabajan los que pueden y se reparte a cada cual lo que necesita. Está prohibido que nadie tome más de lo que necesita. Eso es delito grave. En la sierra se castigan los delitos con silencio, desprecio o expulsión. Fue el presidente Juárez quien llevó la cárcel, que allá no se conocía. Juárez llevó jueces y títulos de propiedad y mandó dividir la tierra común:
—Pero nosotros no hicimos caso a los papeles que nos dio.
Teodoro Flores tenía quince años cuando aprendió la lengua castellana. Ahora quiere que sus hijos se hagan abogados, para defender a los indios de las artimañas de los doctores. Por eso los trajo a la capital, a esta pocilga estrepitosa, a malvivir amontonados entre hampones y mendigos.
—Lo que Dios creó y lo que el hombre crea. Todo es de todos ¡Repítanlo!
Noche tras noche, los niños lo escuchan hasta que los voltea el sueño.
—Nacemos todos iguales, encueraditos. Somos todos hermanos ¡Repítanlo!
(287)
La ciudad de Colón nació hace treinta años, porque necesitaba una estación terminal el tren que atraviesa Panamá de mar a mar. Nació la ciudad sobre los pantanos del mar Caribe, y ofreció fiebres y mosquitos, hoteluchos y garitos y burdeles a los aventureros que afluyeron en busca del oro de California, y miserables barracas a los obreros chinos que tendieron las vías y murieron de peste o tristeza.
John Pemberton, boticario, ha ganado cierto prestigio por sus pócimas de amor y sus lociones contra la calvicie.
Ahora inventa una medicina que alivia el dolor de cabeza y disimula las náuseas. Su nuevo producto está hecho a base de hojas de coca, traídas de los Andes, y nueces de cola, semillas estimulantes que vienen del África. Agua, azúcar, caramelo y algunos secretos completan la fórmula.
Pronto Pemberton venderá su invento en dos mil trescientos dólares. Está convencido de que es un buen remedio; y reventaría de risa, no de orgullo, si algún adivino le dijera que acaba de crear el símbolo del siglo que viene.
(184)
Les espera la horca. Eran cinco, pero Lingg madrugó a la muerte haciendo estallar entre sus dientes una cápsula de dinamita. Fischer se viste sin prisa, tarareando «La Marsellesa». Parsons, el agitador que empleaba la palabra como látigo o cuchillo, aprieta las manos de sus compañeros antes de que los guardias se las aten a la espalda. Engel, famoso por la puntería, pide vino de Oporto y hace reír a todos con un chiste. Spies, que tanto ha escrito
pintando a la anarquía como la entrada en la vida
, se prepara, en silencio, para entrar en la muerte.
Los espectadores, en platea de teatro, clavan la vista en el cadalso. Una seña, un ruido, la trampa cede… Ya, en danza horrible, murieron dando vueltas en el aire.
José Martí escribe la crónica de la ejecución de los anarquistas en Chicago. La clase obrera del mundo los resucitará todos los primeros de mayo. Eso todavía no se sabe, pero Martí siempre escribe como escuchando, donde menos se espera, el llanto de un recién nacido.
Hace veinte años saltó al muelle de Valparaíso, ojos de piedra azul, crespas patillas de fuego: traía diez libras esterlinas en los bolsillos y un atado de ropa a la espalda. En su primer empleo conoció y padeció el salitre, en las calderas de un pequeño yacimiento en Tarapacá, y después fue mercader en el puerto de Iquique. Durante la guerra del Pacífico, mientras chilenos, peruanos y bolivianos se destripaban a golpes de bayoneta, John Thomas North practicó malabarismos que lo hicieron dueño de los campos de batalla.