Viene sin prisa. Abraham Lincoln nunca tuvo prisa. Camina como pato, apoyando de plano sus pies enormes, y como torre sobresale de la multitud que lo ovaciona. Entra al teatro y lentamente sube las escaleras hacia el palco presidencial. En el palco, sobre flores y banderas, se recorta en la sombra su cabeza huesuda, pescuezuda, y en la sombra brillan los ojos más dulces y la más melancólica sonrisa de América.
Viene desde la victoria y desde el sueño. Hoy es Viernes Santo y hace cinco días que se ha rendido el general Lee. Anoche, Lincoln soñó con un mar de misterio y un raro navío que navegaba hacia orillas de brumas.
Lincoln viene desde toda su vida, caminando sin prisa hacia esta cita en el palco de un teatro de cómicos en la ciudad de Washington. Ya viene hacia él la bala que le parte la cabeza.
(81 y 188)
¿Cuántos negros han sido ahorcados por robar un pantalón o mirar a los ojos a una mujer blanca? ¿Cómo se llamaban los esclavos que hace más de un siglo incendiaron Nueva York? ¿Cuántos blancos han seguido las huellas de Elijah Lovejoy, cuya imprenta fue arrojada por dos veces al río y que murió asesinado en Illinois, sin que nadie fuera por ello perseguido ni castigado? La historia de la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos ha tenido infinitos protagonistas, negros y blancos. Como estos:
(12 y 210)
Mientras en Norteamérica la historia gana una guerra, en América del sur se desencadena otra guerra que la historia perderá. Buenos Aires, Río de Janeiro y Montevideo, los tres puertos que hace medio siglo aniquilaron a José Artigas, se disponen a arrasar el Paraguay.
Bajo las sucesivas dictaduras de Gaspar Rodríguez de Francia, Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano, caudillos de muy absoluto poder, el Paraguay se ha convertido en ejemplo peligroso. Corren los vecinos grave riesgo de contagio: en el Paraguay no mandan los terratenientes, ni los mercaderes especulan, ni asfixian los usureros. Bloqueado desde afuera, el país ha crecido hacia adentro, y sigue creciendo, sin obedecer al mercado mundial ni al capital extranjero. Mientras los demás patalean, ahorcados por sus deudas, el Paraguay no debe un centavo a nadie y camina con sus propias piernas.
El embajador británico en Buenos Aires, Edward Thornton, es el supremo sacerdote de la feroz ceremonia de exorcismo. Argentina, Brasil y Uruguay conjurarán al demonio clavando bayonetas en el pecho de los soberbios.
(47, 60 y 83)
Como grotesca copa de arbolito, clavada en la pica, la cabeza de melena y vincha del Chacho Peñaloza decoraba el centro de una plaza. El Chacho y su caballo habían sido un solo músculo: sin caballo lo atraparon, y a traición lo degollaron.
Para aquietar a la chusma
exhibieron la cabeza del guerrero gaucho de los llanos de La Rioja. Domingo Faustino Sarmiento felicitó a los verdugos.
La guerra contra el Paraguay prolonga otra guerra, que lleva medio siglo: la guerra de Buenos Aires, puerto vampiro, contra las provincias. Venancio Flores, uruguayo, ha colaborado con Mitre y Sarmiento en el exterminio de gauchos rebeldes. Como recompensa obtuvo la presidencia del Uruguay. Naves brasileñas y armas argentinas impusieron a Flores en el gobierno. La invasión del Uruguay se abrió paso a partir del bombardeo de la ciudad desamparada de Paysandú. Durante un mes resistió Paysandú, hasta que el jefe de la defensa, Leandro Gómez, cayó fusilado sobre sus escombros llameantes.
Así, la alianza de dos se ha hecho Triple Alianza. Con bendición inglesa y créditos ingleses, los gobiernos de Argentina, Brasil y Uruguay se lanzan a redimir al Paraguay. Firman un tratado. Hacen la guerra, dice el tratado, en nombre de la paz. El Paraguay tendrá que pagar los gastos de su propio exterminio y los vencedores le brindarán un gobierno adecuado. En nombre del respeto a la integridad territorial del Paraguay, el tratado garantiza al Brasil un tercio de su superficie y adjudica a la Argentina todo Misiones y el vasto Chaco. La guerra se hace también en nombre de la libertad. El Brasil, que tiene dos millones de esclavos, promete libertad al Paraguay, que no tiene ninguno.
(47, 244 y 291)
Besa la mano de una mujer, es fama, y la deja embarazada. Colecciona hijos y tierras. Hijos tiene ciento cincuenta, sin contar a los dudosos, y leguas de campo quién sabe cuántas. Adora los espejos, las condecoraciones brasileñas, las porcelanas francesas y el tintineo de los patacones.
Justo José de Urquiza, viejo caudillo del litoral argentino, el hombre que hace años derrotó a Juan Manuel de Rosas, tiene sus dudas sobre la guerra del Paraguay. Las resuelve vendiendo treinta mil caballos de sus estancias al ejército brasileño, a precio excelente, y contratando el suministro de carne salada a los ejércitos aliados. Salvado de las dudas, manda fusilar a quien se niegue a matar paraguayos.
(71 y 291)
Flotan en las aguas, a la deriva, astillas que fueron naves. La armada paraguaya ha muerto, pero la flota aliada no puede continuar invadiendo río arriba. La paran los cañones de Curupaytí y Humaitá, y entre ambas fortalezas una hilera de damajuanas, quizás minas, tendidas de costa a costa.
Al mando de Bartolomé Mitre, presidente argentino y generalísimo de la Triple Alianza, los soldados arremeten a bayoneta calada contra las murallas de Curupaytí. El clarín desata oleadas sucesivas de soldados al asalto. Pocos llegan al foso y ninguno a la empalizada. Los paraguayos practican el tiro al blanco contra un enemigo que persiste en mostrarse en campo abierto y a pleno día. A los bramidos de los cañones, retumbar de tambores, sigue el tableteo de la fusilería. La fortaleza paraguaya escupe lenguas de fuego; y cuando se desvanece el humo, lenta neblina, miles de muertos, cazados como conejos, aparecen revolcados en los pantanos. A prudente distancia, catalejo en mano, levita negra y chambergo, Bartolomé Mitre contempla los resultados de su genio militar.
Mintiendo con admirable sinceridad, él había prometido a las tropas invasoras que en tres meses llegarían a Asunción.
(61 y 272)
Cándido López, soldado de Mitre, pintará este desastre de Curupaytí y las anteriores batallas que ha peleado, y también la vida cotidiana de la guerra en los campamentos. Pintará con la mano izquierda, porque en Curupaytí una granada le ha volado la derecha.
Pintará sin imitar a nadie y nadie le imitará. Durante la semana venderá zapatos en una tienda de Buenos Aires y los domingos hará cuadros que dirán:
La guerra fue así.
La tonta mano izquierda se hará sabia, por amor a la memoria, pero ningún artista le prestará la menor atención, ni lo tomará en serio ningún crítico, ni habrá nadie interesado en comprar las recordaciones del soldado manco.
—Yo soy un cronista del pincel.
El solitario Cándido López pintará multitudes. No habrá en sus obras primeros planos de sables fulgurantes y caballos briosos, ni héroes en agonía pronunciando el discurso póstumo con una mano sobre el pecho sangrante, ni alegorías de la Gloria con las tetas al aire. A través de sus ojos de niño, desfilarán innumerables soldaditos de plomo y caballos de calesita jugando en ordenada formación el pavoroso juego de la guerra.
(100)
Se sublevan los jinetes montoneros en cinco provincias argentinas. La tijera de esquilar, atada a la lanza, desafía al cañón de los regimientos de línea, buscando el cuerpo a cuerpo; y en la polvareda de los entreveros se vocifera:
¡Viva el Paraguay!
Desde los Andes hasta los llanos, Felipe Varela viene alzando al paisanaje contra el puerto de Buenos Aires, usurpador de la Argentina y negador de América. El caudillo de Catamarca denuncia la bancarrota de la nación, empeñada en empréstitos millonarios para aniquilar a otra nación hermana. Sus montoneros llevan en la frente una divisa,
la unión americana
, y una vieja furia en el corazón:
Ser provinciano es ser mendigo sin patria
. Gaucho enjuto, puro pómulo y barba, nacido y crecido a lomo de caballo, Varela es la ronca voz del pobrerío empujado al muere. Atados con maneas acuden a los esteros paraguayos los
voluntarios
de las provincias, y los encierran en corrales, y les meten bala cuando se rebelan o desertan.
(239)
El coronel Pablo Irrazábal toma declaración a los llaneros rebeldes de La Rioja. Les toma declaración, o sea: los clava al cepo, o los hace caminar con los pies desollados, o los degüella de a poquito con cuchillo sin filo.
El puerto de Buenos Aires emplea diversos instrumentos de persuasión contra las provincias alzadas. Uno de los más eficaces es el llamado
cepo colombiano
. Se arma el cepo doblando al preso y atándolo en arco con tientos húmedos entre dos fusiles, de tal manera que, al secarse los tientos, la espina dorsal cruje y se rompe en pedazos.
(214)
Montado en Holofernes, su caballo de guerra y fiesta, el presidente Melgarejo llega a la catedral de La Paz. Sentado bajo palio, en sillón de terciopelo, escucha misa solemne. Luce uniforme de general del ejército de Chile y en su pecho relumbra el gran cordón de la Orden Imperial del Brasil.
Al cabo de tantos andares y matares, Melgarejo ha aprendido a no confiar ni en su propia camisa. Dicen que a veces se la arranca y la acribilla a balazos:
—El que manda manda, y el dedo en el gatillo.
Hay dos seres en el mundo, dos nomás, que el general de hierro no mira de reojo: el caballo Holofernes y la bella Juana Sánchez. El embajador de Chile alza la copa y brinda con Holofernes y a la salud de Holofernes, cuando el negro caballo se asoma a la mesa presidencial para beber cerveza entre ministros, obispos y generales. El embajador del Brasil cubre el cuerpo de Juana Sánchez con collares, diademas y brazaletes que la amante de Melgarejo jamás había visto ni delirado.
Acribillado el pecho de condecoraciones brasileñas, Melgarejo cede al Brasil sesenta y cinco mil kilómetros cuadrados de selva boliviana en la Amazonia. Convertido en general del ejército chileno, Melgarejo entrega a Chile la mitad del desierto costero de Atacama, riquísimo en salitre. Capitales chilenos y británicos están explotando allí el fertilizante más codiciado por las cansadas tierras de Europa. Con la amputación del desierto de Atacama, Bolivia empieza a perder su salida al mar.
(85, 107 y 172)
Antonia, por ti me muero.
El que tú sabes.
EL JUEZ DE CHAÑARCILLO ESTÁ ROBANDO
Págame mis tres onzas, Ramón.
El Intendente es un bruto.
Don T.P. dice que no es mulato.
(256)
Las damas se balancean en las hamacas, bucles flameando tras los ebúrneos cuellos, mecidas por caballeros que visten como difuntos y tienen caras de pollos hervidos. Una caravana de negros, con cestas en las cabezas, pasa lejos y en silencio, como pidiendo disculpas por existir y molestar. En el jardín de la plantación, aroma de café, fragancia de gardenias, Jorge Isaacs moja su pluma en lágrimas.
Toda Colombia solloza. Efraín no ha llegado a tiempo. Mientras él surcaba la mar, su prima María, víctima de enfermedad hereditaria e incurable, exhalaba el último suspiro y ascendía virgen al Cielo. Ante el sepulcro, Efraín estruja contra el pecho su herencia de amor. María le ha dejado un pañuelo, por ella bordado y por ella mojado, unos pétalos de azucena tan iguales a ella y tan como ella marchitos, una sortija resbalada de la yerta mano que había sido airosa rosa de Castilla y un mechón de sus guedejas en el relicario que sus labios de lirio alcanzaron a besar mientras los helaba la muerte.