(109)
El valle del río Paraíba del sur produce la mayor parte del café que el mundo consume y también produce la mayor cantidad de vizcondes, barones y marqueses por metro cuadrado.
Desde el trono del Brasil, el emperador Pedro II recompensa ahora con nuevos títulos de nobleza a los esclavistas del café, que tanto dinero han aportado a la guerra contra el Paraguay.
No hay plantación con menos de cien esclavos. Siendo noche todavía, al toque de la campana de hierro los esclavos se lavan en el tanque, dan gracias en voz alta a Nuestro Señor Jesucristo y marchan al trabajo cerro arriba, empujados por el chicote de cinco correas.
Los hijos de los señores vienen al mundo de la mano de parteras negras, y nodrizas negras les dan de mamar. Criadas negras les enseñan canciones, leyendas y comidas. Con niños negros aprenden a jugar y con muchachas negras descubren el amor. Pero desde temprano saben quién es propietario y quién propiedad. La boda con la prima o la sobrina robustecerá la unidad de la familia y perpetuará la nobleza del linaje.
(327)
Del negro esclavo comen todos. No sólo los barones del café y los señores del azúcar: cualquier brasileño libre, por pobre que sea, tiene por lo menos un esclavo trabajando para él.
Joaquim Nabuco denuncia, en discursos ardientes, la profunda infección. Nacido de terratenientes y políticos profesionales, Nabuco proclama que el Brasil no entrará en el mundo moderno mientras la tierra y la política pertenezcan a un puñado de familias y mientras descanse el país entero sobre las espaldas de los esclavos.
El poeta José Bonifácio encabeza el grupo de abolicionistas desde la Universidad de San Pablo. Además de Nabuco, trabajan con él otros intelectuales de brillante palabra, como Castro Alves, Rui Barbosa y Luis Gama, quien fue vendido en Bahía por su propio padre y consiguió escapar de la esclavitud para denunciarla.
(74)
Un jinete de blusa verde sopla la corneta que anuncia el peligro. Estrépito de cascos, bullicio de campanillas, estampida de transeúntes: el nuevo tranvía viene corriendo sobre rieles a la loca velocidad de diez kilómetros por hora. Un diario de Buenos Aires promete reservar una columna, cada día, para las víctimas.
Algún muertito hace el tranvía, por no defraudar, pero al poco tiempo ya nadie habla de sus furores homicidas. La fiebre amarilla ha invadido Buenos Aires y está asesinando a trescientos por día.
De esta peste nace el cementerio de La Chacarita, porque no hay donde enterrar a tanto pobre, y nace también el Barrio Norte, porque los ricos huyen de su bastión tradicional. Las diez manzanas del sur de plaza de Mayo han decidido el destino de toda la Argentina, desde siempre, y desde siempre han prosperado a su costa. Allí han vivido, hasta ahora, los caballeros que hacen política y negocios en el Café de París y las damas que hacen compras en la Tienda de Londres. Ahora los corre la fiebre amarilla, que se ceba con saña sobre la zona baja, rodeada de basurales y pantanos, cuna de mosquitos, caldo de plagas; y las casonas que el éxodo vacía se convierten en conventillos. Donde hasta hoy vivía una familia, doscientas personas se apiñarán como puedan.
Mucho ha crecido esta ciudad derramada sobre las riberas del río. Hace un par de siglos, Buenos Aires era una aldea triste y perdida. Hoy la habitan ciento ochenta mil personas y la mitad son extranjeros: albañiles, lavanderas, zapateros, peones, cocineras, serenos, carpinteros y otros arribantes que los vientos alisios han traído desde el mar Mediterráneo.
(312)
Era de hablar atropellado y se cansaba por nada. Pasaba las noches frente al piano, haciendo acordes y palabras, y al amanecer daban lástima sus ojos de fiebre.
Isidoro Ducasse, el imaginario conde de Lautréamont, ha muerto. El niño nacido y crecido en la guerra de Montevideo, el niño aquél que hacía preguntas al río-mar, ha muerto en un hotel de París. El editor no se había atrevido a enviar sus «Cantos» a las librerías.
Lautréamont había escrito himnos al piojo y al pederasta. Había cantado al farol rojo de los prostíbulos y a los insectos que prefieren la sangre al vino. Había increpado al dios borracho que nos creó y había proclamado que más vale nacer del vientre de una hembra de tiburón. Se había precipitado al abismo, piltrafa humana capaz de belleza y locura, y a lo largo de su caída había descubierto imágenes feroces y palabras asombrosas. Cada página que escribió grita cuando la rasgan.
(181)
El devastador Melgarejo ha caído. Ha huido de Bolivia, perseguido a pedradas por los indios, y malvive su exilio en un cuartucho de los arrabales de Lima. Del poder, no le queda más que el poncho color sangre. A su caballo, Holofernes, lo mataron los indios y le cortaron las orejas.
Pasa las noches aullando ante la casa de los Sánchez. El lúgubre vozarrón de Melgarejo hace temblar a Lima. Juana no abre la puerta.
Juana tenía dieciocho años cuando llegó a palacio. Melgarejo se encerró con ella tres días y tres noches. Los de la escolta escucharon gritos, golpes, bufidos, gemidos, ninguna palabra. Al cuarto día, Melgarejo emergió:
—¡La quiero tanto como a mi ejército!
La mesa de los banquetes se convirtió en altar. Al centro, entre cirios, Juana reinaba desnuda. Ministros, obispos y generales rendían homenaje a la bella y caían de rodillas cuando Melgarejo alzaba una llameante copa de coñac y cantaba versos de devoción. Ella, de pie, de mármol, sin más ropa que su pelo, desviaba la mirada.
Y callaba. Juana callaba. Cuando Melgarejo salía en campaña militar, la dejaba encerrada en un convento de La Paz. Volvía a palacio con ella en brazos y ella callaba, mujer virgen cada noche, cada noche nacida para él. Nada dijo Juana cuando Melgarejo arrancó a los indios las tierras de las comunidades y le regaló ochenta propiedades y una provincia entera para su familia.
También ahora calla Juana. Trancada a cal y canto la puerta de su mansión de Lima, no se muestra ni contesta los desesperados rugidos de Melgarejo. Ni siquiera le dice:
—Nunca me tuviste. Yo no estaba allí.
Llora y brama Melgarejo, sus puños como truenos contra la puerta. En este umbral, gritando el nombre de esta mujer, muere de dos balazos.
(85)
Los negros, brillosos de antorchas y otras luces, ondulan y giran y saltan, y charlan con los dioses aullando de dolor y de placer. Al corresponsal del «New York Herald», estas turbulencias le resultan tan incomprensibles como las estaciones, que en Cuba ocurren todas a la vez dentro del infinito verano: el periodista parpadea fuerte cuando descubre que el mismo árbol ofrece, al mismo tiempo, la rama que florece estallando a pleno verdor y la rama que agoniza amarilleando.
Ésta es la tierra del mambí, en la selva del oriente de Cuba.
Mambí
significa, allá en el Congo,
bandido, revoltoso
, pero mambí es en esta isla el esclavo que peleando se vuelve persona.
Antes de sumarse al ejército patriota, los mambises habían sido cimarrones en las sierras. El corresponsal del
Herald
calcula que la guerra colonial ha cobrado, en cinco años, ochenta mil vidas españolas. Muchos soldados han caído por enfermedad o bala; y muchos más por el machete mambí. La guerra ha convertido a los ingenios de azúcar en fortalezas armadas contra los ataques de los negros de afuera y las fugas de los negros de adentro.
En este campamento de mambises andrajosos, casi desnudos, todo se comparte. El periodista bebe agua con melaza, a falta de café, y al cabo de unos días jura odio eterno al boniato y a la jutía —un animalito que da de comer a quien lo atrapa en el agujero de un árbol o una roca. Esta guerra podría durar eternamente, escribe el periodista: aquí las lianas regalan agua cuando no hay río cerca y los árboles dan frutas, hamacas, sandalias y buena sombra para sentarse a contar chistes y aventuras mientras se curan los heridos.
(237)
Recién le despuntaba el bigote cuando fundó en La Habana dos periódicos efímeros, «El diablo cojuelo» y «La patria libre»; y por querer la independencia de Cuba, colonia de España, lo condenaron a prisión y trabajos forzados. Antes, muy en la infancia todavía, había querido traducir a Shakespeare, y había incendiado palabras, y había jurado venganza ante un esclavo negro colgado de la horca. Había adivinado, en los más tempranos versos, que moriría en Cuba y por ella.
De la prisión, lo empujaron al destierro. No se le han borrado las marcas de los hierros en los tobillos. Nadie más patriota cubano que este hijo de un sargento español de colonias. Nadie más niño que este exiliado preguntón, que tantísimo se asombra y se indigna del mundo.
José Martí tiene veintidós años cuando asiste, en México, a la primera manifestación conjunta de estudiantes y trabajadores. Los sombrereros han declarado la huelga. Cuentan con la solidaridad de la Sociedad Fraternidad y Constancia de Peluqueros, la Sociedad Fraternal de Encuadernadores, los tipógrafos, los sastres y los intelectuales
obreros de la Idea
. Al mismo tiempo, se desata la primera huelga universitaria, contra la expulsión de tres estudiantes de medicina.
Martí organiza recitales en beneficio de los sombrereros y en sus artículos describe a los estudiantes, que marchan junto con los obreros por las calles de la ciudad de México, todos tomados del brazo, todos vestidos de domingo:
Esta juventud entusiasta, escribe, tiene razón. Pero aunque estuviera equivocada, la amaríamos.
(129, 200 y 354)
Estaban las llanuras del sur alfombradas de búfalos, que se multiplicaban como las altas hierbas, cuando el hombre blanco llegó desde Kansas. Ahora el viento huele a podrido. Los búfalos desollados yacen en las praderas. Millones de pieles han viajado hacia el este de Europa. El exterminio del búfalo no sólo da dinero: además, explica el general Sheridan,
es la única manera de conseguir una paz duradera y abrir paso al avance de la civilización
.
Los indios kiowas y comanches ya no encuentran búfalos en el territorio de la reservación de Fort Sill. En vano invocan la buena caza las danzas al dios sol. Las raciones del gobierno federal, raciones de lástima, no alcanzan para comer.
Los indios huyen al lejano cañón de Palo Duro, el último lugar con búfalos en las llanuras del sur. Allá encuentran comida y todo lo demás: convierten las pieles en viviendas, mantas y vestidos; los cuernos y los huesos en cucharas, cuchillos y puntas de flecha; los nervios y los tendones en cuerdas y redes y las vejigas en cántaros de agua.
Pronto llegan los soldados, entre nubes de polvo y pólvora. Queman chozas y víveres, matan mil caballos y arrean a los indios de vuelta a su encierro.
Unos pocos kiowas consiguen escapar. Deambulan por las llanuras hasta que el hambre los rinde. Se entregan en Fort Sill. Allí los soldados los meten en un corral y cada día les arrojan pedazos de carne cruda.
(51 y 229)
Se reúnen en asamblea los búfalos del último rebaño del sur. No se alarga la discusión. Todo está dicho y la noche continúa. Los búfalos saben que ya no son capaces de proteger a los indios.
Cuando se alza el alba desde el río, una mujer kiowa ve pasar al último rebaño a través de la neblina. El jefe marcha a paso lento, seguido por las hembras y las crías y los pocos machos todavía vivos. Al llegar al pie del monte Scott, se quedan esperando, inmóviles, con las cabezas bajas. Entonces el monte abre la boca y los búfalos entran. Allá adentro el mundo es verde y fresco.
Los búfalos han pasado. El monte se cierra.
(198)
Cuando habla, ninguna palabra se cansa ni se cae.
No más mentiras
, dice. Hace ocho años, el gobierno de los Estados Unidos garantizó a los sioux, por solemne tratado, que por siempre serían dueños de las Montañas Negras, su centro del mundo, el lugar donde los guerreros hablan con los dioses. Hace dos años, se descubrió oro en estas tierras. El año pasado, el gobierno ordenó a los sioux que abandonaran los campos de caza donde los mineros buscaban oro en rocas y manantiales.
He dicho bastante. No más mentiras.
Toro Sentado, jefe de jefes, ha concentrado a varios miles de guerreros de las llanuras, sioux, cheyennes, arapahos. Ha bailado tres días y tres noches. Ha clavado los ojos en el sol. Sabe.
Despierta antes del alba. Sus pies desnudos se mojan en el rocío y reciben los latidos de la tierra.
Al amanecer, alza la vista más allá de las colinas. Allá viene el general Custer. Allá viene el Séptimo de Caballería.
(51 y 206)
A los nueve años, escuchó las voces. Supo que todos los seres con piernas, alas o raíces somos hijos del mismo padre sol y de la misma madre tierra, de cuyos pechos mamamos. Las voces le anunciaron que él haría florecer el bastón sagrado, el árbol de la vida clavado en el centro de la tierra de los sioux, y que montado en nube de tormenta mataría la sequía. También le anunciaron guerras y penares.
A los diez años, encontró por primera vez un hombre blanco. Pensó que se trataba de un enfermo.
A los trece, Alce Negro se está bañando en el río Little Big Horn cuando los gritos avisan que vienen los soldados. Trepa a una colina y desde allí ve una inmensa nube de polvo llena de estampidos y alaridos, y de la nube huyen muchos caballos con las sillas vacías.
(51 y 230)
Vasija Negra, el jefe cheyenne, se lo había advertido cuando fumaron juntos la pipa de la paz. Custer moriría si traicionaba sus promesas, y ningún indio se ensuciaría las manos desollando su cráneo. Después, Custer incendió ese campamento y el jefe Vasija Negra fue acribillado a balazos entre las llamas.