(359)
Al centro, resplandece la Virgen de Montserrat. De rodillas reza, en acción de gracias, Mateo García Pumacahua. La esposa y una comitiva de parientes y capitanes aparecen detrás, en procesión. Pumacahua viste ropas de español, chaleco y casaca, zapatos con hebillas. Más allá se despliega la batalla, soldaditos y cañones que parecen de juguete: el puma Pumacahua vence al dragón Túpac Amaru.
Vini, vidi, vinci
, se lee en lo alto.
Al cabo de varios meses, un artista sin nombre ha concluido su trabajo. La iglesia del pueblo de Chincheros luce, sobre el pórtico, las imágenes que perpetuarán la gloria y la fe del cacique Pumacahua en la guerra contra Túpac Amaru.
Pumacahua, también heredero de los incas, ha recibido una medalla del rey de España y del obispo del Cuzco una indulgencia plenaria.
(137 y 183)
Sólo hablaba en aymara, la lengua de los suyos. Se proclamó virrey de estas tierras que todavía no se llaman Bolivia, y nombró virreina a su mujer. Instaló su corte en las alturas que dominan la ciudad de La Paz, escondida en un hoyo, y le puso sitio.
Caminaba chueco y un raro fulgor le encendía los ojos, muy hundidos en la cara joven y ya arada. Vestía de terciopelo negro, mandaba de bastón y peleaba a lanza. Decapitaba a los curas sospechosos de celebrar misas de maldición y cortaba los brazos de espías y traidores.
Julián Apaza había sido sacristán y panadero antes de convertirse en Túpac Catari. Junto a su mujer, Bartolina Sisa, organizó un ejército de cuarenta mil indios que tuvo en jaque a las tropas enviadas por el virrey desde Buenos Aires.
A pesar de las derrotas y matazones que sufrió, no había modo de atraparlo. Andando noche burlaba todos los cercos, hasta que los españoles ofrecieron a su mejor amigo, Tomás Inca Lipe, llamado el bueno, el cargo de gobernador de la comarca de Achacachi, a orillas del lago Titicaca.
(183)
Las ciudades españolas del Nuevo Mundo, nacidas como ofrendas a Dios y al rey, tienen un vasto corazón de tierra apisonada. En la Plaza Mayor están el cadalso y la casa de gobierno, la catedral y la cárcel, el tribunal y el mercado. Deambula el gentío alrededor de la horca y de la fuente de agua; en la Plaza Mayor, plaza fuerte, plaza de armas, se cruzan el caballero y el mendigo, el jinete de espuelas de plata y el esclavo descalzo, las beatas que llevan el alma a misa y los indios que traen la chicha en barrigonas vasijas de barro.
Hoy hay espectáculo en la Plaza Mayor de La Paz. Dos mujeres, caudillas del alzamiento indígena, serán sacrificadas. Bartolina Sisa, mujer de Túpac Catari, viene desde el cuartel con una soga al cuello, atada a la cola de un caballo. A Gregoria Apaza, hermana de Túpac Catari, la traen montada en un burrito. Cada una lleva un aspa de palo, a modo de cetro, en la mano derecha, y clavada a la frente una corona de espinas. Por delante, los presos les barren con ramas el camino. Bartolina y Gregoria dan varias vueltas a la plaza, sufriendo en silencio las pedradas y las risas de quienes se burlan de ellas por reinas de indios, hasta que llega la hora de la horca. Sus cabezas y sus manos, manda la sentencia, serán paseadas por los pueblos de la región.
El sol, el viejo sol, también asiste a la ceremonia.
(183 y 288)
desde una jaula de madera, la cabeza de José Antonio Galán mira hacia el pueblo de Charalá. En Charalá, donde él había nacido, exhiben su pie derecho. Hay una mano suya clavada en la plaza del Socorro.
La flor y nata de la sociedad colonial se ha arrepentido del pecado de insolencia. Los criollos ricos prefieren seguir tributando impuestos y obediencia al monarca español, con tal de evitar la
contagiosa peste
que Galán, como Túpac Amaru, como Túpac Catari, encarnó y difundió en jornadas de furia. Galán, el más capitán de los comuneros, ha sido traicionado y perseguido y atrapado por quienes habían sido sus compañeros al frente de la insurrección. En una choza cayó, tras largo acoso, junto a sus doce últimos hombres.
Don Antonio Caballero y Góngora, el ampuloso arzobispo, ha afilado el sable que decapitó a Galán. Mientras arrojaba al fuego el tratado de paz, tan prometedor, tan engañero, su ilustrísima agregaba infamias contra
el rencoroso plebeyo
: Galán no ha sido descuartizado solamente por rebelde, sino también por ser
hombre de oscurísimo nacimiento y amante de su propia hija.
Ya el arzobispo tiene dos sillones. Además del sillón apostólico, ha hecho suyo el sillón virreinal de Bogotá.
(13 y 185)
Diego Cristóbal, primo hermano de Túpac Amaru y continuador de su guerra en el Perú, ha firmado la paz. Las autoridades coloniales han prometido el perdón y el indulto general.
Tendido en el suelo, Diego Cristóbal jura fidelidad al rey. Multitudes de indios bajan de los cerros y entregan las armas. El mariscal ofrece un banquete de brindis jubilosos y el obispo una misa de acción de gracias. Desde Lima, manda el virrey que todas las casas se iluminen por tres noches.
Dentro de un año y medio, en el Cuzco, en la Plaza de la Alegría, el verdugo arrancará de a pedazos la carne de este primo de Túpac Amaru, con tenazas al rojo, antes de colgarlo de la horca. También su madre será ahorcada y descuartizada. El juez, Francisco Diez de Medina, había sentenciado que
ni al Rey ni al Estado conviene quede semilla o raza deste y todo Túpac Amaru por el mucho ruido e impresión que este maldito nombre ha hecho en los naturales.
(183)
Desde que amanece humea la tierra, suplicando de beber, y los vivos buscan sombra y se dan aire. Si el calor marchita a los vivos que atrapa, ¿qué no hará con los muertos, que no tienen quien los abanique?
Los muertos principales yacen en las iglesias. Así lo quiere la costumbre en la seca meseta de Castilla y por lo tanto así debe ser, también, en este hervidero de Panamá. Los fieles pisan lápidas, o se arrodillan sobre ellas, y desde abajo les murmura la muerte:
Ya vendré por ti
; pero más hace llorar el olor a podrido que el pánico de morir o la memoria de la irreparable pérdida.
Sebastián López Ruiz, sabio investigador de la naturaleza, escribe un informe demostrando que esa costumbre de allá es, acá, enemiga de la higiene y fatal para la salud pública y que más sano sería enterrar a los hidalgos de Panamá en algún lejano camposanto. Se le contesta que bien están los muertos en las iglesias; y que lo que ha sido y es, seguirá siendo.
(323)
A los vientos proclaman las trompetas que el rey de España ha decidido redimir la mano humana. Desde ahora, no perderá su noble condición el hidalgo que realice trabajo manual. Dice el rey que la industria no deshonra a quien la ejerce, ni a su familia, y que ningún oficio artesanal es indigno de españoles.
Carlos III quiere poner su reino al día. El ministro Campomanes sueña con el fomento de la industria, la educación popular y la reforma agraria. De la gran proeza imperial en América, España recibe los honores y otros reinos de Europa cobran los beneficios. ¿Hasta cuándo la plata de las colonias seguirá pagando mercancías que España no produce? ¿Qué significa el monopolio español si son ingleses, franceses, holandeses o alemanes los productos que salen del puerto de Cádiz?
Los hidalgos, que en España abundan como los frailes, tienen manos útiles para morir por España o matarla. Aunque sean pobres de solemnidad, no se rebajan a producir con sus manos otra cosa que gloria. Hace mucho tiempo que esas manos se han olvidado de trabajar, como las alas de la gallina se han olvidado de volar.
(175)
Cada pulquería es una oficina donde se forjan los adulterios, los concubinatos, los estupros, los hurtos, los robos, los homicidios, rifas, heridas y demás delitos… Ellas son los teatros donde se transforman hombres y mujeres en las más abominables furias infernales, saliendo de sus bocas las más refinadas obscenidades, las más soeces palabras y las producciones más disolutas, torpes, picantes y provocativas, que no era dable que profiriesen los hombres más libertinos, si no estuviesen perturbados de los humos de tan fétida y asquerosa bebida… Estos son los efectos de la incuria, de la omisión y de la tolerancia de los jueces, no causándoles horror el ver tirados por las calles los hombres y las mujeres, como si fuesen perros, expuestos a que un cochero borracho como ellos, les pase por encima el coche, como sucede, despachándolos a la eternidad en una situación tan infeliz como en la que se hallan.
(352)
Cuando el virrey expulsó al pulque de la ciudad de México, el desterrado encontró refugio en los suburbios.
Licor de las verdes matas…
En las tabernas de las orillas, el pulquero va y viene sin parar entre las tinajas generosas y los jarros anhelantes,
tú me tumbas, tú me matas, tú me haces andar a gatas
, mientras llora un recién nacido a grito pelado en un rincón y en otro rincón un viejo duerme la mona.
Caballos, burros y gallos de riña, atados a las argollas de fierro, envejecen esperando afuera. Adentro, las coloridas tinajas lucen nombres desafiantes: «La no me estires», «El de los fuertes», «La valiente»… Adentro no existen las leyes ni el tiempo de afuera. En el piso de tierra ruedan los dados y sobre un barril se juegan albures con floreadas barajas. Al son del arpa alegre canta un calavera y alzan polvo las parejas bailonas, un fraile discute con un soldado y el soldado promete bronca a un arriero,
que soy mucho hombre, que soy demasiado, y el pulquero barrigón ofrece: ¿Dónde va l'otra?
(153 y 266)
Quizás el pulque devuelve a los indios sus viejos dioses. A ellos lo ofrecen, regando la tierra o el fuego o alzando el jarro a las estrellas. Quizás los dioses sigan sedientos del pulque que mamaban de las cuatrocientas tetas de la madre Mayahuel.
Quizás beban los indios, también, por darse fuerza y vengarse; y seguramente beben para olvidar y ser olvidados.
Según los obispos, el pulque tiene la culpa de la pereza y de la pobreza y trae idolatría y rebelión.
Vicio bárbaro de un pueblo bárbaro
, dice un oficial del rey: bajo los efectos del espeso vino de maguey, dice,
el niño reniega del padre y el vasallo de su señor.
(153 y 331)
Armado de verdes espadas, el maguey resiste invicto la sequía y el granizo, las noches de hielo y los soles de furia de los desiertos de México.
El pulque viene del maguey,
el árbol que amamanta
, y del maguey vienen el forraje de los animales, las vigas y las tejas de los techos, los troncos de las cercas y la leña de las hogueras. Sus hojas carnosas brindan lazos, bolsas, esteras, jabón y papel, el papel de los antiguos códices, y sus púas valen de agujas y alfileres.
El maguey sólo florece cuando va a morir. Se abre y florece como diciendo adiós. Un altísimo tallo, quizás mástil, quizás pene, busca paso desde el corazón del maguey hacia las nubes, en un estallido de flores amarillas. Entonces el gran tallo cae y con él cae el maguey, arrancado de raíz.
Es raro encontrar un maguey florecido en el árido valle del Mezquital. Apenas empieza a dar tallo, la mano del indio lo castra y revuelve la herida y así el maguey vierte su pulque, que calma la sed, alimenta y consuela.
(32 y 153)
El alfarero mexicano tiene larga historia. Tres mil años antes de Hernán Cortés, sus manos convertían la arcilla en vasija o figura humana que el fuego endurecía contra el tiempo. Mucho después, explicaban los aztecas que un buen alfarero
da un ser al barro y hace vivir las cosas.
La remota tradición se multiplica cada día en botellones, tinajas, vasijas y sobre todo en jarros: marfilinos jarros de Tonalá, peleones jarros de Metepec, jarros barrigones y lustrosos de Oaxaca, humildes jarritos de Chililico; rojizos jarros de Toluca, chorreosos de greda negra… El jarro de barro cocido preside las fiestas y las cocinas y acompaña al preso y al mendigo. Recoge el pulque, despreciado por la copa de cristal, y es prenda de amantes:
Cuando muera, de mi barro hágase, comadre, un jarro. Si de mí tiene sed, beba: si la boca se le pega, serán besos de su charro.
(18, 153 y 294)
El virrey de México, Matías de Gálvez, firma un nuevo bando en favor de los trabajadores indios. Han de recibir los indios salario justo, buenos alimentos y asistencia médica; y tendrán dos horas de descanso, al mediodía, y podrán cambiar de patrón cuando quieran.
(146)
Un abismo de luz se abre en el aire transparente y entre las negras murallas de la sierra resplandece el desierto. En el desierto se alzan, fulgor de cúpulas y torres, las ciudades mineras de México. Guanajuato, tan habitada como la capital del virreino, es la más señora. En silla de manos van a misa sus dueños, perseguidos por enjambres de mendigos, siguiendo un laberinto de callejitas y callejones, el callejón del Beso, el del Resbalón, el de los Cuatro Vientos, y entre las piedras pulidas por los pies del tiempo asoman pastos y fantasmas.
En Guanajuato, las campanas de las iglesias organizan la vida; y el azar la gobierna. Algún tahúr burlón y misterioso distribuye los naipes. Dicen que aquí se pisa oro y plata por dondequiera se vaya, pero todo depende de las vetas que culebrean bajo tierra y a su antojo se ofrecen y se niegan. Ayer celebró el golpe de suerte un afortunado caballero, y a todos brindó el mejor vino de beber, y pagó serenatas de flautas y vihuelas, y compró fino encaje de Cambray y calzón de terciopelo y casaca de tisú y camisola de Holanda; y hoy huye sin dejar rastros el filón de plata pura que por un día lo hizo príncipe.